Sunday, February 8, 2015

elecciones internas


Ese día estaba convaleciendo de una enfermedad misteriosa y sin importancia, enfermedad por la que pertenezco a la Agrupación de Afectados por Enfermedades Misteriosas y Sin Importancia (AdApEMySI).
No pensaba salir esa mañana soleada e invernal. Quería quedarme viendo la sombra de los plátanos oscureciendo intermitentemente las vetas de roble de mi escritorio, vislumbradas apenas entre las tazas con puchos, lapiceras gastadas, encendedores sin gas, alicates oxidados, libros sin tapas, todo en una disposición paralela, en geometrías determinadas por la presencia ordenadora del teclado, hastiado de mis dedos, y del monitor, excepcionalmente apagado.
¿Lo había apagado yo? ¿No lo había prendido de mañana? No podía recordarlo.

La convalecencia había alterado algunas de mis facultades cognitivas y me sobrevino una inquietud excesiva.
Tomado por una serpiente de ansiedad que me estrangulaba el vientre, decidí meditar un rato y hacer contacto conmigo mismo y así, de paso, rechazar por unos instantes la influencia del cosmos y de todos los planetas del sistema solar que me están volviendo loco.
Sin embargo, dudé entre usar el sillón de siempre o salir a la rambla, a un espacio de pasto donde pudiera tener una meditación más completa, más profunda, más regeneradora.
De paso, aprovechaba para buscar, a la luz del mediodía, un lugar donde ubicar mi último stencil, un perfil de Niche, para pintar en la noche vecina. El stencil era una transparencia hecha con tres radiografías de distintas partes de mi pierna intacta, tomadas en uno de los tantos malestares misteriosos que me hacen pertenecer a AdApEMySI.

Era lindo el perfil de Niche, le había hecho salir una llamarada preciosa por debajo de su bigote de coloso. Había hecho una prueba en la pared de mi escritorio, otra en la pared del living, otra en la pared arriba de mi cama y estaba conforme.

Me abrigué hasta el cuello con la bufanda larga y me tapé la cabeza con el gorro de lana que tiene la insignia de la Agrupación en la frente, roja sobre el fondo negro, que me pongo cada vez que hay menos de 15 grados.

Bajé por Convención, hacia el esqueleto de la Compañía de Gas, volado sobre el mar.
Antes de llegar a la rambla, doblé por Durazno hacia el Este mirando fugazmente a mis espaldas, como hago siempre para constatar que allá, todavía, se erguía la esbelta, la enigmática chimenea de ladrillo de la rambla, a la altura de la calle Mariel. Era como el fantasma inmóvil de otro mundo o al revés: la chimenea y su enigma eran lo único verdadero mientras yo deambulaba por el delirio de alguien que no conozco, alquien que puede ser una persona o una multitud.

Esas cuadras de Durazno hasta Julito Herrera no significan nada para mí, porque caminar por esas cuadras de Durazno es como caminar por el corredor de mi casa.

Antes de llegar a la esquina de la rambla y Paraguay, ya veía el semáforo cambiando a velocidades excesivas para el humano: flechas verdes y amarillos titilantes que, en ningún caso, se dirigían a mí.

Y en el cantero del medio, la veo: Fernanda Fortuna, la candidata progresista, repartía listas a los conductores, detenidos brevemente en el cruce.
Ella caminaba entre los autos con un grupo de chicas jóvenes peinadas igual que ella, los rulos marrones, las polleras por arriba de las rodillas, las manos nerviosas de siempre, llenas de ángulos.
Todas caminaban entre los autos como clones, como si los autos fueran a estar siempre ahí parados esperando por todas ellas, como si ellas tuvieran algo sobrenatural, algún brillo, un aura que les permitiera ser distinguidas desde lejos por los conductores —numerosos en ese mediodía de elecciones— para entonces aminorar, algo que sólo hacen los conductores ante semáforos en rojo.

En ese momento, el semáforo se puso rojo para yo-peatón y verde para el-resto-auto. Y en ese cambio del tiempo, Fortuna quedó justo enfrentada a mí en mitad de la rambla. Y fue raro, porque pareció reconocerme.
Yo creo que me confundió con alguien conocido. O capaz que no, capaz que usaba esa sonrisa con fines electorales, esa sonrisa que usan los políticos frente a los desconocidos haciéndoles creer que los conocen.

Empezó a avanzar hacia mí, lentamente. Me pareció que empezaba a abrir los brazos como para recibirme, cuando llegó una 4X4, calzada para el Centro y se la llevó puesta a Fernanda Fortuna, justo enfrente de mí, como en una escena armada para mí.
La vi doblarse de costado, darse la cabeza contra el borde alto del capó y salir catapultada hacia adelante como una bala de cañón, en un gran arco que no terminaba de cerrar (la cámara lenta que percibía en ese momento era una operación de mi mente bañada en adrenalina) como un monigote que daba vueltas y vueltas en el aire, vueltas que siguieron en el pavimento después de caer y rebotar y revolcarse en el piso en un revoloteo de ropa y de pelo y de listas impresas con la cara de ella entre los gritos de los clones de ella, hasta que quedó quieta y boca arriba con los ojos abiertos e intensos, sin perder la sonrisa de las fotos, en un rictus.

Me fui acercando lentamente, arrastrando los pies, estupefacto, mientras la 4X4 frenaba a la cuadra. De adentro bajó un gordo, que salió y caminó, también hacia Fernanda pero arrastrando los pies, muy despacio, muy despacio porque estaba cagado hasta las patas.
Y no sé bien cómo, de golpe yo estuve a la altura de la camioneta. No sé cómo llegué hasta ahí, al lado de la puerta abierta.
   Pude ver, entre los dos asientos, una matera con la calcomanía de Jorge Larrañaga. Y me di cuenta de que el gordo de la camioneta y Larrañaga eran idénticos.

Traté de volver al lugar donde estaba Fernanda, pero ya no alcancé a verla, porque todas sus clones asistentas y la gente que venía corriendo por la rambla rodeaban el cuerpo y, la verdad, ya no podía hacer nada.

Me alejé, hacia donde iba caminando, hacia el Este, mientras trataba de sacarme las imágenes de la cabeza con los rudimentos de mi cirugía mental. Pero complejos, oscuros y tenaces instrumentos espirituales me impedían sacarme de la cabeza una tragedia tal, aun más, le agregaban volumen a las imágenes y después le agregaron peso, cada vez más peso, hasta que ya no pude caminar, exhausto, y me fui hacia un costado y me senté en un banco de hormigón y hundí la cabeza entre las manos.
Sin darme cuenta, los dedos de mi mano derecha empezaron a clavarse excesivamente en el cuero de la cabeza, hasta que volví a algo parecido a la conciencia.
Me incorporé donde estaba, levanté un poco la mirada y, mirando al mar, ubiqué frente a mí los tres dedos que me quedan en la mano derecha, recortados contra el celeste del cielo para recordar quién soy: miembro honorario de la Agrupación de Poetas Creativos A Pedido (AdePoCaP).

Soy miembro honorario de AdePoCaP porque, entre dos y doce años atrás, había escrito dos poemas que anunciaron hechos que luego ocurrieron en la realidad. La Agrupación me hizo socio luego de la segunda “coincidencia”. A su Consejo de Mayores le pareció un gran mérito, me hicieron saber, una prueba del talento infalible de mi poesía visionaria.
Sin embargo, en aquel momento, cuando me consagré, realmente me sentí muy mal ante la sospecha, ante la mirada desconfiada de otros poetas colegas de haber provocado las dos muertes de personajes de la vida política al anunciarlo en dos poemas octosílabos a pedido que ahora no quiero ni reproducir mentalmente.
Luego de la segunda muerte, me pareció imperativo hacer un mea culpa con una performance donde el amigo Riki Tellechea me cortó dos dedos de dos hachazos consecutivos, uno por cada visión anunciada.

Pensé que esto habría sido suficiente para expiar culpas. Ingenuo de mí, que confiaba en torcer la fuerza del destino con una performance.
Porque yo había escrito y leído un mes atrás, en un acto organizado por el Partido Nacional —y con gran éxito por cierto—, un poema donde versificaba, con rima asonante en los versos pares, la muerte de Fernanda Fortuna atropellada por un malón de baguales. Y pese al detalle de la 4x4 en lugar de los caballos, me sentí culpable más que nunca, porque era la tercera vez que anunciaba la muerte de una figura política en un poema. Si las primeras dos veces sospeché que podía ser una visión y no una provocación, ahora estaba convencido de que era yo quien provocaba estas muertes con mi sola inspiración.
Pensé en hablar con Riki para organizar otro mea culpa, pero había dejado el celular en casa.

Seguí caminando al borde de la rambla sin cruzarla, por la vereda del norte, que es la más abrigada, buscando un espacio de pasto donde detenerme a meditar media hora para recuperar una conexión conmigo mismo, una conexión que se había vuelto un hilo endeble después de la tragedia.
Al pasar por atrás del cementerio central, allá arriba del terraplén, descarté la subida por el esfuerzo y por el viento frío y seguí por La Cumparsita, entre plazas que desabrigaban parejitas pobres y otras formas humanoides abajo de los bancos de hormigón.
Pasé la estación de servicio, que emite todo tipo de gases y toda su repulsión de veinticuatro horas, y crucé la calle siguiente hasta pisar los antiguos escalones de ladrillo debajo de unas palmeras altas, viejas y canarias que me indicaron, con leves cabeceos, el sitio donde podía sentarme en posición de loto.
Dije “palmeras canarias” porque las conozco muy bien, es el nombre vulgar de las Phoenix canariensis. Conozco todas las especies del mundo vegetal y animal porque soy naturalista, miembro de la Asociación de Naturalistas Autodidactas Libaneses (AdeNaL).

Luego de un camino de hormigas, me senté cerca de un tronco liso y oscuro, meado durante siglos por los perros de los barrios superpuestos.
Me senté del lado del abrigo, con la cara al sol y sentí algo parecido al calor. Y al sentarme de piernas cruzadas, sobre los muslos sentí algo parecido al frío.
Frente a mí no había nadie, hasta muchas cuadras, hasta el hotel, donde un portero hablaba con un chofer, o eran dos porteros o dos choferes. Y al este, el monumento a Golívar me daba la espalda, montado sobre su caballo de bronce verde, con ese culo gigante como el de una negra de Palermo.

   Miré a mis 360 grados, por un residuo de memoria biológica que comanda toda mi tecnología de tendones humanos y huesos de titanio. Esto me guarda de predadores gigantes: velocirráptors, pterodáctilos, hipercóndores, probables aerolitos. 
Al calzar la cabeza al frente, vi el pedregullo rosado y aplastado fugando hacia el monte de ombúes, después de la calle diagonal, contra los edificios amarillos. Y en esa fuga cerré los ojos buscando, desde lo más profundo de mí, la paz donde poder sumergirme como en azogue.
El camino hacia mi interior no era sencillo, porque me oía invadido de la reverberación de mis más sutiles pensamientos que temblaban y temblaban, como mojarras en un charco donde hundía y volvía a hundir el calderín del silencio.

El descabellado vuelo de Fernanda Fortuna. El cráneo de ella rebotándome por dentro del cráneo tantas veces como rebotaba en el pavimento.

Silencio

No puedo seguir así, no puedo seguir escribiendo poemas a pedido. Es obvio que el poema a pedido resulta siempre funesto, pobre mujer.

Silencio

Tengo que evitar la tentación o me voy a quedar sin mano.

Silencio

El poema a pedido no trae ventura.

Silencio

La poesía es un arma cargada...
Ella usó mi cabeza...
Un misil en el placard...

Silencio

Silencio

No estableceré ningún pacto con la poesía ni conmigo mismo ni con respecto a nada. No estableceré pactos, hasta no reconocer la palabra “traición”, aunque sea traicionado. No voy a traicionar. ¡Pero si pudiera no traicionarme..., pero cómo renunciar a mi fama de Poeta Adivino!

Silencio

Responderé a la traición ajena con odio inconsciente y automático. Me liberaré de la traición reconociéndola sin nombrarla. Reconoceré al traidor por la cara, la cara que habla sin que yo escuche.  

Silencio

Tengo que seguir caminando, tengo que encontrar el lugar para el stencil de Niche. Tengo que salir esta misma noche.

   Niche, noche, niche...

Silencio

Quedó lindo con la llamarada que le sale del bigotón.

Silencio

XXX

Silencio

XX

Silencio

X

Silencio

Silencio

Silencio

Entonces, por detrás del silencio de mi cabeza, se agregó un silencio verdadero, un silencio exterior a mí, en una paz tan inmensa que no conocía, que nunca había tenido en mis meditaciones anteriores, empero una paz tan grande que resultaba fúnebre. Era un silencio tan cerrado que posiblemente el mundo ya no estuviera ahí, ni el mar ni el viento ni los autos de la rambla ni las gaviotas.
Cuando sospeché que era yo el que no estaba ahí, abrí los ojos.

El pasto era exactamente el mismo que había visto antes de cerrarlos. Pero tenía la convicción completa de que el tiempo era el segundo apellido de alguien que apenas conocía de vista y que todo lo que veía era el paisaje en la foto vieja de una familia inexistente. De pronto, desconocía todo lo que estaba pasando, viendo y escuchando.
Veía los brotes nuevos en algunas zonas del pasto que ahora, con la sensibilidad generada después de un tiempo inestimable con los ojos cerrados, parecían fluorescentes. Sentí su ternura en las córneas y en los nervios ópticos.
Luego fui subiendo la mirada hasta el sendero de pedregullo, que fugaba a la isla de ombúes contra los edificios amarillos.
Y en otra mirada de 360 grados, fui viendo hasta donde me alcanzaba la vista: no había nadie en ningún lado, ni autos ni bicicletas ni personas. Todo estaba ahí, igual que antes, pero desierto de seres humanos, con excepción de mí.
Me toqué el tronco y las piernas para confirmar que la visión de mí mismo no era una alucinación. Y así, lentamente, fui saliendo de la meditación cerciorándome de que, yo, estaba ahí.
Sentí una mezcla de tristeza y resignación simultáneas. Porque si bien conocía toda esa gran escena, si sabía de memoria todo ese gran paisaje profundo e íntimo, al mismo tiempo me resultaba increíblemente lejano, inalcanzable, como que no podía tocarlo.
Quizás en el pasado había vivido ese momento y ahora se desprendía de la memoria del mundo (todo concentrado en mi cerebro) para convertirse en el decorado inamovible de mi propia vida revelándola de pronto extraña, desconocida, como una obra de teatro que se quedaba sin público en la mitad mientras la gente -buscando un taxi, entrando a un bar o escribiendo mensajes- tampoco recordaba lo visto.
Yo mismo podría haber creado ese paisaje en algún sueño, y ahora se desplegaba en tres dimensiones prolijas, todo sumergido en una tenue y persistente atmósfera blanquecina y algo ocre.
Provisto de una visión nueva, veía cada una de las veredas y canteros y bordes de pasto con gran aumento, porque ya conocía cada milímetro de vereda, calle, cantero o tronco, desde siempre, desde que había empezado a caminar, primero con mi familia, luego con mis amigos, luego con mis amigas, luego con mis hijos y luego solo. Y esa soledad final e inesperada partía mi vida en dos: la de adentro y la de afuera de mi cuerpo, sin encontrar vínculos, apenas puentes momentáneos, conexiones efímeras como las que establecía en las meditaciones.
Era posible, entonces, que en esta última meditación, la soledad de adentro hubiera poblado todo afuera, que la soledad de adentro se hubiera derramado por el pasto y por la rambla y por las escaleras de granito y entrado al mar llevando mi amargura hasta después del horizonte.
La rambla y el mar se abrían ante mí como un sueño más grande, más nítido, más tangible que la realidad (si es que existía). Visualmente todo era nítido, claro, prístino, y cada cosa, piedra, pájaro, botella o planta irradiaba idéntica intensidad. 

Me fui levantando, muy lentamente. Empecé a caminar, también muy lentamente, por el mismo cantero por donde había venido. Y volví a pasar por encima del camino de hormigas, que ahora era más ancho y estaba desbordado de hormigas más grandes y más rojas y más brillantes.
Las hormigas atravesaban el pasto en un surco tan profundo que se hacía túnel por momentos, hasta alcanzar el pedregullo del camino y cruzarlo también, en una zanja, y entrar en el cantero siguiente y perderse atrás de un banco de ladrillos, que terminaba en un remate alto, también de ladrillos, donde descansaba una garza en una pata y con el cuello doblado, sin levantar vuelo al verme.
Detrás de la garza había otra, parada en el pasto, y después otra y otra. Era una bandada gigante que aparecía según yo barría el paisaje con la mirada. La bandada se derramaba espectral en estatuas iguales, todas mirando para el mismo lado, para el mismo sol de la tarde, tan cálida de pronto.
Me saqué la campera, la bufanda y el gorro de AdapEMysI.

Pasé de nuevo por atrás del cementerio mirándolo allá arriba. Y desde más arriba todavía, desde el cielo mismo, escucho un estruendo de gaviotas enloquecidas que surgió de pronto, como si prendieran de golpe una radio pasada de volumen. Era el primer sonido que escuchaba después de la meditación.
Pero en el cielo no había ninguna bandada de gaviotas ni nada, solo la hilacha perdida de una nube. Eran gaviotas que habían existido tiempo atrás, o que estaban por existir, y yo captaba una parte incompleta de una escena perdida en un rincón del presente. Perdida por mí seguramente, ¿pero cuándo?  
Esta vez tampoco trepé al cementerio. Doblé antes y subí por Domingo Petrarca huyendo del graznido. La subida empinada me hizo volver al pasado, a un pasado mucho más lejano que mi nacimiento.
El repecho me recordaba la loma que existía por debajo del trazado de las calles y las cuadras, inmovilizada por debajo de las redes de cables y de caños y de cimientos que se hundían en la tierra desviando las cañadas subterráneas, cañadas que un chamán guenoa había identificado, en un monólogo en trance, como criaturas humanas que buscaban alcanzar, por los puntos de menor resistencia y horadando, la inconmensurable calma del estuario.

Desde la cima de los paredones viejos y más altos que las casas de enfrente, escuché un parloteo, un movimiento, pequeños pasos que iban y venían. De pronto asomaron varias cabecitas de monos inconfundiblemente capuchinos: unos con cabeza y torso blancos y el resto del cuerpo negro; otros con cabeza y torso negros y el resto del cuerpo blanco; otros con líneas blancas debajo de los ojos como pinturas de guerra, y otros con manos y antebrazos negros, como guantes largos sobre un cuerpo dorado y flexible. Por momentos parecían basquetbolistas.
Todos tenían una expresión típicamente humana: un interés disimulado de indiferencia que fui adivinando como una cautela instintiva. Los monos ocupaban toda la cima del paredón, pero a medida que avancé hacia Gonchi Ramírez, los monos desaparecieron.

Poco antes de la esquina con Gonchi descubrí, en el muro del cementerio, junto a un revoque grueso y saltado que dejaba ver unas piedras grandes y redondas, un stencil de Niche del que le salía una llamarada roja por abajo del bigotón. Sobre la llamarada se desplegaba una leyenda de inquieta tipografía: “Dina Mito”.
Me quedé mirándolo un rato. No recordaba haberlo hecho yo, pero me sentía satisfecho de verlo ahí, con el perfil en negro y la variación de la llamarada en rojo.
El stencil era el vestigio de un mundo que pudo haber sido mío pero que finalmente no había llegado a conocer después de la meditación, que habrían sido mis manos las que pasaron el aerosol rojo y el negro por la radiografía calada en la otra vida, que estaría siguiendo también su curso incierto.
Y ahora lidiaba con una personalidad y una presencia de ánimo que me parecía estar descubriendo por primera vez en este curioso extrañamiento de mí mismo. Yo mismo me abandonaba y me veía de afuera sin abandonar mi cuerpo y a la vez integraba la existencia de todo lo que estaba afuera, vivo o inanimado, extendiendo los límites del alma en una especie de ultramar que sentía propio y ajeno a la vez. Y en esta extensión seudopódica de mí, también veía lo que yo abandonaba o me iba abandonando: todas las vidas anteriores más todas las vidas que había descartado para llegar hasta donde estaba. Esta omniciencia me hacía distinguir las posibilidades, los caminos y sus desvíos correspondientes, todos los otros destinos, tantos que era imposible distinguirlos. Entonces recorría mi omniciencia sin ningún afecto y veía con toda precisión esas vidas no realizadas sin establecer contacto con ellas, bajo la mirada mía y la de los animales con los que me encontraba intermitentemente, porque a través de ellos también podía ver todo.

Doblé por Gonchi hacia el Centro, volvía a mi casa instintivamente. Quizás esperaba encontrar algún refugio en una ciudad que no ofrecía ningún peligro porque en realidad no ofrecía nada.
Pasé por la fachada del cementerio. Me detuve frente al portón gigante de hierro. Traté de ver, entre las curvas y los espirales forjados, la concentración de gaviotas que había escuchado por el lado del mar. Tampoco distinguí los monos capuchinos después de los cipreses altos y oscuros en los patios sucesivos.

Ahí parado, mirando el panteón allá, atrás de la sucesión de tumbas y de estatuas, sentí que, desde algún lugar, alguien me estaba mirando a mí.
Percibí la mirada posada en el cuerpo hasta llegar a verme a mí, porque me estaba viendo desde afuera: agarrando las rejas cerradas y tratando de abrirlas. Desde algún costado del panteón y habilitado por mi omniciencia, me veía desde quién sabe qué otra bifurcación de mis probables vidas, o vidas después de esas vidas.

Aunque sospechaba que la situación no tenía vuelta atrás decidí, pese a la prescripción conocida de establecer intervalos considerables entre meditaciones diarias, silenciar de nuevo mi mente para ver si, en una de esas, las cosas podían volver a la situación previa a la última meditación, cuando pasaba frío en la calle y era miembro de AdApEMySI.

Bajé un poco más por Gonchi y me senté en un banco de la placita donde está el busto sin brillo ni sombra de Carlitos Gardés. Fue curioso, porque no pude ver nada a través de los ojos de aquella cabeza congelada, como si estuviera hecha para no ver ni escuchar nada ni establecer ningún vínculo con nada. La cabeza era un punto que no permitía ver lo de afuera ni lo de adentro, un hiato, una zona densa y sordomuda, ciega de toda existencia, nada.
Pensé en sentarme en la calle misma pero, si efectivamente volvía al mundo anterior a la meditación, era probable que fuera atropellado por el primer taxi que doblara por Cuareim. Así que me senté en el banco cerca del monumento, con las piernas casi paralelas, apenas abiertas, las manos apoyadas sobre los muslos, la cabeza algo levantada para efectuar la rotación de 360 grados de rigor para avisarme de los predadores.
Al calzar la cabeza de nuevo, cerré los ojos manteniendo en la mente la última visión del repecho de Cuareim. Empezaba a buscar, desde lo profundo de mí mismo, el calderín de silencio como la última oportunidad de volver al mundo anterior.
Pero si esta versión extrañada de la vida era la existente, ¿por qué habría de querer volver a otra vida anterior? ¿Por qué no poder entregarme a lo que me era dado? ¿La omniciencia era una bendición o un castigo? ¿Era el castigo a una traición a mí mismo que me vedaba toda posibilidad de compañía mientras me mostraba vistazos de lo que no habría de vivir nunca, de lo que ya no habría vivido? ¿Quién administraba estas decisiones?

Silencio

¿Yo?

Silencio

Yo

Silencio

El stencil de Niche

Silencio

¿Dónde estaban las gaviotas? ¿Quiénes estábamos enterrados en el cementerio que aún no lo sabíamos? ¿Eran las gaviotas las futuras almas que se revelaban? ¿Sus graznidos eran las voces deshumanizadas de unas vidas entre las que me era, sería y/o habría sido atribuida una, dos, cuántas?

Silencio

Las cabezas de los monos

Silencio

Silencio

Silencio

Pero no llegó el silencio, sino un temblor soterrado, cansino y persistente, un temblor que aumentaba según yo intentaba cubrir todo el mundo con la mente y en lo que se iba convirtiendo, al final, en un desmán de mi parte, en una sobreactuación, en un manotazo de ahogado mental.
El temblor que escuchaba se volvió cada vez más cercano y el silencio se fue disipando de mi mente entre tropezones, resoplidos, roces y unos gemidos desconocidos me indicaron que la calle estaba siendo invadida por un rebaño de algo que no alcanzaba a distinguir y que no quería ver para no abrir los ojos y perder la concentración y la posibilidad de volver a mi vida anterior. Pero los ojos se me abrieron solos.

Al principio no pude distinguir qué eran. La retaguardia del rebaño ya iba a una cuadra subiendo por Cuareim y pasando Durazno, internándose en la galería ojivada de plátanos. Eran unos culos grandes y marrones, cientos, pero no alcanzaba a verles la cabeza a ninguno. Hasta que uno de los animales del final se detuvo y levantó su trompa de tapir en un extraño llamado, o saludo, que me decía que, yo, iba a seguir allí hasta el final del tiempo.
Quedé paralizado, inmovilizado por el mismo aire que me rodeaba, adentro de un chaleco de fuerza hecho de enajenación e indiferencia. Yo era la única conciencia existente en todo lo visible y lograba detectar y vivir la conciencia indiferente de todas las otras cosas, en un castigo infinito.
Por la bajada de la calle llegaron las bostas redondas para decirme que volviera a la rambla.

Empecé a bajar hacia el mar con la mente tomada por un tornado de pensamientos que arrasaba todo lo que veía convirtiendo todas las cosas en otras, hasta revelarme su origen mismo, las razones originales que las habían creado.
Las botellas vacías y rotas brillaban contra los cordones de Gonchi Ramírez como los restos de una última fiesta, acaso celebrando la bacanal del fin del mundo.
Esa bacanal había existido, efectivamente celebrando la extinción del mundo conocido, pero nadie supo que el mundo no se terminaba sino su raza, y que todo iba a quedar así, impávido, en una burla de desprecio a sus planificadores y constructores y habitantes por haber hecho los edificios tan feos, por haber ignorado el murmullo de los árboles almados y los suspiros altos de las palmeras, despreciando los patios con un sol adentro que fueron cegando con techos de zinc y bloques grises y piedras lajas, huyendo del horror criado entre malvones abandonados y revividos cruelmente en canciones que nadie cantaba porque eran canciones compuestas justamente para eso, para que lo muerto siguiera muerto vaciando el tiempo de tiempo.
Entre los terraplenes despeinados, sobre el fondo de las altas paredes fósiles del cementerio, los bloques de viviendas a medio hacer me resultaban tan empecinados por existir muertos, todos habitados de palomas grandes como águilas y gorriones grandes como palomas, y me resultaba tan obsedida la población que insistió en levantarlos, tan desesperada por construir lo que la ciudad había pedido no tener nunca y que clamaba, en un aullido que podía oír adentro mío, no existir, no ser, o ser liberada ella misma a la acción desintegradora, infinitamente justa, de las radiaciones cósmicas como una lluvia kármica, como revelación indesmentible de una ausencia completa y natural que nadie había querido respetar.
Sin nadie dispuesto a no existir, los bloques abandonados eran la prueba de un acto de colosal desobediencia, el rastro último de una cobardía colectiva, ya que todos habíamos evitado dejar a la ciudad librada a su voluntad, que era el abandono, una voluntad que se revelaba ahora en su parálisis como el reflejo condicionado de una rana muerta, su insistencia desmayada por reproducirse eternamente en la imagen que creía tener de sí misma —todavía activados los reveladores— en sus fotos viejas, en sus daguerrotipos partidos al fondo de cajas de madera podrida.
Ahora yo veía el engaño, la trampa al solitario-colectivo, la ceguera vecinal, veía la fabricación, en las mentes reducidas de los antiguos pobladores —reducidas  por los disparos últimos de sus pantallas móviles, flexibles y de todos los tamaños— de unos jardincitos inconcebibles que alguna vez soñaron con regar como si hubieran sido las calles que aprendieron de memoria en revistas satinadas que enseñaban a hibridar tulipanes, a enredar de nuevo enredaderas y a podar estrellas federales que no reconocían como propias, porque todo era confusión.

De entre los pastizales saltó una perdiz huyendo de mí, grande como una gallineta, en un vuelo recto y sonoro como el de un insecto, como si tuviera un motor. Y se perdió entre los penachos altos de las pajas bravas que partían las planchadas agujereadas por charcos donde nadaban unos insectos grandes y brillantes como cucharones. Y a medida que seguía bajando hacia la rambla, sentía que bajaba hacia el fondo de mí, hacia el fondo de un abismo que venía evitando todo este tiempo distrayéndome en la visión ocasional de mis probables vidas vislumbradas desde mis bifurcaciones y desde la mirada de todo lo viviente. Y podía entrever que no habría de tener más estos avistamientos sino que iba a adoptar las identidades que me fueran impuestas a saco y que esa adopción forzosa, sorpresiva y misteriosa era, a la vez, la constatación última e inútil de que ya no habría de presenciar mi vida desde ningún punto de vista, desde ninguna perspectiva. De aquí en más sería algo parecido a todas las cosas, a cualquier cosa, es decir, a lo que me tocara ser en aquel mundo donde todo era yo mismo en aquel mediodía de elecciones tan repentinamente cálido.

Todos tenemos el mismo nombre, que es el mío. Todos los lugares son el mismo, que es este. Todos los momentos son ahora y siempre, vacíos de tiempo, que no existe.

Casi cayéndome por las rampas de hormigón entre los edificios altos y anaranjados voy viendo, a lo lejos, la mancha cuadrada de la 4X4. Era el único vehículo en toda la rambla, estaba en el mismo lugar del accidente.
La puerta del conductor seguía abierta y, más adelante, a unos veinte metros, la mancha alargada de Fernanda Fortuna iba adquiriendo el volumen y las sombras de su cuerpo intacto, en la misma posición boca arriba, con el rictus sonriente de mi última visión.
En el momento en que la estoy mirando a ella, lo veo a él: al candidato nacionalista Jorge Larrañaga.

Estaba parado ahí, recostado contra el frente de la camioneta, en carne y hueso: vivo. Y me estaba mirando desde lejos, me estaba esperando. A través de él no podía ver nada, como me ocurría con los animales.
Tuve algo parecido al miedo pero, por otra parte, era la posibilidad de establecer contacto con un ser humano, aunque fuera conocido de la tele. En cualquier caso, algo me resultaba familiar también en esta situación.

Larrañaga estaba recostado contra el auto, con las piernas estiradas y cruzadas, con los brazos cruzados también y la cabeza algo ladeada, los ojos entrecerrados, midiéndome.
En la cara se le abrió una sonrisa enorme y desencajada como si no estuviera acostumbrada a sonreír. Y con la voz característica de Jorge Larrañaga me dice, sacándose una mano del codo y señalándome con el índice, como desde la tele:

Hola, te habla Jorge Larrañaga.

Hola, le respondo.

Antes que nada —me dice, girando un poco la cabeza para mostrar el otro costado— te pido disculpas por robarte unos minutos de tu tiempo. Pero creo que puede interesarte.

Yo miraba para los costados instintivamente. No sabía si huir o quedarme ante aquella aparición. Pero antes de decidir, él siguió.

Te voy a hacer una propuesta que seguramente no te dejará indiferente —y volvió a sonreír gélidamente-. Te voy a proponer algo que te hará pensar en cosas que no pensaste nunca antes, considerar de nuevo muchas de tus convicciones que creías acendradas, fijas, inmutables.

A... de... lante, Larrañaga.

Quiero que entiendas que yo, Jorge Larrañaga —y se puso las manos sobre el pecho—, que he dado la vida por el Partido Nacional (y me siento con el derecho y principalmente en el deber de hablar en nombre de todos los nacionalistas) tenemos muy en cuenta que has sido el único responsable de la muerte de la candidata progresista Fernanda Fortuna, lo cual nos ubica en una situación desventajosa, delicada, muy comprometida...

Verá, Larrañaga, yo...

...de la que ya hemos deslindado responsabilidades gracias al asesoramiento de los más prestigiosos juristas del país! -dijo esto levantando el dedo índice y las cejas al mismo tiempo.

En una mezcla de rabia y resignación, pude decir:

Pero ustedes... me pidieron...!

Larrañaga quedó brevemente callado mirando para abajo con las manos juntas, como rezando. Luego las abrió como la cola de un pavo real y volviendo a la sonrisa imposible, siguió:

Es cierto, el directorio del partido te solicitó, tiempo atrás, un poema para recitar en nuestra convención (con verdadero suceso según recuerdo) la composición y recitado de un poema... orto... orto...

...octosílabo.

Exactamente. Ahora bien, me siento en la obligación de comunicarte, en el nombre del Partido Nacional y de todos nuestros antepasados, que hemos decidido cerrar filas frente a este tema y condenar frontalmente tu poesía destructiva...

¡Pero Larrañaga...!

...porque los procedimientos “mágicos” —hizo el signo de comillas con los dedos— están completamente reñidos con nuestra tradición democrática y, sobre todo, con la tradición más importante de todas ¿verdad?: la de ser verdaderos uruguayos.
Y señalando para arriba, agregó, casi en un susurro:

¡La única magia que aceptamos es la de Nuestro Señor!

Volvió a sonreír gélidamente.

Es cierto también, y me corresponde reconocerlo, que debimos haber hecho una búsqueda más exhaustiva de tus antecedentes. Sin embargo, esta desafortunada omisión no te exime de la responsabilidad de este lamentable deceso, aun tratándose de una figura que se encuentra en nuestras antípodas ideológicas como todos sabemos, pero que respetamos como siempre hemos respetado a nuestros adversarios en la sociedad abierta y plural que siempre promovimos y defendimos. Por esta razón, seguramente no estás posibilitado a negarte a mi propuesta.

Lo estoy escuchando.

Concretamente, me interesaría mucho tu participación en nuestra agrupación...

Estimado Jorge, yo YA pertenezco a varias agrupaciones, de muy distinta naturaleza y posiblemente...

...y como ya sabemos, son tiempos de políticos adivinos, ¿no es cierto? Sin ningún lugar a dudas, tus talentos adivinatorios innatos podrán servirme para llevar adelante mi propuesta, la cual, como se sabe, es de vital importancia para el futuro del país. Pero por favor, no tomes esto como una amenaza sino como un hecho consumado porque, de no aceptarla, te verás interrogado por los inspectores de la Dirección Nacional de Adivinación. Seguramente tendrás pocos argumentos a tu favor, dados tus conocidos antecedentes —y me señaló con la cabeza la mano de los tres dedos.
Por lo tanto, no te estoy animando a que te unas a mis filas, estimado correligionario, sino que te conmino a que te unas a mí, a mí mismo, a mi persona física.

...

Sí. Quiero que te conviertas ahora mismo en alguna parte de Jorge Larrañaga de tal forma que, a mi comprobado éxito político, se le sume también tu capacidad adivinatoria.

La facilidad de palabra de Jorge Larrañaga me impedía desprenderme de aquella maquinaria de seducción política, con todas sus amenazas y sus ansias enloquecidas de poder.
En ese momento, Jorge Larrañaga se incorporó de la camioneta y avanzó hacia mí con la sonrisa grande y chata y con los brazos abiertos. Y antes de que yo pudiera hacer nada, logró abrazarme y logró incorporarme, demasiado rápidamente, a él, creo que por abajo de un brazo.

Me convertí en todo Jorge Larrañaga. Mis nuevos brazos gordos intentaron asir el espacio del aire donde había estado mi yo anterior. Fue como querer agarrar gallinas.

Con el impulso casi me caigo para adelante. Sería por el nuevo peso y volumen adquirido luego de la transformación en un político de mi talla que el equilibrio no lo recuperé fácilmente, pero supe adaptarme.

El peso extra me resultaba nuevo por un lado pero, por otro (sería por ese flaco que todos llevamos dentro) me adaptaba bastante rapidamente a mi nueva dimensión de candidato presidenciable.

Lo más importante, tenía una nueva conciencia, una nueva luz sobre mi vocación política, una conciencia sutil de mi carrera. Las recién agregadas capacidades poéticas me hacían percibir, con sensibilidad microscópica, todos los comportamientos del mundo en todas sus escalas. Tenía un mapa completo y denso de la situación, por decirlo así, al tiempo que desconocía por completo lo que estaba sucediendo. No alcanzaba a distinguir hasta donde iba el poeta y hasta iba donde yo.  
Esta nueva faceta, poética, curiosa, investigadora, a todas luces invocatoria, me puso en cuestión a mí mismo, a Jorge. Me interpeló en mi condición de zoon politikon al tiempo que me impulsaba a seguir adelante en la comprensión de un mundo que se mostraba ante mí para ser guiado por mí, en el sentido del verdadero progreso, tan esquivo a la especie humana en esta zona del planeta, principalmente en estas últimas décadas de confusión. Todo era tan claro y desolado.

Mi nueva condición de poeta adivino quedó tan incorporada en mi cuerpo de Jorge Walter Larrañaga García, que logró arrebatarme los dedos meñique y anular de la mano derecha. Pero era un sacrificio que debía asumir con entereza y gallardía por el bien del futuro del país.

Y así, contemplando mi nueva e incompleta mano de político adivino quedé enfilado, presentado hacia la placita de juegos infantiles y canchas de fútbol que está delante de la compañía del gas y que ahora podía ver muy bien y panorámicamente, como un gran telón de fondo iluminado y diáfano desde la esquina alta que hace la rambla con WILSON FERREIRA ALDUNATE.
Desde allí pude ver, bajo el sol magnífico del inesperado mediodía, el extraño paisaje que se desplegaba cerca del Dique Mauá. (Es decir que el sol estaba subiendo al firmamento desde el poniente, o Este y Oeste habían cambiado sus lugares).
Habrá sido porque la mayor parte de mi vida la pasé en establecimientos rurales, que hasta ese momento sólo me había conmovido con los relinchos lejanos en los atardeceres, con los silbidos potentes y susurrantes de los búhos blancos, con el mimético revoloteo de los dormilones al caer el sol sobre la orilla argentina del río Uruguay, que esta visión de la ciudad me dejaba sin palabras.
Todo el parque para niños y las canchas de fútbol y de basket por delante del edificio en ruinas, todos los espacios grandes de pasto crecido y salpicados aquí y allá de esculturas extraterrestres, estaban invadidos por una colonia inmensa de elefantes marinos, gigantes y brillantes bajo el sol cenital. Me maravillaba hasta el delirio ver la manada de estos pinípedos que no recordaba haber visto ni en las figuritas de Vida y Color que juntaba allá en mi querida Paysandú, pero que mis recién adquiridos conocimientos como naturalista me permitían clasificarlos claramente como eso, pinípedos, los más grandes desde el comienzo de los tiempos, e incluso clasificarlos de acuerdo con el filo, la clase, el orden, la familia y el género. Sí: mirounga leonina, hermoso nombre que seguramente le ponga a la primera yegua que me compre este año.
Cerca de la fila de subeybajas, dos machos levantaban sus troncos fusiformes rematados en hocicos elongados con los que se daban coces y mordiscos feroces entre rugidos terribles y chorros de sangre bajo la mirada resignada, temerosa ocasionalmente, distraída otras, de cientos de hembras aullando para orientar el paso ciego de sus cachorros negros mientras otros machos más jóvenes aprovechaban la distracción de los grandes dando rodeos y moviéndose, reptando como orugas colosales que dejaban ver las ondas vibratorias de su interior graso y fofo y abundante.

Con mis nuevos poderes, quise ponerme en contacto telepático con estos machos jóvenes que —intuía— podían tener mayores inquietudes o menos resquemores hacia la actividad política. Considero que los animales deben ser considerados también como zoones politikones puesto que también los homínidos sufrimos durante siglos la creencia infundada de poseer una mente obtusa que apenas nos daba para fabricar agujas de hueso. Y no fue así. Y todos debemos dar nuevas oportunidades, confiar en el futuro, ese desconocido, y pensar no en una democracia para todos los hombres sino para todas las cosas, animadas e inanimadas.
Por otra parte, el Partido Nacional se ha caracterizado desde su fundación por la renovación de sus cuadros, tarea que hemos llevado siempre con convicción y honestidad, por lo cual no debe verse, en mi intento de reclutamiento de los ejemplares más jóvenes, un oportunismo de nuestra parte, es decir, tomar provecho de algún resentimiento hacia los machos viejos porque a los jóvenes no les permitieran tocar una sola de las cien hembras bañadas en feromonas.

En este esfuerzo telepático, pude encontrar, en algún lugar de mi percepción extrasensorial, unas oquedades invisibles hundidas en el espacio, dominadas por un evidente magnetismo sexual que partía de allí mismo, es decir de mi interacción con el harén. Yo era un atractor al tiempo que las oquedades recibían cientos de radiaciones sexuales desde el exterior y de signos inquieta, violentamente opuestos.
Durante minutos aciagos y sudorosos intenté permanecer a la puerta de estas oquedades cósmicas para ver si, en una de esas, lograba un cierto intercambio de información. Pero debí abandonar la tarea cuando las elefantas empezaron a arrastrase hacia mí, flanqueadas por los machos jóvenes, es decir hacia quien seguramente reconocían como su líder natural lo que provocó, como se entiende, la inmediata reacción de los machos grandes, que abandonaron la pelea y comenzaron a avanzar también hacia mí como dos babosas gigantes y enloquecidas.
Toda la colonia empezó a subir el repecho de la rambla a una velocidad mayor de la esperable. Y mucho antes de buscarles telepáticamente el odio ciego en el cerebro a los dos machos líderes (porque se veía de lejos), corrí por donde había venido hasta alcanzar la 4x4, subí y cerré la puerta de un portazo. Esto provocó el detenimiento súbito de la colonia.

Todas y todos pegaron la vuelta lenta y cansinamente, los machos viejos con los cuellos levantados y airosos, hasta que, ya en su sitio original, volvieron a darse coces y mordiscos.
Esperé cuarenta y ocho horas hasta que la colonia se fue, zambulléndose de a poco en el mar crecido hasta el borde de la rambla. El sol seguía en el mismo lugar, porque todo el firmamento era un decorado tan perfecto que también emitía calor.
Durante todo ese tiempo, no dejaba de contemplar el cuerpo inerte sobre el suelo de la desafortunada Fortuna.

Oh Fernanda, cómo sufría al verte así, paralizada en tu imagen más conocida, tan ausente en tu compenetrada sonrisa progresista. Qué inédita emoción me sacudía este, mi mentón firme, al ver que alguien te había dejado dos monedas de diez pesos sobre los párpados.
Al tomarte de la espalda y de las corvas para levantarte, las monedas cayeron sobre el asfalto con un ruido ahogado, rodaron cada una por su lado hasta quedar acostadas, una junto a la otra, a la misma distancia que mantenían sobre tus ojos, como una perpetuación de tu mirada, como si todavía me estuvieras mirando, como si me preguntaras si había sido yo el que venía manejando la 4X4 cuando cruzaste la rambla, distraída por mi yo anterior que esperaba en el semáforo, de tal forma que, ahora, yo era de nuevo responsable de tu muerte como conductor, duplicándome la culpa, ubicándola entre dos espejos paralelos que la reproducían hacia los costados hasta difuminarse en el infinito en una extensa y grácil curva, como una hélice toda hecha de naipes, de cartas superpuestas de las que debía adivinar su revés, acaso para identificar el arcano que, al menos, me nombrara sin sombra de dualidad, sin posibilidad de partir mi vida al medio, sin repartirla en oportunas bifurcaciones que resultaban lastimosas cuando lograba detectarlas desde el futuro como una distracción para evitar el presente. Como siempre, el pasado era un racimo doloroso de posibilidades descartadas, un caleidoscopio roto, un abanico abandonado en una antigua casa de balneario.
Pero al tomarte y levantarte, no te doblaste. Estabas rígida por el rigor mortis, y no pesabas nada. Eras como una talla en madera balsa, como una escultura de plástico hueca. O quizás era sólo mi fuerza descomunal por la que soy conocido (una vez di vuelta un toro por los cuernos).

Te llevé y te puse así, rígida, con la cabeza apoyada en uno de los bordes de la caja de la camioneta, como un maniquí. No sé, yo pensaba que, en algún rincón de tu existencia, aún veías el paisaje en el camino a tu entierro, iba a darte cristiana sepultura, como corresponde a un hombre de mi integridad y de mi fe.
Mi cabeza era tomada por una imagen tuya que había quedado encerrada en mí sin saber si había sido un verdadero registro o un invento mío que, en cualquier caso, te fabricaba ahora con un afecto perdido o desusado, revelándote un hálito mórbido que te hendía el cuerpo a todo lo largo, como si estuvieras plegada por una debilidad, como si estuvieras debilitada por un dolor, dolorida por un deseo que no encontraba consolación en ninguna parte del cosmos ni de ninguna religión, como tomada por el fantasma de una fantasía que te venía estrangulando invisiblemente con cada militante que ganabas en cada uno de tus discursos, tan articulados, tan correctos, tan biempensantes al punto de que lograste avergonzarme de mi propia carrera política, que siempre había creído solidaria con los más desfavorecidos en algún remoto punto, a mí, parado en la última fila de cada uno de tus actos barriales, empresariales y académicos disfrazado con sacos de lana, bufandas con flecos y barbas postizas. ¡Oh, Fernanda, perdón!

¿Perdón de qué, Jorge? —preguntó una voz a mis espaldas.

La voz la conocía. Y era la última voz que quería oír en ese momento: la inconfundible voz del pendejo de Luis Alberto Soy: Lacalle Moe.

Te estoy hablando, Jorge. ¿Perdón de qué?

Me lo preguntaba con su voz aflautada, impertinente, inmadura. Sólo la disciplina partidaria pudo obligarme a responderle al imberbe.
Lentamente me di vuelta y lo vi, con su altura pequeña, sus ojos pequeños y sin expresión, la boca abierta en una sonrisa naturalmente insultante, su jactancioso pelo lacio y rubio que haría las carcajadas de peones y capataces.

Mirá Albertito le digo, yo atropellé a esta mujer unas horas atrás y tengo que hacerme responsable cueste lo que cueste.

Le dije esto mientras extendía mi brazo en un arco teatral mostrándole la yacente Fernanda Fortuna boca arriba, como la estatua de una tumba.
Albertito no movió una pestaña. Me seguía mirando sin mirarla a ella, como si no existiera, como si no hubiera pasado nada.

A ver, Jorge —me dice imperturbable: la Fortuna cruzó la rambla como su estuviera caminando en el jardín de la casa, ¿no? No fue culpa tuya. Me extraña que te conmuevas tanto, te hacía más guapo.

Por un momento vi todo rojo.

Mirá —le digo, pasa que desde que incorporé al poeta adivino a mi interior veo las cosas de otra forma.

¿Ah sí?

Sí. Además de haber incorporado una serie de capacidades paranormales (telepatía, adivinación, etcétera) descubrí que, justamente, tales capacidades me están permitidas por el conocimiento de mí mismo y por lo tanto de los seres humanos en general, quiero decir, de todos los seres humanos sin excepción. ¿Entendés?

¿Seres humanos?

Exactamente.

Qué limitado, Jorge. Pensaba que también podías entrar en contacto con la conciencia de los animales, de las plantas, de las piedras...

Ah, sí, también!

No te preocupes, Jorge, todas esas cosas no me interesan. Simplemente vine para exigirte, en nombre del partido y de todos nuestros antepasados, de los que soy el legítimo heredero dado el resultado demoledor de las elecciones internas...

Pará, Albertito. ¡Acá el adivino soy yo!

Claro, claro. Pero decime: ¿qué te dice tu nueva aptitud premonitoria, Jorge? A ver, contame.

Bueno, sí... el ganador vas a ser vos. ¿Pero cómo sabías?

Las encuestas, Jorge.

¡Pero la encuestas dicen que gano yo!

Por eso mismo. Las encuestas están creadas para que la gente crea que eso va a pasar. Entonces, ante un resultado científico, comprobado, profesional, la gente se asusta y termina votando al perdedor. Somos un país de perdedores, Jorge, siempre gana el perdedor. Y no lo digo sólo yo...
De toda formas, como te decía, te exijo que me entregues, a como dé lugar, en la forma en que puedas, estas potestades de las que te apropiaste sin ninguna consulta y comprendas que la capacidad adivinatoria debe quedar en manos del líder natural, es decir, yo. Como sabrás de sobra, tengo el derecho y el deber de conducir los destinos de nuestra colectividad, y por lo tanto del país, por los caminos que me indiquen las premoniciones.

Mirá, Alberto: no vas a ganar las nacionales. Con suerte pasás al balotage.

Obvio, Jorge. Pero yo miro hacia el futuro de verdad. Yo necesito incorporar al poeta adivino para un trabajo a mediano plazo que me dé las facultades para llevar al partido a la gloria que nunca tuvo. Por tu parte, ya fracasaste dos veces. Calculo que en tu mundo de adivinaciones no habrá una sola imagen tuya con la banda presidencial.
El pendejo me miraba sin mover un músculo. Ni siquiera había sarcasmo. Estaba totalmente convencido de su misión en el planeta Tierra, por lo tanto sus palabras me doblegaban en su verdad inocente, indesmentible.

Tuve como un trastabilleo: el poeta adivino buscaba salir de mi interior!

El poeta poseía una autonomía que, aún dentro de mí, le permitía atravesar los cuerpos. Y esos poderes estaban también habilitados por los deseos incontestables de quien se creyera en el derecho genuino de incorporar al poeta (como había sido mi caso) porque era evidente de que el poeta se movía hacia donde detectaba el origen de una verdad, fuera de la naturaleza que fuera, del color político que fuera, de la ideología que fuera, atraído por la verdadera convicción que a mí empezaba a faltarme, tanto por el diálogo que había perdido con Soy: Lacalle Moe como porque el poeta adivino y sus poderes misteriosos ya me abandonaban deslizándose fuera de mi cuerpo por el mismo lugar por el que había entrado, como por abajo de un brazo.

Todos tenemos el mismo nombre, que es el tuyo. Todos los lugares son el mismo, que es aquel. Todos los momentos son ahora y siempre, vacíos de tiempo, que no existe.

Lo vi entrar en mi cuerpo como un torrente a la altura del abdomen. Al principio no sentí nada, ni una náusea ni un mareo. Pero algo le había pasado a Jorge, porque se acercó a la camioneta, se apoyó con un brazo y empezó a vomitar y a llorar, como en un pedo triste.
Se sentó contra la rueda y siguió llorando desconsolado, porque nunca más iba a ser el mismo.

De mi parte, no encontraba cambio físico alguno en mí, pero miraba el paisaje con una curiosidad nueva, inmensa, por todas las cosas, diría con ternura: los volúmenes de los postes prismáticos de granito oropelando la rambla, los dos agujeros que llevan a los lados esperando unas barras que imaginé de bronce y que nunca habían sido colocadas, la facetación delicada de las aristas, la curva de la rambla misma que se perdía hacia el Este, hacia mis pagos, en una línea que, aún alejándose, entraba en mí. Y esta constatación se acompañaba de la conciencia, tan vívida, del aumento descomunal de mi vocabulario, que me hacía reconocer, con nombres nuevos, cada cosa que veía.
No había nada visible que no le encontrara un nombre nuevo, nuevos calificativos, metáforas que parecían salir de una fuente invisible: firmamento, cenital, azimut, magmático, amarronado, incandescente vuelo de gaviota, contrito, AdeNAL.
Reconocía el nombre científico de todos los animales y de todas las plantas, porque me era revelado un lenguaje desconocido que quería comenzar a hablar de aquí en adelante y para siempre. Yo era un Linneo recién clonado cuyos recuerdos eran chequeados a la perfección por primera vez:

la bandada de Phalacrocorax olivaceus abriendo y secando sus alas al sol y algún otro, solitario, navegando y sumergiéndose ocasionalmente en el agua

las espectrales Egretta alba apareciendo en el pasto de los canteros al barrer el paisaje con la mirada, todas mirando al mismo punto, al sol del atardecer

las islas de Phytolacca dioica contra los edificios naranjas ofreciendo su bellasombra sobre el pasto verde con zonas fluorescentes, todo en un déjà vu violento, casi intolerable, porque todas esas visiones pertenecían a un pasado que no había registrado nunca.

El poeta adivino me habilitaba, más bien me obligaba, a permear las cosas al verlas, a penetrarlas dolorosamente, quizá por ese dolor habitual e incomprensible que acompaña a los poetas solo porque el mundo está ahí. Y esta nueva sensibilidad laceraba mi carne, desacostumbrada a tales invisibles infinitas agujas. Fue entonces que sobrevino el dolor insoportable.

Jorge caminaba despacio con las manos en la cintura contra el borde de la rambla, miraba el agua y respiraba hondo, recuperándose de a poco, cuando sentí, en la nuca, un ardor intenso que fui detectando como dos ardores, como dos círculos incandescentes, dos taladros que me dejaron de rodillas. Sin dejar de sentirlos en la nuca, se reprodujeron también en el pecho como dos balazos que no terminaban de entrarme al cuerpo y luego dos más en el vientre.
¿Cuál era el origen de aquel dolor insoportable y simétrico?
Bajo este dolor, mi imaginación creció insólitamente y se extendió como una inundación sobre las pampas hasta que reconocí dos sauces que sobresalían del agua crecida: en mí se hacían carne los reconocidos dos puntos que se intercalan en mi apellido patricio, único, original, indesmentible, aristocrático y obvio. Hacían mella en mi cuerpo.
¿Es que yo no merecía tal distinción? ¿Ya no estaba a su altura anunciadora y expositiva sino que finalmente resultaban superfluos, vanos e inútiles? Dentro de mí se libraba una lucha de clases. Y fui certero en mi diagnóstico, porque el dolor intolerable desapareció como con la mano.

Jorge le digo, creo que tenés razón, creo que tenemos que darle cristiana sepultura a esta señora.

Jorge no respondió inmediatamente, se quedó mirando el horizonte como si no supiera qué decir. Después de la transmutación, muchas de sus nuevas convicciones y emociones habían desaparecido, pero otras no. Y había un residuo de poesía, de resignada melancolía, porque se dio vuelta hacia donde estaba el cuerpo rígido de Fernanda Fortuna recostado contra el borde de la caja de la camioneta y dijo, con voz quebrada:

Fernanda...

La camioneta era de Jorge, pero yo quedé al volante. Las cosas se daban así, casi sin discutir, en una nueva complicidad que crecía silenciosa entre nosotros.
Mientras Jorge se acomodaba en su asiento con un suspiro, me quedé mirando el paisaje delante tratando de entender mi nuevo lugar en el mundo, en el país, en el partido. Yo no descreía de mi lugar como líder natural, yo iba a ser el triunfador inesperado en las internas, pero la victoria que anunciaba la premonición de Jorge me decepcionaba, en algún punto, de mí mismo. Porque los rasgos desconocidos de un carácter nuevo empezaban a manifestarse.
Por primera vez, dudaba de mis condiciones de líder natural, aun heredando una tradición política que muchos habrían querido tener. ¿Debía cargar con esa responsabilidad? ¿No tenía mucho más que esperar de mi ociosa vida? ¿Qué intentaba asegurar de mi vida personal en esta candidatura? Además de las obvias comodidades y ventajas que me permite ejercer el poder, ¿existe la vocación de servicio? ¿Existe en mí?
Me miré en el espejo retrovisor para confirmar en mi cara juvenil las marcas de la estirpe Soy: Lacalle Moe de las que estaba orgulloso hasta minutos atrás.
Cuando me acomodé el pelo rubio y lacio igual al de mamá sobre la cara igual a la de papá, veo que, en la mano derecha, me faltan dos dedos. Y con los dedos se me habían ido más cosas. Se iban por una carretera nocturna siguiendo la línea del medio, blanca e intermitente, flanqueada ocasionalmente por las amarillas antes de llegar a las curvas para salvarme de los peligros que excepcionalmente había desafiado alguna vez, confiado en la ausencia del resplandor, atrás del repecho, de un camión que no salió esa noche desde el fondo del destino.
Al fugar por la carretera, veía todas esas cosas juntas por primera vez: las piscinas de Carrasco entre montes de álamos y liquidámbares, las estancias onduladas que nacieron conmigo, las fiestas tapadas de minas, las rayas que atravesaron mesas de vidrio de lado a lado y otras tantas de laca negra en duplex de Pocitos, tantos apartamentos y tantas casas que no llego a distinguirlos en mi memoria abigarrada de experiencias placenteras, toda bendecida por una vida abierta al cielo del campo que se iba poblando, aquí y allá, de nubes desconocidas de preocupación.

Arrancá Alberto, me dice Jorge.

Prendí el auto tomado por el sobresalto, tan ensimismado estaba. Jorge iba con el codo recostado en la ventanilla abierta y cada tanto me miraba.

Jorge —le digo mirándolo alternativamente a él y a la calle delante—, sé que todo este tiempo he venido tratándote bastante mal y me quiero disculpar. Comprendo que he pecado por joven y pedante y que tu trayectoria extensa y denodada no ha sido suficiente frente a mi inesperado éxito (aunque no inesperado para mí).
Igualmente, esto no debería hacerte creer que te he tratado mal si así hubiera resultado por alguna desinteligencia del destino.
Sé que no te caigo bien, que nunca te he simpatizado y por lo tanto quería proponerte una tregua en esta lucha sorda, presentar una détente en esta guerra fría electoral que no ha hecho provecho ni justicia al Partido Nacional.
Quería decirte que, en virtud de la relación que nos ha unido, por la gloria eterna de nuestros antepasados y por aquella de las generaciones futuras, así como del valor de la fraternidad, uno de los bienes más preciados de nuestro republicanismo, quiero renunciar a mi candidatura en estas internas para darte el triunfo que te merecés, Jorge, luego del esfuerzo de todos estos años, ¿qué decís?

Jorge casi consumía el cigarro. No daba muchas pitadas, pero eran largas.

Mirá, Alberto -me dice-, yo creo que son las reglas del libre juego democrático. El que gana, gana. El esfuerzo no cuenta. Además, si esto es correcto o no, personalmente no estoy capacitado para pensarlo sin el fantasma de los totalitarismos —decía esto con la cabeza inclinada mirando la calle adelante. Cada tanto la cabeza se le iba para algún costado, distraído en cosas afuera—.
Entonces te confieso —se puso la mano en el pecho-, no puedo pensar en esto libremente ni siquiera como un ejercicio intelectual, a los que no soy muy dado. Como sabrás, lo mío es la acción, bajar al llano, ensuciarme la manos. Y ahora llegan ustedes bajados de una tabla de surf y recién recibidos... Pero bueno, contra eso no se puede.

Por eso —le digo, desatendiendo brevemente la calle, yo quiero cambiar esto. ¡Quiero volver a los viejos valores de la política! ¡No quiero depender de una buena campaña publicitaria!

Alberto: SOLO dependemos de una campaña. La política es una campaña sola, lo sabemos nosotros mejor que nadie.

¿Nosotros quienes?

Nosotros, Alberto, los blancos.

Los nacionalistas, Jorge.

El nacionalismo como ismo es una estupidez. El nacionalismo, como cualquier nacionalismo, no es una ideología: es una ameba donde nosotros vamos y venimos en el citoplasma.

¡¿Citoplasma?! ¿Y el núcleo qué es entonces?

...

El núcleo es la nación, Jorge, ¿qué va a ser?

Mirá, Alberto, en esto entran mis convicciones personales que trascienden mi pertenencia partidaria y que trascienden toda ideología. Tengo una formación religiosa, soy hombre de fe. Para mí el núcleo de la ameba, como el núcleo de cualquier célula, es Nuestro Señor.

Jorge volvió a mirar por la ventanilla, pero ahora sin prestar atención a lo que pasaba. Pitó por última vez y tiró el pucho casi sin mover el brazo. Después se apretó el pecho con las dos manos y después los bolsillos, hasta que sacó una caja de Coronado medio deformada y después sacó un filtro moviendo la caja como un sonajero y agarró un cigarro con la boca y tiró la caja para arriba de la guantera y con la misma mano sacó un zippo del bolsillo de la camisa y prendió el cigarro. Lo cerró con una sola mano y no lo tiró sino que inclinó el cuerpo hacia adelante y lo apoyó sin golpearlo, y después pitó largo y fuerte. Y mientras volvía a recostarse, mientras largaba un volcán de humo que dobló y salió enseguida por la ventanilla a la tarde caliente, siguió.

Albertito, vos no podés creer todo lo que pensás en este momento. El poeta adivino está hablando a través tuyo. Aún peor, está tiñendo de una moralina de cuarta todas tus convicciones políticas, todos tus ideales, todas tus dotes estratégicas en extremo sagaces desde mi modesto punto de vista —se puso de nuevo la mano del cigarro en el pecho.

A esa altura subíamos y bajábamos por los repechos de Maldonado como en una montaña rusa.

No encuentro resentimiento en tus palabras —le digo.

El tipo dio una segunda pitada, tan larga y profunda como la primera, y respondió como diciendo algo que no quería decir.

Aparentemente, el pasaje del poeta adivino a través de mi cuerpo, identidad y persona han dejado residuos en mí de una sensibilidad completamente garca. Y posiblemente permanezca para siempre. O quizás no, quién puede saberlo –y levantó los hombros.

Sí, quién sabe, ¿pero, por qué decís “sensibilidad garca”?, ¿por qué una “moralina de cuarta?”

Bueno, la verdad me resulta una incapacidad, mejor dicho un temor para enfrentar y aniquilar de una vez al enemigo.

¿Y cuál es el enemigo, Jorge?

Lamentablemente son dos: el Partido Colorado y el Frente Amplio.

¿Ah, sí? ¿Cuál te parece más enemigo de los dos?

El Partido Colorado. Es el que hay que destruir definitivamente para quedar como únicos rivales frente al Frente Amplio, valga la redundancia.

No es una redundancia.

El país tiene que volver al bipartidismo si queremos retomar protagonismo, Alberto.

¡Pero entonces volvamos a la política de fusión,  Jorge, fusionemos el Partido Nacional con el Partido Colorado!

¿Qué le debés al Partido Colorado? No pactés nunca con ellos. Te la van a dar, tarde o temprano. Nunca confíes en un colorado. Además, es muy fácil, hay que eliminar al más débil.

Pero criticarlos sería favorecerlos...

No digo criticarlos. Ignorémoslos. Dejalos que mueran solos. No tiendas ningún puente solidario, no les abras los brazos. El futuro está entre el Frente y nosotros, ¡es obvio! Remember Paysandú, Luis Alberto.
Dijo esto abriendo los ojos y tocándose la sien con el dedo índice, como si tuviera algo que ver con un razonamiento oculto.

En cualquier caso le digo, yo quiero discutir mi candidatura contigo.

Pero, Albertito —me dice, con la sonrisa gigante y chata y sin sacarse el cigarro del costado—, ¿en serio me estás creyendo lo que estoy diciendo? —miraba para los costados con los brazos abiertos-. ¿No ves qué acá no hay nadie? ¿No ves que esto es un desierto? ¿A quién vas a gobernar? ¿A los monos? ¿A los elefantes marinos? Yo ya pasé por eso. Fui y vine. Olvidate de las elecciones, olvidate de la política, olvidate de todo.
Y miró para afuera mientras subía los hombros y movía la cabeza para los costados y se reía.

   Este Alberto decía, este Alberto...

Jorge, te confieso que pensaba adquirir capacidades adivinatorias que me fueran más útiles. No digo que tus predicciones carezcan de sentido, te creo porque puedo leer tu mente. Pero yo pensaba ver el futuro de una manera más clara, como los videntes, como los tiradores de cartas...

Alberto, yo vi el futuro con mucha claridad: vi mi derrota y tu triunfo, nuestras miradas esquivas en nuestro encuentro, mi furia, me vi pateando un escritorio de roble, luego salía y pateaba todas las sillas de plástico que me encontraba, los compañeros que no decían nada y miraban de lejos.
Yo quería matarte, con estas manos, Dios me perdone. Pero todo eso ya pasó, en algún punto no existe ni existió. Tampoco el balotage. Creo y no creo en las predicciones que tuve.

También vamos a perder el balotage, Jorge, me lo dijiste vos. Pero insisto: es curioso que yo no pueda ver el futuro como vos. Yo sólo veo el presente con una intensidad desmesurada.

No sé qué decirte. En cualquier caso, la transformación me deja la doble culpa de la muerte trágica de Fernanda. Y eso no tiene remedio.

Creo que sí. A ver, pensá un poco.

Ahora fui yo que me toqué la cabeza con el índice como indicando un razonamiento.

Está bien —le digo sin sacarme el dedo de la sien—, no tengo la capacidad de ver el futuro, porque creo que no tengo una necesidad genuina de hacerlo. No me interesa tanto la carrera política como antes y seguramente sea resultado de la acción del poeta adivino y de su descreimiento hacia la política y la vida misma. Pero en la intensidad de las convicciones, él y yo estamos de acuerdo, y él me tiene que ayudar, ¡no puede evitarlo! Pensá: como poeta, tuve la capacidad de provocar la muerte de la Fortuna, así que tengo también la capacidad de resucitarla. Dame unos segundos.

¿Para qué?

Para componer unos versos que la resuciten.

¿Ahora?

...

...

A ver:

Tomada fue su vida
por el ocio de un poeta
y su muerte también
este bate la decide
así que te invoco
por favor Marieta
a que la resucites
y que también me ayudes
en todo lo que puedas

¿Marieta?

Es una musa inspiradora que invoco con frecuencia.

La verdad no me convence, Alberto, la rima casi no existe y la métrica es floja, muy floja.

No importa, Jorge, de momento me preocupa el arrebato lírico en la convicción que atravieso. Por otra parte, la métrica y la rima me encorsetan, a mí me tira mucho el verso libre, pero la Poesía Política a Pedido siempre ha sido muy conservadora, muy tradicional. Vos esperá. Cualquier cosa tratamos de mejorarla o hacemos otra. Quizá no sea necesario enterrar a nadie.

Jorge miró la caja de la camioneta por la ventana de atrás. La Fortuna seguía como un maniquí. Con la velocidad se había caído para adentro, pero no le había pasado nada.

Pero explicame, Jorge —que volvía a mirar sin esperanza para afuera—. ¿Cómo es eso de que no existe nada? ¿Vos decís que todo esto que estamos viendo es una ilusión?

Obviamente, Luis Alberto. Es una alucinación creada por el poeta adivino que te ocupa en este momento. Incluso yo no existo, es una fabricación, una ficción que el poeta no ha podido controlar al parecer. El cuerpo de Luis Alberto que estás ocupando ahora, POETA —y puso las manos alrededor de la boca, como una corneta—, también es una alucinación. Es decir, LUIS ALBERTO —lo mismo—, que le estás dando vida a un delirio. ¿Se entiende?

Bueno, es posible. En cualquier caso, me siento muy cómodo en mi papel de candidato presidencial de la oposición. Por otra parte, me doy cuenta de que puedo ir más allá de esta fabulación montevideana y transformarla en un ámbito que me resulte aún más satisfactorio, ¿no? Quiero decir, si soy el resultado de un delirio, ¡tanto da de quién! Precisamente porque soy un delirio YO mismo, estoy convencido más que nunca de que puedo hacer mis sueños realidad. Es un delirio que se potencia, ¡es un delirio al cuadrado!
Entonces no es necesario apelar al mecanismo electoral, porque soy y seré el único mandatario. Es como una acracia al revés. En lugar de ausencia de poder, de gobierno, de lo que quieras, acá no hay nadie a quien gobernar. Pero eso se resuelve muy fácilmente. ¿Cómo? Con mecanismos poéticos que logren, en su invocación mágica, crear multitudes que legitimen mi investidura. Y te pregunto: ¿para qué quiero legitimarla si las multitudes serán mi creación? Te respondo: voy a emplear a las personas a mi manera, Jorge, iré creando las situaciones que convengan a mis necesidades y caprichos.
Confiemos en nuestra propia libertad, en sentir que estaremos, obviamente, a la altura de nuestros sueños, porque los merecemos, indudablemente. Yo pienso en el futuro que me espera como persona, como esposo, como padre, como candidato, como presidente de MI partido, como presidente de MI país. Yo soy el hombre-nación del que se viene hablando desde que se inventaron las fronteras. Y en este país desierto, salvo habitado por mí, y por vos naturalmente, ya no me quedan dudas de que las fronteras de mi cuerpo tienen la forma del Uruguay y me emociono hasta las lágrimas. Es una metáfora hiperbólica, Jorge, obvio, pero lo siento así...

¿Y dónde vas a vivir?

Es momento de elegir la vivienda que realmente merezco. ¡Voy a ocupar el Palacio Legislativo! Es evidente que fue construido para mí en un tiempo que logró visualizar toda mi estatura. Es el único lugar que puede reflejar la verdadera tradición democrática que represento con mi sola presencia. Voy a hacer del Salón de los Pasos Perdidos el gran salón para recibir a las visitas que estoy seguro van a llegar en el momento menos pensado, aunque sean nuestros hermanos los marcianos, que tampoco debemos discriminar. Porque debemos tolerar hasta las piedras, las que sirvieron de sustento a nuestros libertadores en las batallas que nos hicieron libres y únicos y carismáticos!

Bajá dos cambios, Alberto

Bajé dos cambios para entrar a Boulevard Spagne y volví a acelerar en la bajada desierta, flanqueada por los edificios altos y mudos, hasta que llegué a Facultad de Arquitectura y atravesé Avenida Lafayette como un bólido.

Mirá, Jorge -le digo-, voy a hacer de esta ciudad una pista de rally urbano. Es el sueño de mi vida. Montevideo es ideal, tenemos grandes repechos y bajadas, preciosas curvas. Tengo varios circuitos pensados. Uno va todo por la rambla, desde Capurro hasta el puente Carrasco. Luego tengo el circuito Lafayette, dos extensas líneas rectas: sale de Uruguayana, pega la esquina en los cuernos de Ovalle y no para hasta Punta Carretas, o un poco antes. No me puedo jugar a frenar en la bajada del golf, imaginate. Va a ser lo primero que le plantee al ministro de deportes, ¿querés ser ministro de Deportes?

Alberto, en mis premoniciones vi que el Ministerio de Deportes desaparecerá.

Lo dejamos para el Ministerio de Turismo. Será una atracción para todos los amantes del automovilismo del mundo, ¿querés ser ministro de Turismo?

No.

Jorge, honestamente, me resulta lamentable que no estés entendiendo lo que está pasando. Es la mejor oportunidad de tu vida, seas vos un delirio de alguien o no, seas el delirio del poeta, del mismo Jorge, de cualquiera, qué más da. Sentite libre como me siento yo ahora, libre y poderoso. Sentí esta calma indiferente, pensá que todo va a ser inevitablemente mejor porque QUERÉS algo mejor. No sé, ¿qué te gustaría hacer en este momento?

Jorge miraba para afuera. Tenía la mirada perdida y asi habló, como desde otro lado.

Mirá, a decir verdad, me gustaría estar con la familia haciendo un asado en la playa. Con la campaña dejé todo por el camino, abandoné a mi familia, hipotequé todo...

¿En serio?

Ellos se aburrieron de mí y se fueron: mi mujer y mis tres hijos, son dos varones y una nena. La nena es la menor y ya tiene 20. Los extraño mucho. No me quieren ver. Algunas veces yo llegaba con unas copas de más, ¡pero lo normal! Pero bueno, me gustaría eso, estar en la playa con ellos.

¡Invoquemos y confiemos, Jorge!

No, Alberto. Además, Marieta no dio ni señales. Fernanda sigue siendo el maniquí de siempre, fijate.

Sos amargo y desconfiado, Jorge. Seguro que está haciendo algo. Las cosas llevan su tiempo. Tengo otras musas además, soy un poeta afortunado, a ver de nuevo:

En las horas detenidas de la tarde
del verano que NO marcan el tiempo
el amigo Jorge quiere hacer un asado
con su mujer, con los nenes y los perros
quiere mojar los pies en una orilla
de su infancia, sentado en una silla
de plástico blanca, mientras la mujer
le trae buñuelos en una bandeja amarilla
y él espanta las gaviotas en vuelo...

Alberto, la playa no tiene nada que ver, a mí no me gusta la playa.

Esperá, no terminé.

Por eso te pido, por favor Samanta
le des a Jorgito lo que consideres
que merece y merecemos y merecen
los que leen versos tranquilos
boludos, descansados y perdidos,
indiferentes de lo desconocido
o conocido o inverosímilmente
existente, presente persistentemente
y nunca mejor comprendido
por mí, por Jorgito y por vos
Samanta Marta Anabela Berta
Fernández Pérez Rodríguez López
y te pido, por lo que más quieras
hagas verdad las fantasías del Jorge.

Gracias, Alberto. Este me gustó más.

Quedamos un rato en silencio. En realidad era la primera vez que estábamos en silencio. Presas de la excitación de nuestras nuevas identidades, veníamos conversando sin parar descubriendo los rasgos de nosotros mismos que desconocíamos, ambos trasvasados por la poesía y la capacidad de ver más allá de cualquier espacio y tiempo, tratando de descifrar o de conciliarnos con la idea de que sólo éramos eso, idea.

Bueno, vayamos a enterrar a la Fortuna. Si Marieta tiene algo para decir, ya nos dirá algo.

¿Vos decís? ¿Y si revive después de enterrarla?

No, Jorge, las musas tienen sentido común, piedad, compasión en el breve momento en que nos visitan. Aún sin que nosotros sepamos, ellas nos dan todo, son generosas, son bellísimas. Pero es cierto, a veces no se entienden entre ellas. En cualquier caso, la resurrección de Fortuna no corre peligro.

¿Adonde vamos ahora?
  
Al campito frente al golf, al lado de los muelles, es un lindo lugar para enterrarla... llegado el caso.

¿Al lado del monumento al Holocausto?

En ese momento alguien golpeó la ventanilla de atrás. ¡Era nuestra Fernanda Fortuna! Sana, salva y resurrecta, me pedía a los gritos que bajara la velocidad.

Clavé el freno y la camioneta estuvo derrapando casi una cuadra. Quedamos detenidos en el espacio y en el tiempo, a la altura de la cancha de rugby, sobre La Estacada.
Jorge la miraba dado vuelta, mudo, con las dos manos en su incomprensible boca, es decir en una mezcla de terror y alegría, que terminó siendo alegría. Al final me miró y me dijo, mientras se le caían los lagrimones:

¡Gracias, Alberto! ¡Fernanda está viva!

    Jorge gritaba, aullaba, estaba contento como un niño, se movía para adelante y para atrás y golpeaba el tablero riéndose a carcajadas y saltando en el asiento y moviendo la camioneta. Y al grito de “¡Fernandaaa!” abrió la puerta y salió tan violentamente que dejó una alpargata.
Yo salí despacio por mi lado, pero no me acerqué a ellos sino que me alejé del rodado hasta unos diez metros. Quería ver la escena desde lejos.
Pero me alejé más todavía, veinte o treinta metros, y me paré cerca de la línea de edificios abandonados viendo la silueta de los dos personajes tomándose las manos, las siluetas al contraluz del cielo naranja, porque el sol estaba casi desapareciendo en el Este. Los arcos blancos de la cancha de rugby se levantaban como brazos inmóviles que parecían reproducir o celebrar el encuentro de Fernanda y Jorge.

Por la intensidad de las curvas que vi al contraluz, se trataba de una versión más joven de la Fortuna. La musa Marieta la había recreado unos veinte años menor. Si había sido imposible resucitarla, seguramente la recuperó en una versión muy anterior a su muerte, una versión más agradable que la conocida en su campaña electoral, que la vida política le había arruinado.

Entonces veo que la silueta de Jorge empieza a titilar, a desvanecerse intermitentemente porque, por su parte, la invocación a Samanta también había hecho efecto y Jorge estaba siendo teletransportado a alguna playita de Canelones, tal como se lo había pedido yo versificadamente.
Y en eso que Jorge empieza a desvanecerse siento, en mi interior, el movimiento del poeta adivino que va para arriba y para abajo entre mi pecho y mi vientre, y me puse nervioso temiendo perderlo para siempre y con él todas mis nuevas capacidades y aptitudes.
Pero no, el poeta se detuvo, se detuvo completamente, y para mi sorpresa empezó a vibrar como un motor, más bien a ronronerar como un gato satisfecho.
Jorge desapareció definitivamente del paisaje y del mundo. La candidata progresista Fernada Fortuna quedó parada ahí, con los brazos en alto y en vilo, sola y conmigo.

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