Friday, July 11, 2008

Perdido en la ciudad perdida

Recuerdo las tres veces en que percibí Montevideo desde afuera. Yo no venía del interior del país, sino del exterior. Y no recuerdo el orden exacto en que tuve estas percepciones, tan claras, quizá porque la memoria se encarga aquí de desordenar todos los recuerdos, alucinada por un pasado que se recuesta en la rambla todas las mañanas a esperar un barco llegar en un futuro inconcebible.
Quienes viven aquí dicen que la ciudad atraviesa un período de ruindad física y melancólica. Pero sospecho que viene guardando esta ruindad y melancolía desde su fundación por unos canarios urgidos ante la llegada tarde de sus paisanos españoles (que llegaban después de los portugueses) al mismo Paraná Guazú, ese río grande como mar donde se lamían, y aún se lamen, las lenguas marrones, verdes, plateadas y violetas del agua crepuscular del mundo.

La primera vez que vi la ciudad desde afuera, quizá en un taxi, iba hacia el Sur por esa calle fresca y tupida de Pocitos que es Gabriel Pereira. Y en una de las tantas transversales que le salen oblicuas (porque la oblicua es Pereira) lo vi todo de pronto: la coronación alta y espumosa de los plátanos, una fila más alta y lejana de tipas oscuras, unas palmeras anunciando playas y una calle del ancho exacto de una calle.
Unos cachos de sol caían entre el follaje y entraban en zaguanes haciéndose arcoiris en los biseles y constelando los escalones de mármol que todavía suben en mi recuerdo permitiéndome, por un instante, hacerme cargo de todos los recuerdos de mi infancia y de todos los recuerdos de la infancia de mi viejo y de todos los recuerdos de mi abuelo y así, hasta la fundación del Sur espiritual.
Pero esta introspección, súbita y fugaz, era provocada por la sensación, paradójicamente táctil, de no haber nacido allí: todo era paisaje y emoción, contemplación liberada por todo lo que permite una vida extranjera para darnos a cambio una sonrisa ingenua, la renovación del amor quizá, el eco de lo que dijimos hace tanto tiempo que ya no reconocemos la voz nuestra. Y pensé que sería una linda ciudad donde vivir.
Luego entendí que Montevideo era una ciudad imaginada en los tiempos en que se imaginaban ciudades perfectas en futuros perfectos por unos habitantes que no comprendieron que la utopía sólo puede existir en el presente. Por lo menos así lo había dicho Moro.
Un dato importante de esta visión primera: fue en verano, la mejor estación para visitar la ciudad, pese a los que insisten en decir que la melancolía es invernal, como si la gloria no tuviera atardeceres, como si el olvido no fuera dorado. Si algo identifica a Montevideo en su mejor momento, y el mío junto a ella, es la gran tarde de su estío, cuando el cielo estalla en sangre y esmeralda y la gente va subiendo mansa con la cerveza de a litro en una mano y la silla playera en la otra chancleteando a casa.
Y va llegando con la brisa del mar, mientras salen los vecinos a sentarse en la vereda en playeras iguales y se saludan entre ellos de una vereda a la otra en una propagación que abarca la ciudad. Y se quejan y se ignoran y se ríen y hacen asados en la calle y calientan lonjas y sacrifican un gallo negro y otro blanco al caer la noche y prenden velas.
Y más al norte, unos flacos del Prado (o Belvedere o Sayago) van llenando la mochila de pinturas para trepar como arañas y grafitear los infinitos techos de pizarra de la estación central de trenes, abandonada y sola como una antigua nave espacial hecha chatarra.

La segunda vez que vi Montevideo desde afuera venía en el avión que llegaba de Aeroparque. La fui atravesando toda hasta bajar en Carrasco después de unas turbulencias feroces, los gritos de unos pasajeros, la azafata que cayó contra un respaldo mientras caminaba, aerosol en alto, pulverizando los males del mundo exterior.
Luego la quietud, el Sur silente, las puntas de los eucaliptus y los jardines aún más oscuros por debajo. Más lejos, las cúpulas gemelas, gigantes y mohosas del Hotel Carrasco, la playa ancha y el mar sepia de un balneario aristocrático conservado en ámbar prehistórico.
En el bondi al Centro me recuperaba de los baches del puente aéreo y el alma me volvió al cuerpo con el sol de frente. Los juncales de Camino Carrasco se fueron armando alrededor mío con las guitarras de Zitarrosa que acompañaban a una canción de Zitarrosa cantada por Zitarrosa y el chofer parecía que escuchaba la radio mientras agarraba el volante con los brazos abiertos, ni triste ni feliz: serio.
Yo pensaba en los misterios atmosféricos y en su determinación sobre el carácter y la imaginación de los pueblos y entonces vi, allá adelante, a la ciudad como viviendo por abajo de un campo de fuerza, inmune por completo a las fuerzas del mal y del bien.
Pensé en Ducasse, en ese nativo sin rostro, haciendo estallar las rocas de esta costa en espuma y niebla cada noche, haciéndolas volar en gaviotas y murciélagos, haciéndolas vibrar en luces malas y bordonas de guitarras negras.

La tercera vez que vi Montevideo desde afuera también llegaba desde Buenos Aires. Pero esta vez volví por el río.
Puedo venir desde cualquier lugar del mundo (Brooklyn, Estocolmo, Macchu Pichu o Bagé) que no existe impresión comparable a la primera visión de Montevideo llegando desde Buenos Aires. Porque veo su quietud, su desgano repentino, su orgullo cínico y cómico, su renuncia a esa utopía reproducida en todas esas fotos antiguas que adornan sus McDonalds, su renuncia a ser la prodigiosa, la empleada del mes.
Llegaba en el ferry puerto-a-puerto porque venía de un tiempo largo sin verla, tenía algo de guita y ganas de ver gente. Pero sobre todo porque quería confirmar lo que un amigo me había dicho: “ver la ciudad emergiendo del agua es alucinante”.
Era también un atardecer transparente iluminado de lleno por el sol de la tarde y entonces vi, con regular velocidad, lo que había anunciado la profecía de mi amigo, porque la vi nacer marrón de un mar marrón, como hecha de su barro, como solidificación imperfecta de una fantasía.
La vi pesada y flotante, desvanecida y persistente como un decorado indestructible, como esculpida en roca, como elegida y olvidada por el delirio de alguien. Como la obra de un fanatismo alquímico o masón o de cualquier otra secta, atea ante todo. Porque yo no estaba ante la Jerusalen celeste ni ante la Babel pecaminosa, sino ante Montevideo.
Y a medida que el sol bajaba, la ciudad crecía y se iban oscureciendo las calles y las ventanas y los techos, porque viniendo desde Buenos Aires lo primero que se ve es Ciudad Vieja, que es la plaza financiera y administrativa, y el barrio muere con el día porque la gente la abandona y nadie enciende una lámpara.

Hay ciudades que se cuentan y se vanaglorian escribiendo sus propios libros. Pero éste no es el caso de la ciudad de la gran novela inacabada (quizá nunca empezada), del interminable manual de historia, todo hecho de llamadas a pie, de la antología de todos los poetas suicidas del mundo, de la última carta de los suicidas que no fueron poetas.
Será porque nadie ha hecho de esta ciudad su universo con sus dioses que, sólo aquí, toda la filosofía de la humanidad vuela viva adentro de una bolsa vacía flotando en las alturas rumbo a la cresta blanca de la Antártida. Pero Montevideo sería incluso más que eso si conociéramos algo del indiferente espíritu que la anima, si supiéramos, al menos, qué quiere decir su nombre indescifrable y perfecto.
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Dedicado a irina, el y al warren, robertö, sokon matsumura, fer, sissi, sigmur, agustín acevedo kanopa y zeta.