Ese día estaba convaleciendo de una enfermedad
misteriosa y sin importancia, enfermedad por la que
pertenezco a la Agrupación de Afectados por Enfermedades Misteriosas y Sin
Importancia (AdApEMySI).
No pensaba salir esa mañana soleada e invernal.
Quería quedarme viendo la sombra de los plátanos oscureciendo intermitentemente
las vetas de roble de mi escritorio, vislumbradas apenas entre las tazas con
puchos, lapiceras gastadas, encendedores sin gas, alicates oxidados, libros sin
tapas, todo en una disposición paralela, en geometrías determinadas por la
presencia ordenadora del teclado, hastiado de mis dedos, y del monitor,
excepcionalmente apagado.
¿Lo había apagado yo? ¿No lo había prendido de
mañana? No podía recordarlo.
La convalecencia había alterado algunas de mis
facultades cognitivas y me sobrevino una inquietud excesiva.
Tomado por una serpiente de ansiedad que me
estrangulaba el vientre, decidí meditar un rato y
hacer contacto conmigo mismo y así, de paso, rechazar por unos instantes la
influencia del cosmos y de todos los planetas del sistema solar que me están
volviendo loco.
Sin embargo, dudé entre usar el sillón de
siempre o salir a la rambla, a un espacio de pasto donde pudiera tener una
meditación más completa, más profunda, más regeneradora.
De paso, aprovechaba para buscar, a la luz del
mediodía, un lugar donde ubicar mi último stencil, un perfil de Niche, para
pintar en la noche vecina. El stencil era una transparencia hecha con tres
radiografías de distintas partes de mi pierna intacta, tomadas en uno de los
tantos malestares misteriosos que me hacen pertenecer a AdApEMySI.
Era lindo el perfil de Niche, le había hecho
salir una llamarada preciosa por debajo de su bigote de coloso. Había hecho una
prueba en la pared de mi escritorio, otra en la pared del living, otra en la
pared arriba de mi cama y estaba conforme.
Me abrigué hasta el cuello con la bufanda larga
y me tapé la cabeza con el gorro de lana que tiene la insignia de la Agrupación
en la frente, roja sobre el fondo negro, que me pongo cada vez que hay menos de
15 grados.
Bajé por Convención, hacia el esqueleto de la
Compañía de Gas, volado sobre el mar.
Antes de llegar a la rambla, doblé por Durazno
hacia el Este mirando fugazmente a mis espaldas, como hago siempre para
constatar que allá, todavía, se erguía la esbelta, la enigmática chimenea de
ladrillo de la rambla, a la altura de la calle Mariel. Era como el fantasma
inmóvil de otro mundo o al revés: la chimenea y su enigma eran lo único
verdadero mientras yo deambulaba por el delirio de alguien que no conozco,
alquien que puede ser una persona o una multitud.
Esas cuadras de Durazno hasta Julito Herrera no
significan nada para mí, porque caminar por esas cuadras de Durazno es como
caminar por el corredor de mi casa.
Antes de llegar a la esquina de la rambla y
Paraguay, ya veía el semáforo cambiando a velocidades excesivas para el humano: flechas verdes y amarillos titilantes que, en ningún caso, se dirigían a
mí.
Y en el cantero del medio, la veo: Fernanda
Fortuna, la candidata progresista, repartía listas a
los conductores, detenidos brevemente en el cruce.
Ella caminaba entre los autos con un grupo de
chicas jóvenes peinadas igual que ella, los rulos marrones, las polleras por
arriba de las rodillas, las manos nerviosas de siempre, llenas de ángulos.
Todas caminaban entre los autos como clones, como si los autos fueran a estar siempre ahí parados
esperando por todas ellas, como si ellas tuvieran algo sobrenatural, algún
brillo, un aura que les permitiera ser distinguidas desde lejos por los
conductores —numerosos en ese mediodía de elecciones— para entonces aminorar,
algo que sólo hacen los conductores ante semáforos en rojo.
En ese momento, el semáforo se puso rojo para
yo-peatón y verde para el-resto-auto. Y en ese cambio del
tiempo, Fortuna quedó justo enfrentada a mí en mitad de la rambla. Y fue raro, porque pareció
reconocerme.
Yo creo que me confundió con alguien conocido.
O capaz que no, capaz que usaba esa sonrisa con fines electorales, esa sonrisa
que usan los políticos frente a los desconocidos haciéndoles creer que los
conocen.
Empezó a avanzar hacia mí, lentamente. Me
pareció que empezaba a abrir los brazos como para recibirme, cuando llegó una
4X4, calzada para el Centro y se la llevó puesta a Fernanda Fortuna, justo
enfrente de mí, como en una escena armada para mí.
La vi doblarse de costado, darse la cabeza
contra el borde alto del capó y salir catapultada hacia adelante como una bala de
cañón, en un gran arco que no terminaba de cerrar (la
cámara lenta que percibía en ese momento era una operación de mi mente
bañada en adrenalina) como un monigote que daba vueltas y vueltas en el
aire, vueltas que siguieron en el pavimento después de caer y rebotar y
revolcarse en el piso en un revoloteo de ropa y de pelo y de listas impresas
con la cara de ella entre los gritos de los clones de ella, hasta que quedó
quieta y boca arriba con los ojos abiertos e intensos, sin perder la sonrisa de
las fotos, en un rictus.
Me fui acercando lentamente, arrastrando los
pies, estupefacto, mientras la 4X4 frenaba a la cuadra. De adentro bajó un
gordo, que salió y caminó, también hacia Fernanda pero arrastrando los pies, muy
despacio, muy despacio porque estaba cagado hasta las patas.
Y no sé bien cómo, de golpe yo estuve a la
altura de la camioneta. No sé cómo llegué hasta ahí, al lado de la puerta
abierta.
Pude ver, entre los dos asientos, una matera con la calcomanía de Jorge Larrañaga. Y me di cuenta de que el gordo de la camioneta y Larrañaga eran idénticos.
Pude ver, entre los dos asientos, una matera con la calcomanía de Jorge Larrañaga. Y me di cuenta de que el gordo de la camioneta y Larrañaga eran idénticos.
Traté de volver al lugar donde estaba Fernanda,
pero ya no alcancé a verla, porque todas sus clones asistentas y la gente que
venía corriendo por la rambla rodeaban el cuerpo y, la verdad, ya no podía
hacer nada.
Me alejé, hacia donde iba caminando, hacia el
Este, mientras trataba de sacarme las imágenes de la cabeza con los rudimentos
de mi cirugía mental. Pero complejos, oscuros y tenaces instrumentos espirituales me impedían sacarme de la cabeza una tragedia tal,
aun más, le agregaban volumen a las imágenes y después le agregaron peso, cada
vez más peso, hasta que ya no pude caminar, exhausto, y me fui hacia un costado
y me senté en un banco de hormigón y hundí la cabeza entre las manos.
Sin darme cuenta, los dedos de mi mano derecha
empezaron a clavarse excesivamente en el cuero de la cabeza, hasta que volví a algo
parecido a la conciencia.
Me incorporé donde estaba, levanté un poco la
mirada y, mirando al mar, ubiqué frente a mí los tres dedos que me quedan en la
mano derecha, recortados contra el celeste del cielo para recordar quién soy:
miembro honorario de la Agrupación de Poetas Creativos A Pedido (AdePoCaP).
Soy miembro honorario de AdePoCaP
porque, entre dos y doce años atrás, había escrito dos poemas que anunciaron
hechos que luego ocurrieron en la realidad. La Agrupación me hizo socio luego
de la segunda “coincidencia”. A su Consejo de Mayores le pareció un gran mérito, me hicieron saber,
una prueba del talento infalible de mi poesía visionaria.
Sin embargo, en aquel momento, cuando me consagré,
realmente me sentí muy mal ante la sospecha, ante la mirada desconfiada de
otros poetas colegas de haber provocado las dos muertes de personajes de la
vida política al anunciarlo en dos poemas octosílabos a pedido que ahora no
quiero ni reproducir mentalmente.
Luego de la segunda muerte, me pareció
imperativo hacer un mea culpa con una performance donde el amigo Riki Tellechea
me cortó dos dedos de dos hachazos consecutivos, uno por cada visión anunciada.
Pensé que esto habría sido suficiente para
expiar culpas. Ingenuo de mí, que confiaba en torcer la fuerza del destino con
una performance.
Porque yo había escrito y leído un mes atrás, en un
acto organizado por el Partido Nacional —y con gran éxito por cierto—, un poema
donde versificaba, con rima asonante en los versos pares, la muerte de Fernanda
Fortuna atropellada por un malón de baguales. Y pese al detalle de la 4x4 en
lugar de los caballos, me sentí culpable más que nunca, porque era la tercera
vez que anunciaba la muerte de una figura política en un poema. Si las primeras
dos veces sospeché que podía ser una visión y no una provocación, ahora estaba
convencido de que era yo quien provocaba estas muertes con mi sola inspiración.
Pensé en hablar con Riki para organizar otro
mea culpa, pero había dejado el celular en casa.
Seguí caminando al borde de la rambla sin
cruzarla, por la vereda del norte, que es la más abrigada, buscando un espacio de
pasto donde detenerme a meditar media hora para recuperar una conexión conmigo
mismo, una conexión que se había vuelto un hilo endeble después de la tragedia.
Al pasar por atrás del cementerio central, allá
arriba del terraplén, descarté la subida por el esfuerzo y por el viento frío y
seguí por La Cumparsita, entre plazas que desabrigaban parejitas pobres y
otras formas humanoides abajo de los bancos de hormigón.
Pasé la estación de servicio, que emite todo
tipo de gases y toda su repulsión de veinticuatro horas, y crucé la calle
siguiente hasta pisar los antiguos escalones de ladrillo debajo de unas
palmeras altas, viejas y canarias que me indicaron, con leves cabeceos, el
sitio donde podía sentarme en posición de loto.
Dije “palmeras canarias” porque las conozco muy
bien, es el nombre vulgar de las Phoenix canariensis. Conozco todas las especies
del mundo vegetal y animal porque soy naturalista, miembro de la Asociación de Naturalistas Autodidactas Libaneses (AdeNaL).
Luego de un camino de hormigas, me senté cerca de un tronco liso y oscuro, meado durante siglos por los perros de los
barrios superpuestos.
Me senté del lado del abrigo, con la cara al
sol y sentí algo parecido al calor. Y al sentarme de piernas cruzadas, sobre los muslos sentí
algo parecido al frío.
Frente a mí no había nadie, hasta muchas
cuadras, hasta el hotel, donde un portero hablaba con un chofer, o eran dos porteros o dos choferes. Y al este, el monumento a Golívar me daba la
espalda, montado sobre su caballo de bronce verde, con ese culo gigante como el de una negra de Palermo.
Miré a mis 360 grados, por un residuo de memoria biológica que comanda toda mi tecnología de tendones humanos y huesos de titanio. Esto me guarda de predadores gigantes: velocirráptors, pterodáctilos, hipercóndores, probables aerolitos.
Al calzar la cabeza al frente, vi el pedregullo rosado y aplastado fugando hacia el monte de ombúes, después de la calle diagonal, contra los
edificios amarillos. Y en esa fuga cerré los ojos buscando, desde lo más
profundo de mí, la paz donde poder sumergirme como en azogue.
El camino hacia mi interior no era sencillo,
porque me oía invadido de la reverberación de mis más sutiles pensamientos que
temblaban y temblaban, como mojarras en un charco donde hundía y volvía a
hundir el calderín del silencio.
El descabellado vuelo de Fernanda Fortuna. El
cráneo de ella rebotándome por dentro del cráneo tantas veces como rebotaba en
el pavimento.
Silencio
No puedo seguir así, no puedo seguir
escribiendo poemas a pedido. Es obvio que el poema a pedido resulta siempre
funesto, pobre mujer.
Silencio
Tengo que evitar la tentación o me voy a quedar
sin mano.
Silencio
El poema a pedido no trae ventura.
Silencio
La poesía es un arma cargada...
Ella usó mi cabeza...
Un misil en el placard...
Silencio
Silencio
No estableceré ningún pacto con la poesía ni
conmigo mismo ni con respecto a nada. No estableceré pactos, hasta no reconocer
la palabra “traición”, aunque sea traicionado. No voy a traicionar. ¡Pero si
pudiera no traicionarme..., pero cómo renunciar a mi fama de Poeta Adivino!
Silencio
Responderé a la traición ajena con odio
inconsciente y automático. Me liberaré de la traición reconociéndola sin
nombrarla. Reconoceré al traidor por la cara, la cara que habla sin que yo
escuche.
Silencio
Tengo que seguir caminando, tengo que encontrar
el lugar para el stencil de Niche. Tengo que salir esta misma noche.
Niche, noche, niche...
Niche, noche, niche...
Silencio
Quedó lindo con la llamarada que le sale del
bigotón.
Silencio
XXX
Silencio
XX
Silencio
X
Silencio
Silencio
Silencio
Entonces, por detrás del silencio de mi cabeza,
se agregó un silencio verdadero, un silencio exterior a mí, en una paz tan inmensa que no conocía, que nunca había tenido en mis meditaciones
anteriores, empero una paz tan grande que resultaba
fúnebre. Era un silencio tan cerrado que posiblemente el mundo ya no estuviera ahí, ni
el mar ni el viento ni los autos de la rambla ni las gaviotas.
Cuando sospeché que era yo el que no estaba ahí, abrí los ojos.
El pasto era exactamente el mismo que había visto antes de
cerrarlos. Pero tenía la convicción completa de que el tiempo era el segundo apellido de
alguien que apenas conocía de vista y que todo lo que veía era el paisaje en
la foto vieja de una familia inexistente. De pronto, desconocía todo lo que estaba pasando, viendo y escuchando.
Veía los brotes nuevos en algunas zonas del
pasto que ahora, con la sensibilidad generada después de un tiempo inestimable
con los ojos cerrados, parecían fluorescentes. Sentí su ternura en las córneas
y en los nervios ópticos.
Luego fui subiendo la mirada hasta el sendero de pedregullo, que fugaba a la isla de ombúes contra los edificios amarillos.
Luego fui subiendo la mirada hasta el sendero de pedregullo, que fugaba a la isla de ombúes contra los edificios amarillos.
Y en otra mirada de 360 grados, fui
viendo hasta donde me alcanzaba la vista: no había nadie en ningún lado, ni
autos ni bicicletas ni personas. Todo estaba ahí, igual que antes, pero
desierto de seres humanos, con excepción de mí.
Me toqué el tronco y las piernas para confirmar que la visión de mí mismo no era una alucinación. Y así, lentamente, fui saliendo de la meditación cerciorándome de que, yo, estaba ahí.
Me toqué el tronco y las piernas para confirmar que la visión de mí mismo no era una alucinación. Y así, lentamente, fui saliendo de la meditación cerciorándome de que, yo, estaba ahí.
Sentí una mezcla de
tristeza y resignación simultáneas. Porque si bien conocía toda esa gran escena, si sabía de memoria todo ese
gran paisaje profundo e íntimo, al mismo tiempo me resultaba increíblemente
lejano, inalcanzable, como que no podía tocarlo.
Quizás en el pasado había vivido ese momento y
ahora se desprendía de la memoria del mundo (todo concentrado en mi
cerebro) para convertirse en el decorado inamovible de mi propia vida revelándola de pronto extraña, desconocida, como una obra de teatro que se quedaba sin público en la mitad mientras la gente -buscando un taxi, entrando a un bar o escribiendo mensajes- tampoco recordaba lo visto.
Yo mismo podría haber creado ese paisaje en algún sueño, y ahora se desplegaba en tres dimensiones prolijas, todo sumergido en una tenue y persistente atmósfera blanquecina y algo ocre.
Provisto de una visión nueva, veía cada una de las veredas y canteros y bordes de pasto con gran aumento, porque ya conocía cada milímetro de vereda, calle, cantero o tronco, desde siempre, desde que había empezado a caminar, primero con mi familia, luego con mis amigos, luego con mis amigas, luego con mis hijos y luego solo. Y esa soledad final e inesperada partía mi vida en dos: la de adentro y la de afuera de mi cuerpo, sin encontrar vínculos, apenas puentes momentáneos, conexiones efímeras como las que establecía en las meditaciones.
Yo mismo podría haber creado ese paisaje en algún sueño, y ahora se desplegaba en tres dimensiones prolijas, todo sumergido en una tenue y persistente atmósfera blanquecina y algo ocre.
Provisto de una visión nueva, veía cada una de las veredas y canteros y bordes de pasto con gran aumento, porque ya conocía cada milímetro de vereda, calle, cantero o tronco, desde siempre, desde que había empezado a caminar, primero con mi familia, luego con mis amigos, luego con mis amigas, luego con mis hijos y luego solo. Y esa soledad final e inesperada partía mi vida en dos: la de adentro y la de afuera de mi cuerpo, sin encontrar vínculos, apenas puentes momentáneos, conexiones efímeras como las que establecía en las meditaciones.
Era posible, entonces, que en esta última
meditación, la soledad de adentro hubiera poblado todo afuera, que la soledad
de adentro se hubiera derramado por el pasto y por la rambla y por las
escaleras de granito y entrado al mar llevando mi amargura hasta después del
horizonte.
La rambla y el mar se abrían ante mí como un
sueño más grande, más nítido, más tangible que la realidad (si es que existía). Visualmente todo era nítido, claro, prístino, y cada cosa, piedra, pájaro, botella o planta irradiaba idéntica intensidad.
Me fui levantando, muy lentamente. Empecé a
caminar, también muy lentamente, por el mismo cantero por donde había venido. Y
volví a pasar por encima del camino de hormigas, que ahora era más ancho y estaba desbordado de hormigas más grandes y más rojas y más brillantes.
Las hormigas atravesaban el pasto en un surco tan profundo que se hacía túnel por momentos, hasta alcanzar el pedregullo del camino y cruzarlo también, en una zanja, y entrar en el cantero siguiente y perderse atrás de un banco de ladrillos, que terminaba en un remate alto, también de ladrillos, donde descansaba una garza en una pata y con el cuello doblado, sin levantar vuelo al verme.
Las hormigas atravesaban el pasto en un surco tan profundo que se hacía túnel por momentos, hasta alcanzar el pedregullo del camino y cruzarlo también, en una zanja, y entrar en el cantero siguiente y perderse atrás de un banco de ladrillos, que terminaba en un remate alto, también de ladrillos, donde descansaba una garza en una pata y con el cuello doblado, sin levantar vuelo al verme.
Detrás de la garza había otra, parada en el pasto,
y después otra y otra. Era una bandada gigante que aparecía según yo barría
el paisaje con la mirada. La bandada se derramaba espectral en
estatuas iguales, todas mirando para el mismo lado, para el mismo sol de
la tarde, tan cálida de pronto.
Me saqué la campera, la bufanda y el gorro de AdapEMysI.
Pasé de nuevo por atrás del cementerio mirándolo allá arriba. Y desde más arriba todavía, desde el cielo mismo, escucho un estruendo de gaviotas enloquecidas que surgió de pronto, como si prendieran de golpe una radio pasada de volumen. Era el primer sonido que escuchaba después de la meditación.
Pero en el cielo no había ninguna bandada de gaviotas ni nada, solo la hilacha perdida de una nube. Eran gaviotas que habían existido tiempo atrás, o que estaban por existir, y yo captaba una parte incompleta de una escena perdida en un rincón del presente. Perdida por mí seguramente, ¿pero cuándo?
Me saqué la campera, la bufanda y el gorro de AdapEMysI.
Pasé de nuevo por atrás del cementerio mirándolo allá arriba. Y desde más arriba todavía, desde el cielo mismo, escucho un estruendo de gaviotas enloquecidas que surgió de pronto, como si prendieran de golpe una radio pasada de volumen. Era el primer sonido que escuchaba después de la meditación.
Pero en el cielo no había ninguna bandada de gaviotas ni nada, solo la hilacha perdida de una nube. Eran gaviotas que habían existido tiempo atrás, o que estaban por existir, y yo captaba una parte incompleta de una escena perdida en un rincón del presente. Perdida por mí seguramente, ¿pero cuándo?
Esta vez tampoco trepé al cementerio. Doblé
antes y subí por Domingo Petrarca huyendo del graznido. La subida empinada me
hizo volver al pasado, a un pasado mucho más lejano que mi nacimiento.
El repecho me recordaba la loma que existía por debajo del trazado de las calles y las cuadras, inmovilizada por debajo de las redes de cables y de caños y de cimientos que se hundían en la tierra desviando las cañadas subterráneas, cañadas que un chamán guenoa había identificado, en un monólogo en trance, como criaturas humanas que buscaban alcanzar, por los puntos de menor resistencia y horadando, la inconmensurable calma del estuario.
Desde la cima de los paredones viejos y más altos que las casas de enfrente, escuché un parloteo, un movimiento, pequeños pasos que iban y venían. De pronto asomaron varias cabecitas de monos inconfundiblemente capuchinos: unos con cabeza y torso blancos y el resto del cuerpo negro; otros con cabeza y torso negros y el resto del cuerpo blanco; otros con líneas blancas debajo de los ojos como pinturas de guerra, y otros con manos y antebrazos negros, como guantes largos sobre un cuerpo dorado y flexible. Por momentos parecían basquetbolistas.
El repecho me recordaba la loma que existía por debajo del trazado de las calles y las cuadras, inmovilizada por debajo de las redes de cables y de caños y de cimientos que se hundían en la tierra desviando las cañadas subterráneas, cañadas que un chamán guenoa había identificado, en un monólogo en trance, como criaturas humanas que buscaban alcanzar, por los puntos de menor resistencia y horadando, la inconmensurable calma del estuario.
Desde la cima de los paredones viejos y más altos que las casas de enfrente, escuché un parloteo, un movimiento, pequeños pasos que iban y venían. De pronto asomaron varias cabecitas de monos inconfundiblemente capuchinos: unos con cabeza y torso blancos y el resto del cuerpo negro; otros con cabeza y torso negros y el resto del cuerpo blanco; otros con líneas blancas debajo de los ojos como pinturas de guerra, y otros con manos y antebrazos negros, como guantes largos sobre un cuerpo dorado y flexible. Por momentos parecían basquetbolistas.
Todos tenían una expresión típicamente humana: un interés disimulado de indiferencia que fui adivinando como una cautela instintiva. Los monos ocupaban toda la cima del paredón, pero a medida que avancé hacia Gonchi Ramírez, los monos desaparecieron.
Poco antes de la esquina con Gonchi descubrí, en el muro del cementerio, junto a un revoque grueso y saltado que dejaba ver unas piedras grandes y redondas, un stencil de Niche del que le salía una llamarada roja por abajo del bigotón. Sobre la llamarada se desplegaba una leyenda de inquieta tipografía: “Dina Mito”.
Poco antes de la esquina con Gonchi descubrí, en el muro del cementerio, junto a un revoque grueso y saltado que dejaba ver unas piedras grandes y redondas, un stencil de Niche del que le salía una llamarada roja por abajo del bigotón. Sobre la llamarada se desplegaba una leyenda de inquieta tipografía: “Dina Mito”.
Me quedé mirándolo un rato. No recordaba
haberlo hecho yo, pero me sentía satisfecho de verlo ahí, con el perfil en
negro y la variación de la llamarada en rojo.
El stencil era el
vestigio de un mundo que pudo haber sido mío pero que finalmente no había llegado a
conocer después de la meditación, que habrían sido mis manos las que pasaron el aerosol rojo y el negro
por la radiografía calada en la otra vida, que estaría siguiendo también su curso incierto.
Y ahora lidiaba con una personalidad y una presencia de ánimo que me parecía estar descubriendo por primera vez en este curioso extrañamiento de mí mismo. Yo mismo me abandonaba y me veía de afuera sin abandonar mi cuerpo y a la vez integraba la existencia de todo lo que estaba afuera, vivo o inanimado, extendiendo los límites del alma en una especie de ultramar que sentía propio y ajeno a la vez. Y en esta extensión seudopódica de mí, también veía lo que yo abandonaba o me iba abandonando: todas las vidas anteriores más todas las vidas que había descartado para llegar hasta donde estaba. Esta omniciencia me hacía distinguir las posibilidades, los caminos y sus desvíos correspondientes, todos los otros destinos, tantos que era imposible distinguirlos. Entonces recorría mi omniciencia sin ningún afecto y veía con toda precisión esas vidas no realizadas sin establecer contacto con ellas, bajo la mirada mía y la de los animales con los que me encontraba intermitentemente, porque a través de ellos también podía ver todo.
Y ahora lidiaba con una personalidad y una presencia de ánimo que me parecía estar descubriendo por primera vez en este curioso extrañamiento de mí mismo. Yo mismo me abandonaba y me veía de afuera sin abandonar mi cuerpo y a la vez integraba la existencia de todo lo que estaba afuera, vivo o inanimado, extendiendo los límites del alma en una especie de ultramar que sentía propio y ajeno a la vez. Y en esta extensión seudopódica de mí, también veía lo que yo abandonaba o me iba abandonando: todas las vidas anteriores más todas las vidas que había descartado para llegar hasta donde estaba. Esta omniciencia me hacía distinguir las posibilidades, los caminos y sus desvíos correspondientes, todos los otros destinos, tantos que era imposible distinguirlos. Entonces recorría mi omniciencia sin ningún afecto y veía con toda precisión esas vidas no realizadas sin establecer contacto con ellas, bajo la mirada mía y la de los animales con los que me encontraba intermitentemente, porque a través de ellos también podía ver todo.
Doblé por Gonchi hacia el Centro, volvía a mi casa instintivamente. Quizás esperaba encontrar algún refugio en una ciudad
que no ofrecía ningún peligro porque en realidad no ofrecía nada.
Pasé por la fachada del cementerio. Me detuve frente al portón gigante de hierro. Traté de ver, entre las curvas y los espirales forjados, la concentración de gaviotas que había escuchado por el lado del mar. Tampoco distinguí los monos capuchinos después de los cipreses altos y oscuros en los patios sucesivos.
Pasé por la fachada del cementerio. Me detuve frente al portón gigante de hierro. Traté de ver, entre las curvas y los espirales forjados, la concentración de gaviotas que había escuchado por el lado del mar. Tampoco distinguí los monos capuchinos después de los cipreses altos y oscuros en los patios sucesivos.
Ahí parado, mirando el panteón allá, atrás de
la sucesión de tumbas y de estatuas, sentí que, desde algún lugar, alguien me
estaba mirando a mí.
Percibí la mirada posada en el cuerpo hasta
llegar a verme a mí, porque me estaba viendo desde afuera: agarrando las rejas cerradas y tratando de
abrirlas. Desde algún costado del panteón y habilitado por mi omniciencia, me veía desde quién sabe qué otra bifurcación de mis probables vidas, o vidas
después de esas vidas.
Aunque sospechaba que la situación no tenía vuelta
atrás decidí, pese a la prescripción conocida de establecer intervalos
considerables entre meditaciones diarias, silenciar de nuevo mi mente para ver
si, en una de esas, las cosas podían volver a la situación previa a la última
meditación, cuando pasaba frío en la calle y era miembro de AdApEMySI.
Bajé un poco más por Gonchi y me senté en un
banco de la placita donde está el busto sin brillo ni sombra de
Carlitos Gardés. Fue curioso, porque no pude ver nada a través
de los ojos de aquella cabeza congelada, como si estuviera hecha para no ver ni
escuchar nada ni establecer ningún vínculo con nada. La cabeza era un
punto que no permitía ver lo de afuera ni lo de adentro, un hiato, una
zona densa y sordomuda, ciega de toda existencia, nada.
Pensé en sentarme en la calle misma pero, si
efectivamente volvía al mundo anterior a la meditación, era probable que fuera
atropellado por el primer taxi que doblara por Cuareim. Así que me senté en el
banco cerca del monumento, con las piernas casi paralelas, apenas
abiertas, las manos apoyadas sobre los muslos, la cabeza algo levantada para efectuar la rotación de 360 grados de rigor para avisarme de los
predadores.
Al calzar la cabeza de nuevo, cerré
los ojos manteniendo en la mente la última visión del repecho de Cuareim. Empezaba
a buscar, desde lo profundo de mí mismo, el calderín de silencio como la
última oportunidad de volver al mundo anterior.
Pero si esta versión extrañada de la vida era
la existente, ¿por qué habría de querer volver a otra vida anterior? ¿Por qué
no poder entregarme a lo que me era dado? ¿La omniciencia era una bendición o
un castigo? ¿Era el castigo a una traición a mí mismo que me vedaba toda
posibilidad de compañía mientras me mostraba vistazos de lo que no habría de
vivir nunca, de lo que ya no habría vivido? ¿Quién administraba estas
decisiones?
Silencio
¿Yo?
Silencio
Yo
Silencio
El stencil de Niche
Silencio
¿Dónde estaban las gaviotas? ¿Quiénes estábamos
enterrados en el cementerio que aún no lo sabíamos? ¿Eran las gaviotas las futuras
almas que se revelaban? ¿Sus graznidos eran las voces deshumanizadas de unas
vidas entre las que me era, sería y/o habría sido atribuida una, dos, cuántas?
Silencio
Las cabezas de los monos
Silencio
Silencio
Silencio
Pero no llegó el silencio, sino un temblor
soterrado, cansino y persistente, un temblor que aumentaba según yo intentaba
cubrir todo el mundo con la mente y en lo que se iba convirtiendo, al
final, en un desmán de mi parte, en una sobreactuación, en un manotazo de
ahogado mental.
El temblor que escuchaba se volvió cada vez más cercano y el silencio se fue disipando de mi mente entre tropezones, resoplidos, roces y unos gemidos desconocidos me indicaron que la calle estaba siendo invadida por un rebaño de algo que no
alcanzaba a distinguir y que no quería ver para no abrir los ojos y perder la
concentración y la posibilidad de volver a mi vida anterior. Pero los ojos se
me abrieron solos.
Al principio no pude distinguir qué eran. La retaguardia del rebaño ya iba a una cuadra subiendo por
Cuareim y pasando Durazno, internándose en la galería ojivada de plátanos. Eran
unos culos grandes y marrones, cientos, pero no alcanzaba a verles la cabeza a
ninguno. Hasta que uno de los animales del final se detuvo y levantó su trompa de tapir en un extraño llamado, o saludo,
que me decía que, yo, iba a seguir allí hasta el final del tiempo.
Quedé paralizado, inmovilizado por el mismo
aire que me rodeaba, adentro de un chaleco de fuerza hecho de enajenación
e indiferencia. Yo era la única conciencia existente en todo lo visible y
lograba detectar y vivir la conciencia indiferente de todas las otras cosas, en
un castigo infinito.
Por la bajada de la calle llegaron las bostas
redondas para decirme que volviera a la rambla.
Empecé a bajar hacia el mar con la mente tomada
por un tornado de pensamientos que arrasaba todo lo que veía convirtiendo todas las
cosas en otras, hasta revelarme su origen mismo, las razones originales que las
habían creado.
Las botellas vacías y rotas brillaban contra
los cordones de Gonchi Ramírez como los restos de una última fiesta, acaso
celebrando la bacanal del fin del mundo.
Esa bacanal había existido, efectivamente celebrando la extinción del mundo conocido, pero nadie supo que el mundo no se terminaba sino su raza, y que todo iba a quedar así, impávido, en una burla de desprecio a sus planificadores y constructores y habitantes por haber hecho los edificios tan feos, por haber ignorado el murmullo de los árboles almados y los suspiros altos de las palmeras, despreciando los patios con un sol adentro que fueron cegando con techos de zinc y bloques grises y piedras lajas, huyendo del horror criado entre malvones abandonados y revividos cruelmente en canciones que nadie cantaba porque eran canciones compuestas justamente para eso, para que lo muerto siguiera muerto vaciando el tiempo de tiempo.
Esa bacanal había existido, efectivamente celebrando la extinción del mundo conocido, pero nadie supo que el mundo no se terminaba sino su raza, y que todo iba a quedar así, impávido, en una burla de desprecio a sus planificadores y constructores y habitantes por haber hecho los edificios tan feos, por haber ignorado el murmullo de los árboles almados y los suspiros altos de las palmeras, despreciando los patios con un sol adentro que fueron cegando con techos de zinc y bloques grises y piedras lajas, huyendo del horror criado entre malvones abandonados y revividos cruelmente en canciones que nadie cantaba porque eran canciones compuestas justamente para eso, para que lo muerto siguiera muerto vaciando el tiempo de tiempo.
Entre los terraplenes despeinados, sobre el
fondo de las altas paredes fósiles del cementerio, los bloques de viviendas a
medio hacer me resultaban tan empecinados por existir muertos, todos habitados
de palomas grandes como águilas y gorriones grandes como palomas, y me
resultaba tan obsedida la población que insistió en levantarlos, tan
desesperada por construir lo que la ciudad había pedido no tener nunca y que
clamaba, en un aullido que podía oír adentro mío, no existir, no ser, o ser
liberada ella misma a la acción desintegradora, infinitamente justa, de las
radiaciones cósmicas como una lluvia kármica, como revelación indesmentible de
una ausencia completa y natural que nadie había querido respetar.
Sin nadie dispuesto a no existir, los bloques
abandonados eran la prueba de un acto de colosal desobediencia, el rastro
último de una cobardía colectiva, ya que todos habíamos evitado dejar a la
ciudad librada a su voluntad, que era el abandono, una voluntad que se revelaba
ahora en su parálisis como el reflejo condicionado de una rana muerta, su
insistencia desmayada por reproducirse eternamente en la imagen que
creía tener de sí misma —todavía activados los reveladores— en sus fotos viejas, en sus
daguerrotipos partidos al fondo de cajas de madera podrida.
Ahora yo veía el engaño, la trampa al solitario-colectivo, la ceguera vecinal, veía la fabricación, en las mentes reducidas de
los antiguos pobladores —reducidas por
los disparos últimos de sus pantallas móviles, flexibles y de todos los
tamaños— de unos jardincitos inconcebibles que alguna vez soñaron con regar
como si hubieran sido las calles que aprendieron de memoria en revistas
satinadas que enseñaban a hibridar tulipanes, a enredar de nuevo enredaderas y
a podar estrellas federales que no reconocían como propias, porque todo era
confusión.
De entre los pastizales saltó una perdiz
huyendo de mí, grande como una gallineta, en un vuelo recto y sonoro como el de
un insecto, como si tuviera un motor. Y se perdió entre los penachos altos de
las pajas bravas que partían las planchadas agujereadas por charcos donde
nadaban unos insectos grandes y brillantes como cucharones. Y a medida que
seguía bajando hacia la rambla, sentía que bajaba hacia el fondo de mí,
hacia el fondo de un abismo que venía evitando todo este tiempo distrayéndome
en la visión ocasional de mis probables vidas vislumbradas desde mis
bifurcaciones y desde la mirada de todo lo viviente. Y podía entrever
que no habría de tener más estos avistamientos sino que iba a adoptar las
identidades que me fueran impuestas a saco y que esa adopción forzosa,
sorpresiva y misteriosa era, a la vez, la constatación última e inútil de que
ya no habría de presenciar mi vida desde ningún punto de vista, desde ninguna
perspectiva. De aquí en más sería algo parecido a todas las cosas, a cualquier cosa, es decir, a lo que me tocara ser en aquel mundo donde todo era yo mismo en
aquel mediodía de elecciones tan repentinamente cálido.
Todos tenemos el mismo nombre, que es el mío.
Todos los lugares son el mismo, que es este. Todos los momentos son ahora y
siempre, vacíos de tiempo, que no existe.
Casi cayéndome por las rampas de hormigón entre
los edificios altos y anaranjados voy viendo, a lo lejos, la mancha cuadrada de
la 4X4. Era el único vehículo en toda la rambla, estaba en el mismo lugar del accidente.
La puerta del conductor seguía abierta y, más
adelante, a unos veinte metros, la mancha alargada de Fernanda Fortuna iba
adquiriendo el volumen y las sombras de su cuerpo intacto, en la misma posición
boca arriba, con el rictus sonriente de mi última visión.
En el momento en que la estoy mirando a ella, lo
veo a él: al candidato nacionalista Jorge Larrañaga.
Estaba parado ahí, recostado contra el frente de la camioneta, en carne y hueso: vivo. Y me estaba mirando desde lejos, me estaba esperando. A través de él no podía ver nada, como me ocurría con los animales.
Estaba parado ahí, recostado contra el frente de la camioneta, en carne y hueso: vivo. Y me estaba mirando desde lejos, me estaba esperando. A través de él no podía ver nada, como me ocurría con los animales.
Tuve algo parecido al miedo pero, por otra
parte, era la posibilidad de establecer contacto con un ser humano, aunque fuera
conocido de la tele. En cualquier caso, algo me resultaba familiar también en
esta situación.
Larrañaga estaba recostado contra el auto, con
las piernas estiradas y cruzadas, con los brazos cruzados también y la cabeza
algo ladeada, los ojos entrecerrados, midiéndome.
En la cara se le abrió
una sonrisa enorme y desencajada como si no estuviera acostumbrada a sonreír. Y con la voz característica de Jorge Larrañaga me dice, sacándose una mano del
codo y señalándome con el índice, como desde la tele:
Hola, te habla Jorge Larrañaga.
Hola, le respondo.
Antes que nada —me dice, girando un poco la
cabeza para mostrar el otro costado— te pido disculpas por robarte unos minutos
de tu tiempo. Pero creo que puede interesarte.
Yo miraba para los costados instintivamente. No
sabía si huir o quedarme ante aquella aparición. Pero antes de decidir, él siguió.
Te voy a hacer una propuesta que seguramente no
te dejará indiferente —y volvió a sonreír gélidamente-. Te voy a proponer algo que
te hará pensar en cosas que no pensaste nunca antes, considerar de nuevo muchas de
tus convicciones que creías acendradas, fijas, inmutables.
A... de... lante, Larrañaga.
Quiero que entiendas que yo, Jorge Larrañaga —y
se puso las manos sobre el pecho—, que he dado la vida por el Partido Nacional
(y me siento con el derecho y principalmente en el deber de hablar en nombre de
todos los nacionalistas) tenemos muy en
cuenta que has sido el único responsable de la muerte de la candidata
progresista Fernanda Fortuna, lo cual nos ubica en una situación desventajosa,
delicada, muy comprometida...
Verá, Larrañaga, yo...
...de la que ya hemos deslindado
responsabilidades gracias al asesoramiento de los más prestigiosos juristas del
país! -dijo esto levantando el dedo índice y las
cejas al mismo tiempo.
En una mezcla de rabia y resignación, pude
decir:
Pero ustedes... me pidieron...!
Larrañaga quedó brevemente callado mirando para
abajo con las manos juntas, como rezando. Luego las abrió como la cola de un
pavo real y volviendo a la sonrisa imposible, siguió:
Es cierto, el directorio del partido te
solicitó, tiempo atrás, un poema para recitar en nuestra convención (con verdadero
suceso según recuerdo) la composición y recitado de un poema... orto... orto...
...octosílabo.
Exactamente. Ahora bien, me siento en la
obligación de comunicarte, en el nombre del Partido Nacional y de todos
nuestros antepasados, que hemos decidido cerrar filas frente a este tema y
condenar frontalmente tu poesía destructiva...
¡Pero Larrañaga...!
...porque los procedimientos “mágicos” —hizo el
signo de comillas con los dedos— están completamente reñidos con nuestra
tradición democrática y, sobre todo, con la tradición más importante de todas ¿verdad?: la de ser verdaderos uruguayos.
Y señalando para arriba, agregó, casi en un
susurro:
¡La única magia que aceptamos es la de Nuestro
Señor!
Volvió a sonreír gélidamente.
Es cierto también, y me corresponde
reconocerlo, que debimos haber hecho una búsqueda más exhaustiva de tus
antecedentes. Sin embargo, esta desafortunada omisión no te exime de la
responsabilidad de este lamentable deceso, aun tratándose de una figura que se
encuentra en nuestras antípodas ideológicas como todos sabemos, pero que
respetamos como siempre hemos respetado a nuestros adversarios en la sociedad
abierta y plural que siempre promovimos y defendimos. Por esta razón,
seguramente no estás posibilitado a negarte a mi propuesta.
Lo estoy escuchando.
Concretamente, me interesaría mucho tu
participación en nuestra agrupación...
Estimado Jorge, yo YA pertenezco a varias
agrupaciones, de muy distinta naturaleza y posiblemente...
...y como ya sabemos, son tiempos de políticos
adivinos, ¿no es cierto? Sin ningún lugar a dudas, tus talentos adivinatorios
innatos podrán servirme para llevar adelante mi propuesta, la cual, como se
sabe, es de vital importancia para el futuro del país. Pero por favor, no tomes
esto como una amenaza sino como un hecho consumado porque, de no aceptarla, te
verás interrogado por los inspectores de la Dirección Nacional de Adivinación.
Seguramente tendrás pocos argumentos a tu favor, dados tus conocidos
antecedentes —y me señaló con la cabeza la mano de los tres dedos.
Por lo tanto, no te estoy animando a que te
unas a mis filas, estimado correligionario, sino que te conmino a que te unas a
mí, a mí mismo, a mi persona física.
...
Sí. Quiero que te conviertas ahora mismo en
alguna parte de Jorge Larrañaga de tal forma que, a mi comprobado éxito
político, se le sume también tu capacidad adivinatoria.
La facilidad de palabra de
Jorge Larrañaga me impedía desprenderme de aquella maquinaria
de seducción política, con todas sus amenazas y sus ansias enloquecidas de
poder.
En ese momento, Jorge Larrañaga se incorporó de
la camioneta y avanzó hacia mí con la sonrisa grande y chata y con los brazos
abiertos. Y antes de que yo pudiera hacer nada, logró abrazarme y logró
incorporarme, demasiado rápidamente, a él, creo que por abajo de un brazo.
Me convertí en todo Jorge Larrañaga. Mis nuevos brazos gordos intentaron asir el espacio del aire donde había estado mi yo anterior. Fue como querer agarrar gallinas.
Me convertí en todo Jorge Larrañaga. Mis nuevos brazos gordos intentaron asir el espacio del aire donde había estado mi yo anterior. Fue como querer agarrar gallinas.
Con el impulso casi me caigo para adelante. Sería por el nuevo peso y volumen adquirido luego de la transformación en un político de mi talla que el equilibrio no lo recuperé fácilmente, pero supe adaptarme.
El peso extra me resultaba nuevo por un lado pero, por otro (sería por ese flaco que todos llevamos dentro) me adaptaba bastante rapidamente a mi nueva dimensión de candidato presidenciable.
Lo más importante, tenía una nueva conciencia, una nueva luz sobre mi vocación política, una conciencia sutil de mi carrera. Las recién agregadas capacidades poéticas me hacían percibir, con sensibilidad microscópica, todos los comportamientos del mundo en todas sus escalas. Tenía un mapa completo y denso de la situación, por decirlo así, al tiempo que desconocía por completo lo que estaba sucediendo. No alcanzaba a distinguir hasta donde iba el poeta y hasta iba donde yo.
Esta nueva faceta, poética,
curiosa, investigadora, a todas luces invocatoria, me puso en cuestión a mí
mismo, a Jorge. Me interpeló en mi condición de zoon politikon al
tiempo que me impulsaba a seguir adelante en la comprensión de un mundo que se
mostraba ante mí para ser guiado por mí, en el sentido del verdadero progreso, tan
esquivo a la especie humana en esta zona del planeta, principalmente en estas
últimas décadas de confusión. Todo era tan claro y desolado.
Mi nueva condición de poeta adivino quedó tan incorporada en mi cuerpo de Jorge Walter Larrañaga García, que logró arrebatarme los dedos meñique y anular de la mano derecha. Pero era un sacrificio que debía asumir con entereza y gallardía por el bien del futuro del país.
Mi nueva condición de poeta adivino quedó tan incorporada en mi cuerpo de Jorge Walter Larrañaga García, que logró arrebatarme los dedos meñique y anular de la mano derecha. Pero era un sacrificio que debía asumir con entereza y gallardía por el bien del futuro del país.
Y así, contemplando mi nueva e incompleta mano
de político adivino quedé enfilado, presentado hacia la placita
de juegos infantiles y canchas de fútbol que está delante de la compañía del gas
y que ahora podía ver muy bien y panorámicamente, como un gran telón de fondo
iluminado y diáfano desde la esquina alta que hace la rambla con WILSON
FERREIRA ALDUNATE.
Desde allí pude ver, bajo el sol magnífico del inesperado mediodía, el extraño paisaje que se desplegaba cerca del Dique
Mauá. (Es decir que el sol estaba subiendo al firmamento desde el poniente, o
Este y Oeste habían cambiado sus lugares).
Habrá sido porque la mayor parte de mi vida la
pasé en establecimientos rurales, que hasta ese momento sólo me había conmovido
con los relinchos lejanos en los atardeceres, con los silbidos potentes y
susurrantes de los búhos blancos, con el mimético revoloteo de los dormilones
al caer el sol sobre la orilla argentina del río Uruguay, que esta visión de la
ciudad me dejaba sin palabras.
Todo el parque para niños y las canchas de
fútbol y de basket por delante del edificio en ruinas, todos los espacios
grandes de pasto crecido y salpicados aquí y allá de esculturas extraterrestres,
estaban invadidos por una colonia inmensa de elefantes marinos, gigantes y
brillantes bajo el sol cenital. Me maravillaba hasta el delirio ver la manada
de estos pinípedos que no recordaba haber visto ni en las figuritas de Vida y
Color que juntaba allá en mi querida Paysandú, pero que mis recién adquiridos
conocimientos como naturalista me permitían clasificarlos claramente como eso,
pinípedos, los más grandes desde el comienzo de los tiempos, e incluso
clasificarlos de acuerdo con el filo, la clase, el orden, la familia y el
género. Sí: mirounga leonina, hermoso nombre que seguramente le ponga a la
primera yegua que me compre este año.
Cerca de la fila de subeybajas, dos machos
levantaban sus troncos fusiformes rematados en hocicos elongados con los que se
daban coces y mordiscos feroces entre rugidos terribles y chorros de sangre bajo
la mirada resignada, temerosa ocasionalmente, distraída otras, de cientos de
hembras aullando para orientar el paso ciego de sus cachorros negros mientras
otros machos más jóvenes aprovechaban la distracción de los grandes dando
rodeos y moviéndose, reptando como orugas colosales que dejaban ver las ondas
vibratorias de su interior graso y fofo y abundante.
Con mis nuevos poderes, quise ponerme en contacto telepático con estos machos jóvenes que —intuía— podían tener mayores inquietudes o menos resquemores hacia la actividad política. Considero que los animales deben ser considerados también como zoones politikones puesto que también los homínidos sufrimos durante siglos la creencia infundada de poseer una mente obtusa que apenas nos daba para fabricar agujas de hueso. Y no fue así. Y todos debemos dar nuevas oportunidades, confiar en el futuro, ese desconocido, y pensar no en una democracia para todos los hombres sino para todas las cosas, animadas e inanimadas.
Por otra parte, el Partido Nacional se ha
caracterizado desde su fundación por la renovación de sus cuadros, tarea que
hemos llevado siempre con convicción y honestidad, por lo cual no debe verse,
en mi intento de reclutamiento de los ejemplares más jóvenes, un oportunismo de
nuestra parte, es decir, tomar provecho de algún resentimiento hacia los machos
viejos porque a los jóvenes no les permitieran tocar una sola de las cien
hembras bañadas en feromonas.
En este esfuerzo telepático,
pude encontrar, en algún lugar de mi percepción extrasensorial, unas
oquedades invisibles hundidas en el espacio, dominadas por un evidente magnetismo sexual que partía de
allí mismo, es decir de mi interacción con el harén. Yo era un atractor al
tiempo que las oquedades recibían cientos de radiaciones sexuales desde el
exterior y de signos inquieta, violentamente opuestos.
Durante minutos aciagos y sudorosos intenté
permanecer a la puerta de estas oquedades cósmicas para ver si, en una de esas,
lograba un cierto intercambio de información. Pero debí
abandonar la tarea cuando las elefantas empezaron a arrastrase hacia mí,
flanqueadas por los machos jóvenes, es decir hacia quien seguramente reconocían
como su líder natural lo que provocó, como se entiende, la inmediata reacción de
los machos grandes, que abandonaron la pelea y comenzaron a avanzar también
hacia mí como dos babosas gigantes y enloquecidas.
Toda la colonia empezó a subir el repecho de la
rambla a una velocidad mayor de la esperable. Y mucho antes de buscarles
telepáticamente el odio ciego en el cerebro a los dos machos líderes (porque se veía
de lejos), corrí por donde había venido hasta alcanzar la 4x4, subí y cerré
la puerta de un portazo. Esto provocó el detenimiento súbito de la colonia.
Todas y todos pegaron la vuelta lenta y cansinamente, los machos viejos con los cuellos levantados y airosos, hasta que, ya en su sitio original, volvieron a darse coces y mordiscos.
Esperé cuarenta y ocho horas hasta que la
colonia se fue, zambulléndose de a poco en el mar crecido hasta el borde de la
rambla. El sol seguía en el mismo lugar, porque todo el firmamento era un
decorado tan perfecto que también emitía calor.
Durante todo ese tiempo, no dejaba de
contemplar el cuerpo inerte sobre el suelo de la desafortunada Fortuna.
Oh Fernanda, cómo sufría al verte así,
paralizada en tu imagen más conocida, tan ausente en tu compenetrada sonrisa
progresista. Qué inédita emoción me sacudía este, mi mentón firme, al ver que
alguien te había dejado dos monedas de diez pesos sobre los párpados.
Al tomarte de la espalda y de las corvas para
levantarte, las monedas cayeron sobre el asfalto con un ruido ahogado, rodaron
cada una por su lado hasta quedar acostadas, una junto a la otra, a la misma
distancia que mantenían sobre tus ojos, como una perpetuación de tu mirada,
como si todavía me estuvieras mirando, como si me preguntaras si había sido yo
el que venía manejando la 4X4 cuando cruzaste la rambla, distraída por
mi yo anterior que esperaba en el semáforo, de tal forma que, ahora, yo era de
nuevo responsable de tu muerte como conductor, duplicándome la culpa, ubicándola entre
dos espejos paralelos que la reproducían hacia los costados hasta difuminarse
en el infinito en una extensa y grácil curva, como una hélice toda hecha de
naipes, de cartas superpuestas de las que debía adivinar su revés, acaso para
identificar el arcano que, al menos, me nombrara sin sombra de dualidad, sin
posibilidad de partir mi vida al medio, sin repartirla en oportunas bifurcaciones
que resultaban lastimosas cuando lograba detectarlas desde el futuro como una
distracción para evitar el presente. Como siempre, el pasado era un racimo
doloroso de posibilidades descartadas, un caleidoscopio roto, un abanico
abandonado en una antigua casa de balneario.
Pero al tomarte y levantarte, no te doblaste. Estabas
rígida por el rigor mortis, y no pesabas nada. Eras como una talla en madera
balsa, como una escultura de plástico hueca. O quizás era sólo mi fuerza
descomunal por la que soy conocido (una vez di vuelta un toro por los cuernos).
Te llevé y te puse así, rígida, con la cabeza
apoyada en uno de los bordes de la caja de la camioneta, como un maniquí. No
sé, yo pensaba que, en algún rincón de tu existencia, aún veías el paisaje
en el camino a tu entierro, iba a darte cristiana sepultura,
como corresponde a un hombre de mi integridad y de mi fe.
Mi cabeza era tomada por una imagen tuya que
había quedado encerrada en mí sin saber si había sido un verdadero registro o
un invento mío que, en cualquier caso, te fabricaba ahora con un afecto perdido
o desusado, revelándote un hálito mórbido que te hendía el cuerpo a todo lo
largo, como si estuvieras plegada por una debilidad, como si estuvieras
debilitada por un dolor, dolorida por un deseo que no encontraba consolación en
ninguna parte del cosmos ni de ninguna religión, como tomada por el fantasma de
una fantasía que te venía estrangulando invisiblemente con cada militante que
ganabas en cada uno de tus discursos, tan articulados, tan correctos, tan
biempensantes al punto de que lograste avergonzarme de mi propia carrera
política, que siempre había creído solidaria con los más desfavorecidos en
algún remoto punto, a mí, parado en la última fila de cada uno de tus actos
barriales, empresariales y académicos disfrazado con sacos de lana, bufandas
con flecos y barbas postizas. ¡Oh, Fernanda, perdón!
¿Perdón de qué, Jorge? —preguntó una voz a mis espaldas.
La voz la conocía. Y era la última voz que
quería oír en ese momento: la inconfundible voz del pendejo de Luis Alberto
Soy: Lacalle Moe.
Te estoy hablando, Jorge. ¿Perdón de qué?
Me lo preguntaba con su voz aflautada, impertinente,
inmadura. Sólo la disciplina partidaria pudo obligarme a responderle al
imberbe.
Lentamente me di vuelta y lo vi, con su altura
pequeña, sus ojos pequeños y sin expresión, la boca abierta en una sonrisa
naturalmente insultante, su jactancioso pelo lacio y rubio que haría las
carcajadas de peones y capataces.
Mirá Albertito —le digo—, yo atropellé a esta
mujer unas horas atrás y tengo que hacerme responsable cueste lo que cueste.
Le dije esto mientras extendía mi brazo en un
arco teatral mostrándole la yacente Fernanda Fortuna boca arriba, como la
estatua de una tumba.
Albertito no movió una pestaña. Me seguía
mirando sin mirarla a ella, como si no existiera, como si no hubiera pasado
nada.
A ver, Jorge —me dice imperturbable—: la Fortuna
cruzó la rambla como su estuviera caminando en el jardín de la casa, ¿no? No fue
culpa tuya. Me extraña que te conmuevas tanto, te hacía más guapo.
Por un momento vi todo rojo.
Mirá —le digo—, pasa que desde que incorporé al
poeta adivino a mi interior veo las cosas de otra forma.
¿Ah sí?
Sí. Además de haber incorporado una serie de
capacidades paranormales (telepatía, adivinación, etcétera) descubrí que,
justamente, tales capacidades me están permitidas por el conocimiento de mí
mismo y por lo tanto de los seres humanos en general, quiero decir, de todos
los seres humanos sin excepción. ¿Entendés?
¿Seres humanos?
Exactamente.
Qué limitado, Jorge. Pensaba que también podías
entrar en contacto con la conciencia de los animales, de las plantas, de las
piedras...
Ah, sí, también!
No te preocupes, Jorge, todas esas cosas no me
interesan. Simplemente vine para exigirte, en nombre del partido y de todos
nuestros antepasados, de los que soy el legítimo heredero dado el resultado
demoledor de las elecciones internas...
Pará, Albertito. ¡Acá el adivino soy yo!
Claro, claro. Pero decime: ¿qué te dice tu nueva
aptitud premonitoria, Jorge? A ver, contame.
Bueno, sí... el ganador vas a ser vos. ¿Pero
cómo sabías?
Las encuestas, Jorge.
¡Pero la encuestas dicen que gano yo!
Por eso mismo. Las encuestas están creadas para
que la gente crea que eso va a pasar. Entonces, ante un resultado científico,
comprobado, profesional, la gente se asusta y termina votando al perdedor. Somos
un país de perdedores, Jorge, siempre gana el perdedor. Y no lo digo sólo yo...
De toda formas, como te decía, te exijo que me
entregues, a como dé lugar, en la forma en que puedas, estas potestades de las
que te apropiaste sin ninguna consulta y comprendas que la capacidad
adivinatoria debe quedar en manos del líder natural, es decir, yo. Como sabrás
de sobra, tengo el derecho y el deber de conducir los destinos de nuestra
colectividad, y por lo tanto del país, por los caminos que me indiquen las
premoniciones.
Mirá, Alberto: no vas a
ganar las nacionales. Con suerte pasás al balotage.
Obvio, Jorge. Pero yo miro hacia el futuro de
verdad. Yo necesito incorporar al poeta adivino para un trabajo a mediano plazo
que me dé las facultades para llevar al partido a la gloria que nunca tuvo. Por
tu parte, ya fracasaste dos veces. Calculo que en tu mundo de adivinaciones
no habrá una sola imagen tuya con la banda presidencial.
El pendejo me miraba sin mover un
músculo. Ni siquiera había sarcasmo. Estaba totalmente convencido de su
misión en el planeta Tierra, por lo tanto sus palabras me doblegaban en su
verdad inocente, indesmentible.
Tuve como un trastabilleo: el poeta adivino
buscaba salir de mi interior!
El poeta poseía una autonomía que, aún dentro de mí, le permitía atravesar los cuerpos. Y esos poderes estaban también habilitados por los deseos incontestables de quien se creyera en el derecho genuino de incorporar al poeta (como había sido mi caso) porque era evidente de que el poeta se movía hacia donde detectaba el origen de una verdad, fuera de la naturaleza que fuera, del color político que fuera, de la ideología que fuera, atraído por la verdadera convicción que a mí empezaba a faltarme, tanto por el diálogo que había perdido con Soy: Lacalle Moe como porque el poeta adivino y sus poderes misteriosos ya me abandonaban deslizándose fuera de mi cuerpo por el mismo lugar por el que había entrado, como por abajo de un brazo.
El poeta poseía una autonomía que, aún dentro de mí, le permitía atravesar los cuerpos. Y esos poderes estaban también habilitados por los deseos incontestables de quien se creyera en el derecho genuino de incorporar al poeta (como había sido mi caso) porque era evidente de que el poeta se movía hacia donde detectaba el origen de una verdad, fuera de la naturaleza que fuera, del color político que fuera, de la ideología que fuera, atraído por la verdadera convicción que a mí empezaba a faltarme, tanto por el diálogo que había perdido con Soy: Lacalle Moe como porque el poeta adivino y sus poderes misteriosos ya me abandonaban deslizándose fuera de mi cuerpo por el mismo lugar por el que había entrado, como por abajo de un brazo.
Todos tenemos el mismo nombre, que es el tuyo.
Todos los lugares son el mismo, que es aquel. Todos los momentos son ahora y
siempre, vacíos de tiempo, que no existe.
Lo vi entrar en mi cuerpo como un torrente a la
altura del abdomen. Al principio no sentí nada, ni una náusea ni un mareo. Pero
algo le había pasado a Jorge, porque se acercó a la camioneta, se apoyó con un
brazo y empezó a vomitar y a llorar, como en un pedo triste.
Se sentó contra la rueda y siguió llorando desconsolado, porque nunca más iba a ser el mismo.
Se sentó contra la rueda y siguió llorando desconsolado, porque nunca más iba a ser el mismo.
De mi parte, no encontraba cambio
físico alguno en mí, pero miraba el paisaje con una curiosidad nueva, inmensa, por todas las
cosas, diría con ternura: los volúmenes de los postes prismáticos de granito oropelando
la rambla, los dos agujeros que llevan a los lados esperando unas barras que
imaginé de bronce y que nunca habían sido colocadas, la facetación delicada de
las aristas, la curva de la rambla misma que se perdía hacia el Este, hacia mis
pagos, en una línea que, aún alejándose, entraba en mí. Y esta constatación se
acompañaba de la conciencia, tan vívida, del aumento descomunal de mi
vocabulario, que me hacía reconocer, con nombres nuevos, cada cosa que veía.
No había nada visible que no le encontrara un nombre nuevo, nuevos calificativos, metáforas que parecían salir de una fuente invisible: firmamento, cenital, azimut, magmático, amarronado, incandescente vuelo de gaviota, contrito, AdeNAL.
No había nada visible que no le encontrara un nombre nuevo, nuevos calificativos, metáforas que parecían salir de una fuente invisible: firmamento, cenital, azimut, magmático, amarronado, incandescente vuelo de gaviota, contrito, AdeNAL.
Reconocía el nombre científico de todos los
animales y de todas las plantas, porque me era revelado un lenguaje desconocido
que quería comenzar a hablar de aquí en adelante y para siempre. Yo era un
Linneo recién clonado cuyos recuerdos eran chequeados a la perfección por
primera vez:
la bandada de Phalacrocorax olivaceus abriendo y secando sus alas al sol y algún otro, solitario, navegando y sumergiéndose ocasionalmente en el agua
las espectrales Egretta alba apareciendo en el pasto de los canteros al barrer el paisaje con la mirada, todas mirando al mismo punto, al sol del atardecer
las islas de Phytolacca dioica contra los edificios naranjas ofreciendo su bellasombra sobre el pasto verde con zonas fluorescentes, todo en un déjà vu violento, casi intolerable, porque todas esas visiones pertenecían a un pasado que no había registrado nunca.
El poeta adivino me habilitaba, más bien me obligaba, a permear las cosas al verlas, a penetrarlas dolorosamente, quizá por ese dolor habitual e incomprensible que acompaña a los poetas solo porque el mundo está ahí. Y esta nueva sensibilidad laceraba mi carne, desacostumbrada a tales invisibles infinitas agujas. Fue entonces que sobrevino el dolor insoportable.
la bandada de Phalacrocorax olivaceus abriendo y secando sus alas al sol y algún otro, solitario, navegando y sumergiéndose ocasionalmente en el agua
las espectrales Egretta alba apareciendo en el pasto de los canteros al barrer el paisaje con la mirada, todas mirando al mismo punto, al sol del atardecer
las islas de Phytolacca dioica contra los edificios naranjas ofreciendo su bellasombra sobre el pasto verde con zonas fluorescentes, todo en un déjà vu violento, casi intolerable, porque todas esas visiones pertenecían a un pasado que no había registrado nunca.
El poeta adivino me habilitaba, más bien me obligaba, a permear las cosas al verlas, a penetrarlas dolorosamente, quizá por ese dolor habitual e incomprensible que acompaña a los poetas solo porque el mundo está ahí. Y esta nueva sensibilidad laceraba mi carne, desacostumbrada a tales invisibles infinitas agujas. Fue entonces que sobrevino el dolor insoportable.
Jorge caminaba despacio con las manos
en la cintura contra el borde de la rambla, miraba el agua y respiraba hondo,
recuperándose de a poco, cuando sentí, en la nuca, un ardor intenso que fui
detectando como dos ardores, como dos círculos incandescentes, dos taladros que me
dejaron de rodillas. Sin dejar de sentirlos en la nuca, se reprodujeron también
en el pecho como dos balazos que no terminaban de entrarme al cuerpo y luego
dos más en el vientre.
¿Cuál era el origen de aquel dolor insoportable y simétrico?
¿Cuál era el origen de aquel dolor insoportable y simétrico?
Bajo este dolor, mi imaginación creció insólitamente y se extendió como una inundación sobre las pampas hasta que
reconocí dos sauces que sobresalían del agua crecida: en mí se hacían carne los reconocidos dos puntos que se intercalan en mi apellido patricio, único,
original, indesmentible, aristocrático y obvio. Hacían mella en mi
cuerpo.
¿Es que yo no merecía tal distinción? ¿Ya no estaba a su altura anunciadora y expositiva sino que finalmente resultaban superfluos, vanos e inútiles? Dentro de mí se libraba una lucha de clases. Y fui certero en mi diagnóstico, porque el dolor intolerable desapareció como con la mano.
¿Es que yo no merecía tal distinción? ¿Ya no estaba a su altura anunciadora y expositiva sino que finalmente resultaban superfluos, vanos e inútiles? Dentro de mí se libraba una lucha de clases. Y fui certero en mi diagnóstico, porque el dolor intolerable desapareció como con la mano.
Jorge —le digo—, creo que tenés razón, creo que
tenemos que darle cristiana sepultura a esta señora.
Jorge no respondió inmediatamente, se quedó
mirando el horizonte como si no supiera qué decir. Después de la transmutación,
muchas de sus nuevas convicciones y emociones habían desaparecido, pero otras
no. Y había un residuo de poesía, de
resignada melancolía, porque se dio vuelta hacia donde estaba el cuerpo rígido
de Fernanda Fortuna recostado contra el borde de la caja de la camioneta y
dijo, con voz quebrada:
Fernanda...
La camioneta era de Jorge, pero yo quedé al
volante. Las cosas se daban así, casi sin discutir, en una nueva
complicidad que crecía silenciosa entre nosotros.
Mientras Jorge se acomodaba en su asiento con
un suspiro, me quedé mirando el paisaje delante tratando de entender mi nuevo lugar
en el mundo, en el país, en el partido. Yo no descreía de mi lugar como líder
natural, yo iba a ser el triunfador inesperado en las internas, pero la
victoria que anunciaba la premonición de Jorge me decepcionaba, en algún punto,
de mí mismo. Porque los rasgos desconocidos de un carácter nuevo empezaban a manifestarse.
Por primera vez, dudaba de mis condiciones de
líder natural, aun heredando una tradición política que muchos habrían querido
tener. ¿Debía cargar con esa responsabilidad? ¿No tenía mucho más que esperar
de mi ociosa vida? ¿Qué intentaba asegurar de mi vida personal en esta
candidatura? Además de las obvias comodidades y ventajas que me permite ejercer
el poder, ¿existe la vocación de servicio? ¿Existe en mí?
Me miré en el espejo retrovisor para
confirmar en mi cara juvenil las marcas
de la estirpe Soy: Lacalle Moe de las que estaba orgulloso hasta minutos atrás.
Cuando me acomodé el pelo rubio y lacio igual al de mamá sobre la cara igual a la de papá, veo que, en la mano derecha, me faltan dos dedos. Y con los dedos se me habían ido más cosas. Se iban por una carretera nocturna siguiendo la línea del medio, blanca e intermitente, flanqueada ocasionalmente por las amarillas antes de llegar a las curvas para salvarme de los peligros que excepcionalmente había desafiado alguna vez, confiado en la ausencia del resplandor, atrás del repecho, de un camión que no salió esa noche desde el fondo del destino.
Cuando me acomodé el pelo rubio y lacio igual al de mamá sobre la cara igual a la de papá, veo que, en la mano derecha, me faltan dos dedos. Y con los dedos se me habían ido más cosas. Se iban por una carretera nocturna siguiendo la línea del medio, blanca e intermitente, flanqueada ocasionalmente por las amarillas antes de llegar a las curvas para salvarme de los peligros que excepcionalmente había desafiado alguna vez, confiado en la ausencia del resplandor, atrás del repecho, de un camión que no salió esa noche desde el fondo del destino.
Al fugar por la carretera, veía todas esas cosas juntas por
primera vez: las piscinas de Carrasco entre montes de álamos y liquidámbares,
las estancias onduladas que nacieron conmigo, las fiestas tapadas de minas, las
rayas que atravesaron mesas de vidrio de lado a lado y otras tantas de laca
negra en duplex de Pocitos, tantos apartamentos y tantas casas que no llego a
distinguirlos en mi memoria abigarrada de experiencias placenteras, toda
bendecida por una vida abierta al cielo del campo que se iba poblando, aquí y
allá, de nubes desconocidas de preocupación.
Arrancá Alberto, me dice Jorge.
Prendí el auto tomado por el sobresalto, tan
ensimismado estaba. Jorge iba con el codo recostado en la ventanilla abierta y
cada tanto me miraba.
Jorge —le digo mirándolo alternativamente a él y a la calle delante—, sé
que todo este tiempo he venido tratándote bastante mal y me quiero disculpar.
Comprendo que he pecado por joven y pedante y que tu trayectoria extensa y
denodada no ha sido suficiente frente a mi inesperado éxito (aunque no
inesperado para mí).
Igualmente, esto no debería hacerte creer que te he tratado mal si así hubiera resultado por alguna desinteligencia del destino.
Igualmente, esto no debería hacerte creer que te he tratado mal si así hubiera resultado por alguna desinteligencia del destino.
Sé que no te caigo bien, que nunca te he
simpatizado y por lo tanto quería proponerte una tregua en esta lucha sorda,
presentar una détente en esta guerra fría electoral que no ha hecho provecho ni
justicia al Partido Nacional.
Quería decirte que, en virtud de la relación que nos ha unido, por la gloria eterna de nuestros antepasados y por aquella de las generaciones futuras, así como del valor de la fraternidad, uno de los bienes más preciados de nuestro republicanismo, quiero renunciar a mi candidatura en estas internas para darte el triunfo que te merecés, Jorge, luego del esfuerzo de todos estos años, ¿qué decís?
Quería decirte que, en virtud de la relación que nos ha unido, por la gloria eterna de nuestros antepasados y por aquella de las generaciones futuras, así como del valor de la fraternidad, uno de los bienes más preciados de nuestro republicanismo, quiero renunciar a mi candidatura en estas internas para darte el triunfo que te merecés, Jorge, luego del esfuerzo de todos estos años, ¿qué decís?
Jorge casi consumía el cigarro. No daba
muchas pitadas, pero eran largas.
Mirá, Alberto -me dice-, yo creo que son las reglas del
libre juego democrático. El que gana, gana. El esfuerzo no cuenta. Además, si
esto es correcto o no, personalmente no estoy capacitado para pensarlo sin el
fantasma de los totalitarismos —decía esto con la cabeza inclinada mirando la
calle adelante. Cada tanto la cabeza se le iba para algún costado, distraído en
cosas afuera—.
Entonces te confieso —se puso la mano en el pecho-, no puedo pensar en esto libremente ni siquiera como un ejercicio intelectual, a los que no soy muy dado. Como sabrás, lo mío es la acción, bajar al llano, ensuciarme la manos. Y ahora llegan ustedes bajados de una tabla de surf y recién recibidos... Pero bueno, contra eso no se puede.
Entonces te confieso —se puso la mano en el pecho-, no puedo pensar en esto libremente ni siquiera como un ejercicio intelectual, a los que no soy muy dado. Como sabrás, lo mío es la acción, bajar al llano, ensuciarme la manos. Y ahora llegan ustedes bajados de una tabla de surf y recién recibidos... Pero bueno, contra eso no se puede.
Por eso —le digo, desatendiendo brevemente la
calle—, yo quiero cambiar esto. ¡Quiero volver a los viejos valores
de la política! ¡No quiero depender de una buena campaña publicitaria!
Alberto: SOLO dependemos de una campaña. La
política es una campaña sola, lo sabemos nosotros mejor que nadie.
¿Nosotros quienes?
Nosotros, Alberto, los blancos.
Los nacionalistas, Jorge.
El nacionalismo como ismo es una estupidez. El
nacionalismo, como cualquier nacionalismo, no es una ideología: es una ameba donde
nosotros vamos y venimos en el citoplasma.
¡¿Citoplasma?! ¿Y el núcleo qué es entonces?
...
El núcleo es la nación, Jorge, ¿qué va a ser?
Mirá, Alberto, en esto entran mis convicciones
personales que trascienden mi pertenencia partidaria y que trascienden toda
ideología. Tengo una formación religiosa, soy hombre de fe. Para mí el núcleo
de la ameba, como el núcleo de cualquier célula, es Nuestro Señor.
Jorge volvió a mirar por la ventanilla, pero
ahora sin prestar atención a lo que pasaba. Pitó por última vez y tiró el pucho
casi sin mover el brazo. Después se apretó el pecho con las dos manos y después
los bolsillos, hasta que sacó una caja de Coronado medio deformada y después sacó
un filtro moviendo la caja como un sonajero y agarró un cigarro con la boca y
tiró la caja para arriba de la guantera y con la misma mano sacó un zippo del
bolsillo de la camisa y prendió el cigarro. Lo cerró con una sola mano y no lo
tiró sino que inclinó el cuerpo hacia adelante y lo apoyó sin golpearlo, y después pitó largo y fuerte. Y mientras volvía a recostarse, mientras largaba un volcán
de humo que dobló y salió enseguida por la ventanilla a la tarde caliente,
siguió.
Albertito, vos no podés creer todo lo que
pensás en este momento. El poeta adivino está hablando a través tuyo. Aún peor,
está tiñendo de una moralina de cuarta todas tus convicciones políticas, todos
tus ideales, todas tus dotes estratégicas en extremo sagaces desde mi modesto
punto de vista —se puso de nuevo la mano del cigarro en el pecho.
A esa altura subíamos y bajábamos por los
repechos de Maldonado como en una montaña rusa.
No encuentro resentimiento en tus palabras —le
digo.
El tipo dio una segunda pitada, tan larga y
profunda como la primera, y respondió como diciendo algo que no quería decir.
Aparentemente, el pasaje del poeta adivino a
través de mi cuerpo, identidad y persona han dejado residuos en mí de una
sensibilidad completamente garca. Y posiblemente permanezca para siempre. O quizás
no, quién puede saberlo –y levantó los hombros.
Sí, quién sabe, ¿pero, por qué decís
“sensibilidad garca”?, ¿por qué una “moralina de cuarta?”
Bueno, la verdad me resulta una incapacidad,
mejor dicho un temor para enfrentar y aniquilar de una vez al enemigo.
¿Y cuál es el enemigo, Jorge?
Lamentablemente son dos: el Partido Colorado y
el Frente Amplio.
¿Ah, sí? ¿Cuál te parece más enemigo de
los dos?
El Partido Colorado. Es el que hay que destruir
definitivamente para quedar como únicos rivales frente al Frente Amplio, valga
la redundancia.
No es una redundancia.
El país tiene que volver al bipartidismo si
queremos retomar protagonismo, Alberto.
¡Pero entonces volvamos a la política de fusión, Jorge, fusionemos el Partido Nacional con el
Partido Colorado!
¿Qué le debés al Partido Colorado? No pactés
nunca con ellos. Te la van a dar, tarde o temprano. Nunca confíes en un
colorado. Además, es muy fácil, hay que eliminar al más débil.
Pero criticarlos sería favorecerlos...
No digo criticarlos. Ignorémoslos. Dejalos que
mueran solos. No tiendas ningún puente solidario, no les abras los brazos. El
futuro está entre el Frente y nosotros, ¡es obvio! Remember Paysandú, Luis
Alberto.
Dijo esto abriendo los ojos y tocándose la sien
con el dedo índice, como si tuviera algo que ver con un razonamiento oculto.
En cualquier caso —le digo—, yo quiero discutir
mi candidatura contigo.
Pero, Albertito —me dice, con la sonrisa
gigante y chata y sin sacarse el cigarro del costado—, ¿en serio me estás
creyendo lo que estoy diciendo? —miraba para los costados con los brazos
abiertos-. ¿No ves qué acá no hay nadie? ¿No ves que esto es un desierto? ¿A quién
vas a gobernar? ¿A los monos? ¿A los elefantes marinos? Yo ya pasé por eso. Fui
y vine. Olvidate de las elecciones, olvidate de la política, olvidate de todo.
Y miró para afuera mientras subía los hombros y
movía la cabeza para los costados y se reía.
Este Alberto —decía—, este Alberto...
Este Alberto —decía—, este Alberto...
Jorge, te confieso que pensaba adquirir capacidades adivinatorias que me fueran más útiles.
No digo que tus predicciones carezcan de sentido, te creo porque puedo leer tu
mente. Pero yo pensaba ver el futuro de una manera más clara, como los
videntes, como los tiradores de cartas...
Alberto, yo vi el futuro con mucha claridad: vi
mi derrota y tu triunfo, nuestras miradas esquivas en nuestro encuentro, mi
furia, me vi pateando un escritorio de roble, luego salía y pateaba todas las
sillas de plástico que me encontraba, los compañeros que no decían nada y
miraban de lejos.
Yo quería matarte, con estas manos, Dios me
perdone. Pero todo eso ya pasó, en algún punto no existe
ni existió. Tampoco el balotage. Creo y no creo en las predicciones que tuve.
También vamos a perder el balotage, Jorge,
me lo dijiste vos. Pero insisto: es curioso que yo no pueda ver el futuro como
vos. Yo sólo veo el presente con una intensidad desmesurada.
No sé qué decirte. En cualquier caso, la
transformación me deja la doble culpa de la muerte trágica de Fernanda. Y eso
no tiene remedio.
Creo que sí. A ver, pensá un poco.
Ahora fui yo que me toqué la cabeza con el
índice como indicando un razonamiento.
Está bien —le digo sin sacarme el dedo de la
sien—, no tengo la capacidad de ver el futuro, porque creo que no tengo una
necesidad genuina de hacerlo. No me interesa tanto la carrera política como
antes y seguramente sea resultado de la acción del poeta adivino y de su
descreimiento hacia la política y la vida misma. Pero en la intensidad de las
convicciones, él y yo estamos de acuerdo, y él me tiene que ayudar, ¡no puede
evitarlo! Pensá: como poeta, tuve la capacidad de provocar la muerte de la
Fortuna, así que tengo también la capacidad de resucitarla. Dame unos segundos.
¿Para qué?
Para componer unos versos que la resuciten.
¿Ahora?
...
...
A ver:
Tomada fue
su vida
por el ocio
de un poeta
y su muerte
también
este bate
la decide
así que te
invoco
por favor
Marieta
a que la
resucites
y que
también me ayudes
en todo lo
que puedas
¿Marieta?
Es una musa
inspiradora que invoco con frecuencia.
La verdad no me convence, Alberto, la rima casi
no existe y la métrica es floja, muy floja.
No importa, Jorge, de momento me preocupa el
arrebato lírico en la convicción que atravieso. Por otra parte, la métrica y la
rima me encorsetan, a mí me tira mucho el verso libre, pero la Poesía Política
a Pedido siempre ha sido muy conservadora, muy tradicional. Vos esperá.
Cualquier cosa tratamos de mejorarla o hacemos otra. Quizá no sea necesario
enterrar a nadie.
Jorge miró la caja de la camioneta por la
ventana de atrás. La Fortuna seguía como un maniquí. Con la velocidad se había
caído para adentro, pero no le había pasado nada.
Pero explicame, Jorge —que volvía a mirar sin
esperanza para afuera—. ¿Cómo es eso de que no existe nada? ¿Vos decís que todo
esto que estamos viendo es una ilusión?
Obviamente, Luis Alberto. Es una alucinación
creada por el poeta adivino que te ocupa en este momento. Incluso yo no existo,
es una fabricación, una ficción que el poeta no ha podido controlar al parecer.
El cuerpo de Luis Alberto que estás ocupando ahora, POETA —y puso las manos
alrededor de la boca, como una corneta—, también es una alucinación. Es decir,
LUIS ALBERTO —lo mismo—, que le estás dando vida a un delirio. ¿Se entiende?
Bueno, es posible. En cualquier caso, me siento
muy cómodo en mi papel de candidato presidencial de la oposición. Por otra
parte, me doy cuenta de que puedo ir más allá de esta fabulación montevideana y
transformarla en un ámbito que me resulte aún más satisfactorio, ¿no? Quiero
decir, si soy el resultado de un delirio, ¡tanto da de quién! Precisamente
porque soy un delirio YO mismo, estoy convencido más que nunca de que puedo
hacer mis sueños realidad. Es un delirio que se potencia, ¡es un delirio al cuadrado!
Entonces no es necesario apelar al mecanismo
electoral, porque soy y seré el único mandatario. Es como una acracia al revés.
En lugar de ausencia de poder, de gobierno, de lo que quieras, acá no hay nadie
a quien gobernar. Pero eso se resuelve muy fácilmente. ¿Cómo? Con mecanismos
poéticos que logren, en su invocación mágica, crear multitudes que legitimen mi
investidura. Y te pregunto: ¿para qué quiero legitimarla si las multitudes
serán mi creación? Te respondo: voy a emplear a las personas a mi manera,
Jorge, iré creando las situaciones que convengan a mis necesidades y caprichos.
Bajá dos cambios, Alberto
Confiemos en nuestra propia libertad, en sentir que estaremos, obviamente, a la altura de nuestros sueños, porque los merecemos, indudablemente. Yo pienso en el futuro que me espera como persona, como esposo, como padre, como candidato, como presidente de MI partido, como presidente de MI país. Yo soy el hombre-nación del que se viene hablando desde que se inventaron las fronteras. Y en este país desierto, salvo habitado por mí, y por vos naturalmente, ya no me quedan dudas de que las fronteras de mi cuerpo tienen la forma del Uruguay y me emociono hasta las lágrimas. Es una metáfora hiperbólica, Jorge, obvio, pero lo siento así...
¿Y dónde vas a vivir?
Es momento de elegir la vivienda que realmente merezco. ¡Voy a ocupar el Palacio Legislativo! Es evidente que fue construido para mí en un tiempo que logró visualizar toda mi estatura. Es el único lugar que puede reflejar la verdadera tradición democrática que represento con mi sola presencia. Voy a hacer del Salón de los Pasos Perdidos el gran salón para recibir a las visitas que estoy seguro van a llegar en el momento menos pensado, aunque sean nuestros hermanos los marcianos, que tampoco debemos discriminar. Porque debemos tolerar hasta las piedras, las que sirvieron de sustento a nuestros libertadores en las batallas que nos hicieron libres y únicos y carismáticos!
Bajá dos cambios, Alberto
Bajé dos cambios para entrar a Boulevard Spagne y volví a acelerar en la
bajada desierta, flanqueada por los edificios altos y mudos, hasta que llegué a
Facultad de Arquitectura y atravesé Avenida Lafayette como un bólido.
Mirá, Jorge -le digo-, voy a hacer de esta
ciudad una pista de rally urbano. Es el sueño de mi vida. Montevideo es ideal, tenemos grandes repechos y bajadas,
preciosas curvas. Tengo varios circuitos pensados. Uno va todo por la rambla,
desde Capurro hasta el puente Carrasco. Luego tengo el circuito Lafayette, dos
extensas líneas rectas: sale de Uruguayana, pega la esquina en los cuernos de
Ovalle y no para hasta Punta Carretas, o un poco antes. No me puedo jugar a
frenar en la bajada del golf, imaginate. Va a ser lo primero que le plantee al
ministro de deportes, ¿querés ser ministro de Deportes?
Alberto, en mis premoniciones vi que el Ministerio
de Deportes desaparecerá.
Lo
dejamos para el Ministerio de Turismo. Será una atracción para todos los amantes
del automovilismo del mundo, ¿querés ser ministro de Turismo?
No.
Jorge, honestamente, me resulta lamentable que
no estés entendiendo lo que está pasando. Es la mejor oportunidad de tu vida,
seas vos un delirio de alguien o no, seas el delirio del poeta, del mismo
Jorge, de cualquiera, qué más da. Sentite libre como me siento yo ahora, libre
y poderoso. Sentí esta calma indiferente, pensá que todo va a ser inevitablemente
mejor porque QUERÉS algo mejor. No sé, ¿qué te gustaría hacer en este momento?
Jorge miraba para afuera. Tenía la mirada
perdida y asi habló, como desde otro lado.
Mirá, a decir verdad, me gustaría estar con la
familia haciendo un asado en la playa. Con la campaña dejé todo
por el camino, abandoné a mi familia, hipotequé todo...
¿En serio?
Ellos se aburrieron de
mí y se fueron: mi mujer y mis tres hijos, son dos varones y una nena. La nena es la menor y ya
tiene 20. Los extraño mucho. No me quieren ver. Algunas veces yo llegaba con unas
copas de más, ¡pero lo normal! Pero bueno, me gustaría eso, estar en la playa
con ellos.
¡Invoquemos y confiemos, Jorge!
No, Alberto. Además, Marieta no dio ni señales.
Fernanda sigue siendo el maniquí de siempre, fijate.
Sos amargo y desconfiado, Jorge. Seguro que
está haciendo algo. Las cosas llevan su tiempo. Tengo otras musas además, soy
un poeta afortunado, a ver de nuevo:
En las horas
detenidas de la tarde
del verano
que NO marcan el tiempo
el amigo
Jorge quiere hacer un asado
con su
mujer, con los nenes y los perros
quiere
mojar los pies en una orilla
de su infancia,
sentado en una silla
de plástico
blanca, mientras la mujer
le trae
buñuelos en una bandeja amarilla
y él
espanta las gaviotas en vuelo...
Alberto, la playa no tiene nada que ver, a mí
no me gusta la playa.
Esperá, no terminé.
Por eso te
pido, por favor Samanta
le des a
Jorgito lo que consideres
que merece
y merecemos y merecen
los que
leen versos tranquilos
boludos,
descansados y perdidos,
indiferentes
de lo desconocido
o conocido
o inverosímilmente
existente,
presente persistentemente
y nunca
mejor comprendido
por mí, por
Jorgito y por vos
Samanta
Marta Anabela Berta
Fernández
Pérez Rodríguez López
y te pido,
por lo que más quieras
hagas
verdad las fantasías del Jorge.
Gracias, Alberto. Este me gustó más.
Quedamos un rato en silencio. En realidad era
la primera vez que estábamos en silencio. Presas de la excitación de nuestras
nuevas identidades, veníamos conversando sin parar descubriendo los rasgos de nosotros mismos
que desconocíamos, ambos trasvasados por la poesía y la capacidad de ver más
allá de cualquier espacio y tiempo, tratando de descifrar o de conciliarnos con
la idea de que sólo éramos eso, idea.
Bueno, vayamos a enterrar a la Fortuna. Si
Marieta tiene algo para decir, ya nos dirá algo.
¿Vos decís? ¿Y si revive después de enterrarla?
No, Jorge, las musas tienen sentido común,
piedad, compasión en el breve momento en que nos visitan. Aún sin que nosotros
sepamos, ellas nos dan todo, son generosas, son bellísimas. Pero es cierto, a veces no se entienden entre ellas. En cualquier caso, la resurrección de
Fortuna no corre peligro.
¿Adonde vamos ahora?
Al campito frente al golf, al lado de
los muelles, es un lindo lugar para enterrarla... llegado el caso.
¿Al lado del monumento al Holocausto?
En ese momento alguien golpeó la ventanilla de
atrás. ¡Era nuestra Fernanda Fortuna! Sana, salva y resurrecta, me pedía a los
gritos que bajara la velocidad.
Clavé el freno y la camioneta estuvo derrapando
casi una cuadra. Quedamos detenidos en el espacio y en el tiempo, a la altura
de la cancha de rugby, sobre La Estacada.
Jorge la miraba dado vuelta, mudo, con las dos
manos en su incomprensible boca, es decir en una mezcla de terror y alegría,
que terminó siendo alegría. Al final me miró y me dijo, mientras se le caían
los lagrimones:
¡Gracias, Alberto! ¡Fernanda está viva!
Jorge gritaba, aullaba, estaba contento como un niño, se movía para adelante y para atrás y golpeaba el tablero riéndose a carcajadas y saltando en el asiento y moviendo la camioneta. Y al grito de “¡Fernandaaa!” abrió la puerta y salió tan violentamente que dejó una alpargata.
Yo salí despacio por mi lado, pero no me
acerqué a ellos sino que me alejé del rodado hasta unos diez metros. Quería ver
la escena desde lejos.
Pero me alejé más todavía, veinte o treinta
metros, y me paré cerca de la línea de edificios abandonados viendo la silueta
de los dos personajes tomándose las manos, las siluetas al contraluz del cielo
naranja, porque el sol estaba casi desapareciendo en el Este. Los arcos blancos
de la cancha de rugby se levantaban como brazos inmóviles que parecían
reproducir o celebrar el encuentro de Fernanda y Jorge.
Por la intensidad de las curvas que vi al contraluz, se trataba de una versión más joven de la Fortuna. La musa Marieta
la había recreado unos veinte años menor. Si había sido imposible resucitarla,
seguramente la recuperó en una versión muy anterior a su muerte, una versión más agradable que la conocida en su campaña electoral, que la vida política le había arruinado.
Entonces veo que la silueta de Jorge empieza a
titilar, a desvanecerse intermitentemente porque, por su parte, la invocación a
Samanta también había hecho efecto y Jorge estaba siendo teletransportado a
alguna playita de Canelones, tal como se lo había pedido yo versificadamente.
Y en eso que Jorge empieza a desvanecerse
siento, en mi interior, el movimiento del poeta adivino que va para arriba y
para abajo entre mi pecho y mi vientre, y me puse nervioso temiendo perderlo
para siempre y con él todas mis nuevas capacidades y aptitudes.
Pero no, el poeta se detuvo, se
detuvo completamente, y para mi sorpresa empezó a vibrar como un motor, más
bien a ronronerar como un gato satisfecho.
Jorge desapareció definitivamente del paisaje y
del mundo. La candidata progresista Fernada Fortuna quedó parada ahí, con los
brazos en alto y en vilo, sola y conmigo.
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