Monday, May 20, 2013

Algo así



digo, para no morir de tristeza.

Thursday, May 16, 2013



Me gustaría adaptar esta actividad en alguna bajada del Cerro.


Thursday, May 9, 2013

collar 1


En las últimas semanas, Isabel la peruana se volvió difícil y yo no sentía nada, o casi nada, por ella. En realidad se había vuelto difícil por eso mismo. No sé por qué estuve saliendo después, no sé en qué estuve pensando, no sé por qué no decido las cosas en el momento.
Por no escucharla gritar en el celular le dije que sí, que nos veíamos en el sushi place a la salida de Rahway. Yo odio el sushi y todos los rolls, y el pescado crudo y la salsa de soja y el picante ese, que hace estornudar. Odio todos esos clientes de camisas apretadas. Odio sus conversaciones a media voz y sus medias luces. Ella quería juntarnos ahí seguramente para que yo no me desubicara, porque si hubiera sido en un parking sabía que le daba vuelta la cara.
Igual, apenas me senté le arruiné todo. Le dije que era una pituca y le expliqué lo que era, que en realidad quería ser pituca, porque las pitucas de verdad no vivían en la concha de la madre como ella, sino en Lima y cuando querían viajaban. Que se hacía la liberada pero que era una traumada (hacía tiempo que no usaba esa palabra, a lo mejor ya no se usaba). Se lo decía todo junto para terminar de una vez, antes de que el mozo viniera a levantar el pedido, no quería estar ahí y no me iba a sacar la gorra.
Ella se sintió insultada y empezó a levantarse para irse. Fue entonces que le pedí perdón, falsamente, y empecé a sacarme la campera, pero ella ya había empujado la puerta y salía a la calle hecha una tromba mientras los japoneses del mostrador cortaban pescado rojo.
     La alcancé en la vereda antes de llegar al auto. La agarré de un brazo y le di un beso desagradable, más bien lo intenté. Entonces nos fuimos a las manos y después, para desaparecer de la vista de todos, nos fuimos manoteando entre mis intentos de besarla y los cachetazos de ella, hacia el alley, donde estaba el auto de ella. Yo me ponía adelante para que ella no pudiera avanzar.
Nos pegamos de nuevo contra la puerta del auto, yo intenté besarla de nuevo. En ese momento se abrió la puerta del sushi y salió el japonés. Como seguramente iba a llamar a la policía, me separé y empecé a caminar lentamente hacia el otro lado, hacia mi auto, adelantando mentalmente mis próximos pasos. Me cerré la campera, me ajusté la gorra y saqué los cigarros simulando tranquilidad.
Cuando el japonés cerró la puerta, seguí caminando sin prender el cigarro, no corrí a mi auto, y sin mirar atrás escuché que el auto de Isabel arrancaba haciendo sonar las ruedas hacia la salida 13, obviamente provocándome. Yo no hice sonar las ruedas, pero a la cuadra pasé el límite de velocidad.
Isabel sabía que estaba siguiéndola, iba por el primer carril y pasando por la derecha.

No tuve que insultarla así, aunque en realidad tampoco fue tanto insulto, ni siquiera sabía lo que quería decir “pituca”. Pero tampoco podíamos quedarnos así, teníamos que terminar bien, por lo menos como amigos.
Volvió a salir en la 17 para la casa de ella, lo cual era buena señal, porque vive sola. En realidad vive con unas amigas, pero se van por el fin de semana para no sé dónde. La alcancé entrando al porche.

Aunque nos habíamos gritado todo el tiempo, ahora, entre vecinos, ella no quería gritar, y yo nunca grito. Entonces empezó a hablarme, susurrando con una frialdad ridícula, aferrándose a una calma minúscula como de un clavo ardiendo, reprimiendo su furia en el silencio sepulcral de la noche del suburbio. Pero yo quería hacerla explotar.
Quedé fuera del porche y ella adentro, ella unos escalones arriba, dándome la espalda, paralizada de ira. Subí los tres escalones de una y le agarre una muñeca y ella la sacó violentamente. Luego abrió las dos manos, como advirtiéndome, y las dejó así, quietas, duras como hojas de palmera. Sin darse vuelta, en un susurro agudo y desesperado, me dijo: “¡Por favor, vete ya!”.
Pero no me importaba nada de lo que decía, no me importaba el lloriqueo, ese lloriqueo de siempre. Y cuanto menos me importaba su desesperación, más me gustaba la situación, porque sabía que iba a pasar algo más, algo grande, algo fuera de control.
Se dio vuelta y me miró con esos ojos grandes y azules, porque era peruana pero parecía gringa. Entonces me fue a decir algo, pero se contuvo. Sólo levantó las dos manos, que seguían abiertas como palmeras, amenazantes, y se quedó muda mirándome con los ojos vidriosos.

Me distraje mirando el porche. Había un sofá viejo y una mecedora al lado con la esterilla rota. Contra la baranda, en la otra punta, unas muñecas me llamaron la atención, porque Isabel nunca me había dicho que en la casa vivieran niñas. También había unas botellas vacías de Corona. Le pregunté quién las había tomado. Se dio cuenta de que no le prestaba atención.
“No es asunto... tuyo”, me dijo con el mismo susurro, con el mismo lloriqueo, con las mismas manos abiertas.

No le pregunté quién había tomado las cervezas. Yo no sospechaba de ella, que estuviera viendo a otro tipo, sólo tuve curiosidad porque era un lindo porche, de casa de pueblo vieja, y nos imaginaba a los dos tomando cerveza en el sofá mirando la calle en esa noche.
“¿No querés tomar unas cervezas, acá en el porche, conmigo?”, le pregunté. Pero dio vuelta los ojos y se metió en la casa. Yo me fui atrás.

Cuando subí la escalera, apretada y empinada, vi una pierna de Isabel que desapareció por un costado del primer piso. Luego sonaron las llaves cayendo en una mesa y maulló un gato.
Después sólo escuché el crujido de los pies suyos en el piso de madera que se metían en el apartamento y a medida que se perdían iba escuchando el golpe de los míos subiendo la escalera.
Al entrar al apartamento sentí en la cara el aire quieto y encerrado.

Más se alejaba Isabel de mí y más me gustaba. Me gustaba cómo se iba metiendo en la casa, como huía para adentro de ella misma. En ningún momento me decía que me fuera.
Fue al baño y la seguí. Me miró extrañada, como si pensara que me fuera a quedar esperándola en el living como un pelotudo acariciando al gato.
Salió sin haber hecho nada y al pasar rozándome la agarré de un brazo y le di otro beso, obscenamente. Ella me pegó fuerte en la cara y ahí sí, yo le di vuelta la cara a ella.

No fue con el puño exactamente, fue un cachetazo con la mano abierta y dura, que la empujó dos, tres pasos atrás. Le pegué de nuevo con el revés y la tiré en el sofá, el gato saltó a la mesa.
Cayó de espaldas, asustada. Era la primera vez que dejaba de simular desde que salimos del puto sushi. Tenía el labio de arriba levantado, porque empezaba a gozar.
Me pegaba a toda velocidad, me arañaba la cara y el pecho y me sacó sangre. Yo me iba abriendo la bragueta.
Y me la clavé ahí, mientras le sopapeaba la cara para un lado y para el otro, la mano dura como una madera. Ella ni siquiera gritaba, apenas decía bajito: “no, no...”.
Mientras me la clavaba veía la tele a lo lejos, en el cuarto de ella, que estaba prendida y sin volumen: El Gordo y La Flaca tomaban champagne en una piscina de espuma.