Sunday, July 13, 2014

Señores del jurado


Haber ganado dos premios al mejor cuento inédito y una mención en poesía, así como formar parte de jurados en más de una oportunidad (además de la actividad periodística por todos conocida) me ha permitido tener conocimiento de innumerables individuos que se inician en la actividad de la escritura entendida como oficio, como arte y como forma de vida.
Muchas veces estos sujetos resultan pintorescos en su ingenua percepción del exigente mundo literario y, ciertamente, la calidad no siempre se ve reflejada en las publicaciones más exitosas. Los tiempos cuando la experiencia personal era el abrevadero de historias y de honesta inspiración parecen haber dado lugar a una actitud, diría, algo arribista en la búsqueda exagerada del éxito. Así, muchos jóvenes de incipientes carreras se han acercado hasta mí para, sin reconocerlo directamente, pedirme un prologuito aquí, una llamadita allá, en fin, hacer uso de mi autoridad para lograr ese reconocimiento que por limitaciones propias ven cada vez más lejos, así como más cerca su reclusión al “olimpo de los aficionados”, como bien decía un crítico amigo mío, hoy lamentablemente fallecido.
En este cúmulo de ilusiones desmedidas, en esta calesita de carreras improvisadas quiero destacar a quien, tres años atrás, me llamó al diario donde trabajé durante más de veinticinco años hasta que la crisis económica terminó con ese último bastión de la crítica valiente. Es el personaje del que trata esta pormenorizada misiva la cual, espero, tengan ustedes a bien considerar por el porvenir de la cultura nacional, que tan vapuleada ha resultado durante tantos y tantos años.

Era un viernes de tarde y la redacción hervía. Yo me retiraba oportunamente para cubrir la jornada teatral del fin de semana. Como todos ustedes saben, reparto mi tiempo entre la crítica literaria y la teatral, dos pasiones que arrastro desde mi adolescencia y que intento transmitir a mis estudiantes de enseñanza secundaria, cada vez con menor fortuna y mayor sacrificio dado el estado de decadencia general que atraviesa la enseñanza en todos sus niveles. Recuerdo que, aquel viernes, se estrenaba una curiosa adaptación de “Rinconete y Cortadillo” por un elenco del interior mientras una compañía sueca llegaba a Montevideo para presentar “Casa de muñecas” en una puesta poco tradicional anunciada con bombos y platillos. Como ya había visto a la compañía nacional el año anterior con una versión muy rescatable de “El gato con botas”, opté por los suecos. Y aunque me consta que la obra es un portento de la construcción dramática, un alarde de la insuperable, aparente sencillez que logra transmitirnos el dramaturgo noruego, confieso que las actuaciones dejaron un poquito que desear y así lo manifesté oportunamente en una crónica titulada “Suecos: más lustrados que ilustrados”. Tan grande fue la polémica suscitada que hasta el embajador envió encendidas cartas a todos los medios de comunicación donde me dirigía insultos, amenazas y varias imprecisiones.
Cuando estaba en la puerta del ascensor, la secretaria me avisa que alguien necesitaba hablar conmigo urgentemente. Siempre trato de atender a todo el mundo, pues creo que las puertas deben estar abiertas para todos, sobre todo para los más jóvenes, quienes más lo necesitan. Así que no tuve más remedio que tomar el teléfono.
Según me decía con voz entrecortada, era un escritor que quería hablarme cuanto antes. Cortesmente le solicité que me llamara el lunes, de modo de acordar, para entonces, un día cuando pudiera entregarme, en mano propia y según era su deseo, su obra singular. Se llamaba José María Lamata Feliz y quizás el nombre les resulte familiar, si es que han leído últimamente las páginas policiales. Es una historia triste, pero no debe hacernos reaccionar con emotividad exagerada.

Lamata Feliz llamó el lunes como quedamos y le sugerí reunirnos el miércoles de la otra semana, a las cinco de la tarde, en ese barcito siempre tan desierto que queda en la esquina de Soriano y Yí ocasionalmente visitado por los empleados de las distribuidoras cinematográficas.
Mi habitual puntualidad sólo me trae disgustos y decepciones y no fue esta una excepción. Tres cuartos de hora más tarde, Lamata Feliz apareció vestido tan lamentablemente que el mozo, que jamás emitió opinión acerca de todo lo que ha visto hablando conmigo en esa misma mesa, me preguntó, como al pasar, si había empezado a hacer crónicas de carnaval. Lamata Feliz llevaba un saco rojo apretado con listas verdes. El resto parecía algo más normal, un pantalón marrón lleno de manchas, una camisa alguna vez blanca con el cuello negro y deshilachado.
Con la carpeta de plástico en una mano, me extendió blandamente la otra sólo después de haber extendido yo la mía, tal la timidez enfermiza del individuo. Comprendo que el creador, incluso aquel individuo con cierta sensibilidad frente a la cosa artística, tenga de cuando en cuando algún comportamiento caprichoso o extravagante pero, de igual modo, no hay ataque de nervios que justifique la pérdida del sentido de la ubicación. ¡Y en una situación tan trivial y cotidiana como ésta!
A una mesa de distancia fui escudriñando al especimen: pelo lacio y graso, calva prematura dados sus escasos 25 ó 26 años, una sola ceja que lo abarcaba todo, arco superciliar pronunciado (señal de poca inteligencia, a lo sumo de capacidades cromagnónicas) cuadrando una frente salpicada de un acné corrosivo allí y en las mejillas, vivos paisajes lunares. Se adivinaba una dentadura pareja e increíblemente completa bajo un centímetro de sarro. Y aquellos ojos turbios, las ojeras anaranjadas (quizá el color más vivo en todo él), la mirada agotada como si hubiera perdido una pelea consigo mismo después de mucho tiempo. ¿Y qué decir de las uñas negras de José María Lamata Feliz? No quiso pedir nada.
A lo largo de su vida, empezó a decirme, con una voz cansina, diría lejana, escribió poesía, cuentos innumerables y tres novelas aparentemente completas. Pero nada había publicado. Sentía que lo suyo no tenía ningún valor para nadie, que hasta el momento no había hecho otra cosa que imitar “la figura del mundo”, me dijo, con un hilo de voz y mirando para abajo. Había quemado algunas cosas, archivado otras y se había dedicado, de un tiempo a esta parte, a una escritura confesional donde hacía hincapié, según puedo recordar, en la integración de los mecanismos perceptivos en el momento de la escritura. Todo fue derivando hacia un monólogo idiota acerca de las motivaciones que llevan al escritor a escribir, a los mecanismos de la imaginación y a la necesidad de vivir una vida “poética”.
Creo que quería decirme que era un escritor vocacional, sólo porque había tenido una vida complicada. Había empezado escribiendo cartas de amor a amores imposibles y la primera novia que tuvo —fíjense qué revelación— lo abandonó para irse con un tío suyo (de ella). Antes había tenido un exilio español, por lo que supuse que provenía de una familia vinculada a la izquierda, algo que obvió mencionar. Seguramente ya conocía mi publicitado fastidio hacia la izquierda intelectual por pretensiosa, hipócrita y oportunista.
Finalmente, me confesó su obsesión por los trenes.
En su exilio español, comenzó Lamata Feliz a alimentar esta inclinación imbécil. Dedicaba horas enteras a la observación de las máquinas desde lo alto de un promontorio estableciendo horarios y frecuencias. Como esto me pareció haberlo escuchado en otra parte, comencé a aplicar ese maravilloso instrumento que es la duda sistemática: “¿Por qué no averiguaba los horarios en la estación misma?”, le pregunté. Se me acercó por encima de la mesa y pude sentir el aliento a heladera sucia mientras me decía, textualmente: “Cada tren tiene su propio tiempo”.
Podía percibir en José María Lamata Feliz el aire siniestro que destella en el fondo de los ojos del sicópata, algo que se agita desesperadamente desde muy lejos clamando por cinco segundos de atención. En ese trance desarrolló una teoría acerca de los pasajeros del tren como parásitos del tren y después elaboró la hipótesis de un tren como parásito de los pasajeros. Abriendo más los ojos me preguntó: “Porque... ¿quién es parásito de quién?” Y siguió hablando de los gusanos y de cómo la naturaleza había creado a los intestinos (y a los seres humanos “exteriormente”) con el sólo propósito de proporcionar un hogar confortable al gusano.
A su vez, los trenes vivían como gusanos adentro suyo. Los sentía respirar y contraerse, sufrir y llorar. Cuando los trenes lloraban, él lloraba, porque nosotros, me decía con lágrimas, somos trenes. “¿Y por qué no somos aviones?”, le pregunté intentando desestabilizarlo, al borde del fastidio. Pero la locura tiene su propia inteligencia: “Porque los trenes no podemos volar”. Y más confesional, en un susurro: “No sé si usted ha notado —me dice con los ojos vidriosos— que cuando uno se rasca cualquier parte del cuerpo, escucha adentro suyo el mismo sonido que hacen las vías cuando el tren se acerca”. Yo iba por mi segundo capuchino.
Al volver a Montevideo, Lamata Feliz se pasaba días enteros en la estación central. A veces se instalaba en Estación Yatay, otras en Sayago. Pero todo se vino abajo cuando fue desmantelado el sistema ferroviario nacional. La delicada psiquis de José María sufrió los efectos devastadores de esta medida y no tuvo más remedio que emigrar a un país con densas redes ferroviarias como los Estados Unidos de Norteamérica, realmente no sé cómo pudo emigrar un individuo al borde del retraso a un país tan serio en lo que refiere a la exigencia laboral y profesional. Y ahora, había vuelto de la gran nación dos meses atrás. Antes de volver al gran país del Norte, estaba procurando mi influencia para lograr una publicación. Me dejó la carpeta y se fue.
Me quedé ahí sentado, un poco absorto mirando los plátanos de la calle.

Un mes después supe lo que algunos ya saben, la extraña muerte de José María Lamata Feliz en las vías de un tren subterráneo en la agitada estación de un barrio negro de Brooklyn. Y aunque no trascendió por pedido de su familia, un periodista de la sección policial me contó que habría podido estar involucrado, no tan accidentalmente, con la mafia rusa pues efectivamente se supo de una vinculación amorosa con una joven croata del ambiente prostibulario.
En la carpeta estaban sus textos ferroviarios, nueve en total, de los que sólo transcribiré fragmentos del octavo como prueba suficiente de su mediocridad. Iré transcribiendo estos fragmentos y comentándolos oportunamente con breves y precisas anotaciones que me gustaría leyeran con atención, pues allí fundamento mi advertencia y mi alarma frente a este tipo de literatura y frente a la posible premiación de José María Lamata Feliz en el concurso que nos reunirá para deliberar la semana que viene.
Según me he enterado, su madre ha hecho llegar esas páginas (serán fotocopias, porque los originales los tengo yo) a las oficinas municipales el mismo día en que vencía la fecha de entrega. Creo que deberían tener un poquito más de cuidado con las personas contratadas para recibir los trabajos, pues el dato me fue proporcionado sin mucho esfuerzo por la señorita Mariela, indiscreción que me imagino sabrán sancionar como corresponde.
Comienza Lamata Feliz:

En la lúcida grafía de la noche, mienten las cercanas horas, las pasadas, las que vienen. Las luces pares atraviesan el aire con sus haces como tubos y una barrera se levanta adentro de un recodo cerebral: los lagos son así porque fueron así vistos y descritos a la luz del día. ¿Pero quién osa decir haberse sumergido en sus aguas podridas, quién dejarse invadir por sus algas como un astronauta perseguido por las policías naturales? No creo que nada, en el viaje atroz que significa el contacto entre metales, aun en el hondo rechinar de los eones, deba volver la vista a pasadas ilusiones pues, poniendo el caso, yo mismo me constituí demediado por querer establecer una frontera entre mis lamentos del porvenir y los fallidos actos de mi vocación, todo un cúmulo de errores allí donde me encontrara, enterrado entre mis dudas como un árbol milenario casi fósil.

Obsérvese la desorientación completa del individuo frente al mundo conocido, sus intentos lamentables por ubicarse frente a él y reconciliarse por medio de la escritura. El autor carece de un mundo interior con el que pueda dialogar. Se ha dejado invadir esquizofrénicamente por el mundo exterior y no es capaz de dialogar consigo mismo (no olvidemos que se cree tren). Luego intenta hacernos viajar con él en esa aparente noche sin rumbo conocido. Véase también en este arranque un carácter invocatorio, toda esa hojarasca inicial con que nos aburren los malos escritores para ver si encuentran, como cazando mariposas, alguna palabra para lanzar al vacío, mental en este caso. Repetición triste de infinitivos: “decir haberse”, “querer establecer” y “dejarse invadir”. Sigue Lamata Feliz:

Fuga un enjambre de luz entre salvajes cruces. Los cables reflejan su lúbrica humedad, su habitual y acerada violencia estroboscópica. Entre la niebla de mis escasos conocimientos atmosféricos no puedo construir una especie de manifiesto, un dogma que equipare los datos que voy viendo al ras de una utopía: “Harley Davidson para todos”. Si esto fuera establecido así por advertencia de un lector que hoy no deja de exigir, aunque fuera entre las líneas, podría levantarme, caminar hasta el fondo del vagón, despertar al tipo que duerme acostado sobre todo el asiento y preguntarle por qué el maquinista no está donde debe, como si él y sólo él supiera del fiero mecanismo de los sistemas ferroviarios en su relación con todo este hábito animal, los ciclos de los sueños, un advenimiento o la estación, como el invierno, que corre al lado mío.

El autor tiene sus veleidades científicas también. Resulta cómica su descripción de los efectos lumínicos a nivel de las partículas. Se ve la dubitación permanente en subordinaciones que sólo interrumpen el fluir de la escritura y atentan contra la buena voluntad del lector. Intenta paliar la interrupción y zurce con el fácil recurso del gerundio. Acto seguido, como que insinúa los lineamientos de un mundo utópico personal con la reivindicación ridícula de que todos debemos pasear en una moto cara. Obsérvese también cómo escribe “entre las líneas” en lugar de “entre líneas” con el solo objeto de recrear musicalmente una melodía personal sin considerar ni un segundo el sentido cabal de la expresión. ¿Es un gran problema que el tren se detenga sin que nadie sepa por qué? Son conflictos que no mueven a nadie, que no determinan ninguna identificación con el lector. Habría sido deseable un contexto de normas morales que se viera amenazado, al menos una introducción donde desplegar cierto discurso autoritario que a continuación destruyera a fuerza de algún tipo de convicción. Pero no.

Somos una especie extinta que sólo sabe viajar. Esto es pura violencia. El agua sobre el vidrio es agua sobre un cielo negro y las linternas unos operarios en problemas. Allí el espíritu que invade las ciudades sin nombrarlas, como alfombra que detiene el tren, así y porque sí. ¿Y qué podría yo reconocer ahora como movimiento si es que nada veo? Sólo puedo sospecharlo en tanto distingo fulguraciones ascendiendo en espirales altísimas que se pierden entre capas atmosféricas, resultado de reflejos sobre el vidrio y mi imaginación universal que acude, una y otra vez, sobre una misma consonante perspectiva aliterándola, retumbando en mí como el olor que llega romo, por debajo de la puerta, sin poder saber de qué proviene: a ciegas por los senderos de la noche, diciéndonos que aún seguimos detenidos por motivos que sólo un técnico de vías podría descifrar, con ese mapa ajado enfrente, un aparato de radio y un sánguche de pan negro que lo ampara de una acidez estomacal.

Trillado motivo el de viajar sin moverse. A esta altura, creo que intenta una narración al estilo de eso que llaman “avance oblicuo”, es decir, ese caminar de costado como los cangrejos. Aunque al menos logró contarnos algo: allí se ven unos operarios moviendo unas luces, parece que empieza a llover y hasta se puede ver a uno de ellos comiendo un sandwich realista. La “imaginación universal” es un hito del lugar común.  Lamata Feliz se esfuerza por encontrar, sino sinestesias, algo parecido pero a mitad de camino (“consonante perspectiva”, “olor romo”). Continúan las referencias científicas en las descripciones atmosféricas que hacen del autor un mediocre reportero del tiempo.

¿Quién soy yo para decir que nada me une con la línea de la costa, con la ruta 18 o con la salida 12 donde dicen (y espero nunca verlos) existen centros comerciales en el medio de las más desiertas extensiones donde todo está a mitad de precio y los visitantes llevan 23 pares de tarjetas? Algunos se prometen visitas y vuelven a encontrarse después de no mucho tiempo para volver a comer, como parias, la comida con la mano operando controles a distancia y seleccionando constelaciones y temperaturas entre ruleros incandescentes que destruyen sus habilidades fonológicas más sutiles: hablar bajo, articular sonidos en ángulos rectos y malgastar un eructo que les recuerde, acaso por casualidad, cualquier resonancia con mundos paralelos.

La falsa modestia se ha convertido en el verdadero leit motiv de este pasaje y quizá de toda la obra de Lamata Feliz. Cuántos numeritos de pronto, evidente crítica al consumismo y al sistema capitalista. Aparece toda la saña encerrada de José María Lamata Feliz escupiendo maldiciones e improperios típicos de un resentido. ¡Véase cómo no se resiste a percibir los encantos lumínicos de la meca tecnológica donde le tocó vivir! Quiere confundirnos, escamotearnos una verdad, una revelación que parece que va a anunciar a cada momento. Todo queda convertido en una solapada crítica social. Esta alimentación permanente de las expectativas, esa forma de llevarnos hacia adelante con la promesa de una resolución es el resultado de cierta destreza retórica, de cierta pericia gramatical que nos persuade para seguir leyendo, pero que nos deja en ascuas y esto no debe ser estimulado.
En este punto, quiero volver a manifestar mi honda preocupación ante la posibilidad de que el señor José María Lamata Feliz sea premiado en el concurso de jóvenes narradores. Considero que carece por completo de aptitudes literarias y que sus pocas habilidades se ven gravemente alteradas por conflictos que ni el jurado ni yo somos capaces de solucionar. Lo que es peor, la tendencia de este sujeto por elaborar esta suerte de paraliteratura es una contribución más a la confusión que veo con pavor está dominando todos los espacios de la cultura.
Sepa el señor Dardo Pirotto que me constan, como a muchos, las aventurillas que ha tenido en los últimos tres años (el mismo tiempo que ha ocupado el cargo de asesor cultural) con la señorita Mariela, aventuras que no harán mucha gracia a su señora esposa. Sepa el señor Mario Adhemar Vázquez que me constan, también, sus habituales peregrinaciones por Bulevar Artigas y, últimamente, por la rambla a altas horas de la noche, las cuales tampoco será bien recibidas por su señora madre. Y sepa la intachable señora Marta C. Angulo de Coito que no hay mal que dure cien años.
Sin más, me despido de ustedes confiando en su comprensión y sentido común.
Les saluda cordialmente,
                                                                         Gustavo C. Campbell