OBITUARIO Y CONSTATACIÓN DEL DESIERTO
Luego de prolongada ausencia de los cafés montevideanos, Destrucción vuelve a cargar su implacable
maza sobre el vidrio sucio de la hipocresía toda de Doctores y Funcionarios que
hoy aspiran, como se aspira el mismo aire, a las palmas victoriosas, al aplauso
exagerado desde los balcones del Solís, a la conversación paternal con los
lustrabotas de Plaza Independencia; que disimula el odio a todos quienes no
pertenecen a su clase consabidamente inepta, torpe y haragana. Destrucción vuelve al ruedo en momentos
en que la aldea muge la “desaparición física”, según se viene leyendo, de Don José
Enrique Redondo, “nuestra más grande luminaria”, agregan los obedientes
voluntarios, y con razón.
Redondo, Redondo y Redondo...
Adonde vamos escuchamos su nombre con oportunidad: en el Ateneo, en las aulas, en
las reuniones forenses, en los corredores de LA BIBLIOTECA que DE PRONTO, se ha
convertido en sepulcro egipcio, porque con sólo pronunciar la erre infernal el
obediente baja los ojos en reverencia al Maestro como si el difunto todavía
estuviera en alguna pieza contigua concentrado quién sabe en qué maravilla y
dejando a los recién llegados que no merecieron conocerlo todo el mal humor
imaginable, todo el empacamiento que el ser humano es capaz de concebir adentro
de los abotonados chalecos de estos empingorotados ujieres.
Y nada más opuesto a Redondo
que el “rodar”, nada más lejano a Redondo que la mismísima rueda.
Lamentablemente esto no significó que no avanzara Redondo en alguna dirección
(que no es lo mismo que avanzar en un “sentido”) como un gran cubo de granito,
como un bloque de aristas partidas de tanto darle y darle. Y he aquí el primer gran
atributo, señores, su escasa velocidad. Diríase que el pensamiento, la “línea”
de Redondo se movió apenas por la inercia que heredaba de sus mayores que nunca
tuvieron conocimiento de su hijo adoptivo, por lo tanto sin proponer nada
realmente novedoso, ni siquiera el manido continentalismo sabemos que le
pertenece. Simplemente él había captado como por una telepatía asaz rudimentaria
una Idea de otros —de un Martínez Hoyos digamos, pensemos en un Pérez Concha—
ejemplos que han construido una alegoría americanista en el primer caso más
confundida que confusa y sin duda raquítica en el segundo, pero al menos
inspirados ambos en la misma realidad subtropical, más honestos y cercanos al
Mundo que los corredores de la Biblioteca Pública por donde se paseó mucho más
de la cuenta el insigne Don José Enrique Redondo. Y pensemos que cuando ensoñaba
un paraíso de libertades griegas, de disciplinas espirituales, de emociones
euclidianas, el hombre era incapaz de tomarse un tranvía ¡porque no se animaba
a bajarse del vehículo en movimiento!
Entonces esto es un obituario y
una constatación del desierto. Porque admitamos que fue y será el único en su
humanoide especie literaria. Porque el pobre Redondo procuró a lo largo de su
vida no ser molestado en su interés por Algo. Al menos el largo bostezo que
constituye su terca obra y carrera no ha sido, debemos reconocer, mero alarde
de protagonismo y reconozcamos que su capacidad de aislamiento enfermizo y
persecutorio de este mundo fue también el logro de un empecinamiento
suprahumano en ese sentido, es decir de su labor bibliotecaria policíaca, de su
rastrillo incansable por las manoseadas fichas de sus archivos, del robo de ejemplares
censurados para esconderlos en su brumosa biblioteca privada.
Dicen las malas lenguas que
leía en secreto a los decadentes y que lloraba como un perro herido los caminos
que no se atrevió a caminar porque nunca fue capaz de descubrirlos. Entonces
reconozcamos una honestidad, ofrezcámosle el beneficio de la duda, pensemos
incluso que algo del mundanal camoatí donde vivimos fue calando en su cerebro fofo,
huraño y fatigado y perdonémosle, dejemos por un momento que las rachas de
viento de sus Renanes y sus mal digeridos Rouchefoualdes traigan consigo un
hálito de angustiada lucidez aunque fuera para reconocer la dimensión de su
fracaso. En fin, distingamos, después de la disipación del humo, unas formas
negras que se mueven reptando con lentitud entre las tunas cuando cae el sol,
con cierto ocasional temblor, y detectemos a sus acólitos, a sus infatigables
imitadores, a sus rasputines sin barba que se retorcieron en elogios durante los
paseos matinales del Maestro entre las columnas dóricas de su pensamiento que
no confesaba, ay, su predilección por los vapores de los baños donde soñaba con
filosofar.
El problema de Redondo no fue
tanto él mismo sino todos los redondinos, así como el mal de Wagner no fue él
sino todos sus abonados al gallinero, como si se tratara de una nueva religión,
de una filosofía moral del arte, de un dogma que propugnaba anatemas en todas
direcciones. Fue en su velorio en la calle San José donde pude encontrar a
varias de las estampitas repetidas de sus incondicionales alcahuetes,
cagatintas y correveidiles cajetillas que han sabido construir su pobre nombre
en base a la reverencia esclava. Entonces me pregunto, ¿cómo es esto posible?,
¿qué extraño mecanismo del pensamiento colectivo habilita esta aberración
filosófica que va tallando en un bloque de jabón el perfil del personaje que no
resistiría ni las lluvias ni el lavado? Sobre esto hablaremos, a lo mejor, en
nuestro próximo opúsculo.
Pero no nos cansaremos de decir
que Don José Enrique Redondo, oriental, sin amores conocidos, sin educación
notoria, dotado de una capacidad para enhebrar una palabra tras otra como en un
collar de fideos, no fue sino el único ejemplar de una especie que deja para la
posteridad y para nuestro horror algo así como un alimento seco, como una
ración para aves a nuestra famélica aldea intelectual. Con la desaparición de
Don José Enrique Redondo y su soporífera obra no quedan en la ciudad ni rivales
ni herederos y todo nuestro espíritu de grandeza que alguna vez aspiramos a obtener
desde la retaguardia bosteada de un malón perdido en su propia polvareda, será
aplastado definitivamente por los zapatos nuevos y lustrados que aprendieron a
esquivar las calles de macadam, porque los brutos, guiados por sus eternas
prevenciones, también han adquirido sus mañas, sus caprichos y sus lujos
desopilantes.
Será hasta la próxima.
3 comments:
empingorotados! chau!
"dotado de una capacidad para enhebrar una palabra tras otra como en un collar de fideos"
Santo cielo!!!
Rodó digerido por su propia parafernalia.
¿Porque hay tanto personaje así?, ensalzado por las propias carencias de personajes con pensamiento luminoso acá.
Una consistente producción de humo, ensalzada por un chauvinismo provinciano (con olor a viejo, a encerrado), babeando un orgullo aislante, carente de objeto al que asirse y que parece hay que descubrir y venerar como un atributo patriótico.
Aún esto que escribo parece producido por un resentimiento idiota que se aferra a, justamente, ese humo que no puede tomar cuerpo y se incorpora naturalmente a esa cosa pastosa, gris e indolente que flota especialmente sobre la Plaza Independencia.
escribí ensalzar en dos oraciones seguidas. debería internarme.
debe ser el cambio climático
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