Haber ganado dos premios al mejor cuento inédito y una
mención en poesía, así como formar parte de jurados en más de una oportunidad
(además de la actividad periodística por todos conocida) me ha permitido tener
conocimiento de innumerables individuos que se inician en la actividad de la
escritura entendida como oficio, como arte y como forma de vida.
Muchas veces estos sujetos resultan
pintorescos en su ingenua percepción del exigente mundo literario y,
ciertamente, la calidad no siempre se ve reflejada en las publicaciones más
exitosas. Los tiempos cuando la experiencia personal era el abrevadero de
historias y de honesta inspiración parecen haber dado lugar a una actitud,
diría, algo arribista en la búsqueda exagerada del éxito. Así, muchos jóvenes
de incipientes carreras se han acercado hasta mí para, sin reconocerlo
directamente, pedirme un prologuito aquí, una llamadita allá, en fin, hacer uso
de mi autoridad para lograr ese reconocimiento que por limitaciones propias ven
cada vez más lejos, así como más cerca su reclusión al “olimpo de los
aficionados”, como bien decía un crítico amigo mío, hoy lamentablemente fallecido.
En este cúmulo de ilusiones
desmedidas, en esta calesita de carreras improvisadas quiero destacar a quien,
tres años atrás, me llamó al diario donde trabajé durante más de veinticinco
años hasta que la crisis económica terminó con ese último bastión de la crítica
valiente. Es el personaje del que trata esta pormenorizada misiva la cual,
espero, tengan ustedes a bien considerar por el porvenir de la cultura
nacional, que tan vapuleada ha resultado durante tantos y tantos años.
Era un viernes de tarde y la redacción
hervía. Yo me retiraba oportunamente para cubrir la jornada teatral del fin de
semana. Como todos ustedes saben, reparto mi tiempo entre la crítica literaria
y la teatral, dos pasiones que arrastro desde mi adolescencia y que intento
transmitir a mis estudiantes de enseñanza secundaria, cada vez con menor
fortuna y mayor sacrificio dado el estado de decadencia general que atraviesa
la enseñanza en todos sus niveles. Recuerdo que, aquel viernes, se estrenaba
una curiosa adaptación de “Rinconete y Cortadillo” por un elenco del interior
mientras una compañía sueca llegaba a Montevideo para presentar “Casa de
muñecas” en una puesta poco tradicional anunciada con bombos y platillos. Como
ya había visto a la compañía nacional el año anterior con una versión muy
rescatable de “El gato con botas”, opté por los suecos. Y aunque me consta que
la obra es un portento de la construcción dramática, un alarde de la
insuperable, aparente sencillez que logra transmitirnos el dramaturgo noruego,
confieso que las actuaciones dejaron un poquito que desear y así lo manifesté
oportunamente en una crónica titulada “Suecos: más lustrados que ilustrados”.
Tan grande fue la polémica suscitada que hasta el embajador envió encendidas
cartas a todos los medios de comunicación donde me dirigía insultos, amenazas y
varias imprecisiones.
Cuando estaba en la puerta del ascensor,
la secretaria me avisa que alguien necesitaba hablar conmigo urgentemente.
Siempre trato de atender a todo el mundo, pues creo que las puertas deben estar
abiertas para todos, sobre todo para los más jóvenes, quienes más lo necesitan.
Así que no tuve más remedio que tomar el teléfono.
Según me decía con voz entrecortada,
era un escritor que quería hablarme cuanto antes. Cortesmente le solicité que
me llamara el lunes, de modo de acordar, para entonces, un día cuando pudiera
entregarme, en mano propia y según era su deseo, su obra singular. Se llamaba
José María Lamata Feliz y quizás el nombre les resulte familiar, si es que han
leído últimamente las páginas policiales. Es una historia triste, pero no debe
hacernos reaccionar con emotividad exagerada.
Lamata Feliz llamó el lunes como
quedamos y le sugerí reunirnos el miércoles de la otra semana, a las cinco de
la tarde, en ese barcito siempre tan desierto que queda en la esquina de
Soriano y Yí ocasionalmente visitado por los empleados de las distribuidoras cinematográficas.
Mi habitual puntualidad sólo me trae
disgustos y decepciones y no fue esta una excepción. Tres cuartos de hora más
tarde, Lamata Feliz apareció vestido tan lamentablemente que el mozo, que jamás
emitió opinión acerca de todo lo que ha visto hablando conmigo en esa misma
mesa, me preguntó, como al pasar, si había empezado a hacer crónicas de
carnaval. Lamata Feliz llevaba un saco rojo apretado con listas verdes. El
resto parecía algo más normal, un pantalón marrón lleno de manchas, una camisa alguna
vez blanca con el cuello negro y deshilachado.
Con la carpeta de plástico en una
mano, me extendió blandamente la otra sólo después de haber extendido yo la
mía, tal la timidez enfermiza del individuo. Comprendo que el creador, incluso
aquel individuo con cierta sensibilidad frente a la cosa artística, tenga de
cuando en cuando algún comportamiento caprichoso o extravagante pero, de igual
modo, no hay ataque de nervios que justifique la pérdida del sentido de la
ubicación. ¡Y en una situación tan trivial y cotidiana como ésta!
A una mesa de distancia fui
escudriñando al especimen: pelo lacio y graso, calva prematura dados sus
escasos 25 ó 26 años, una sola ceja que lo abarcaba todo, arco superciliar
pronunciado (señal de poca inteligencia, a lo sumo de capacidades
cromagnónicas) cuadrando una frente salpicada de un acné corrosivo allí y en
las mejillas, vivos paisajes lunares. Se adivinaba una dentadura pareja e
increíblemente completa bajo un centímetro de sarro. Y aquellos ojos turbios,
las ojeras anaranjadas (quizá el color más vivo en todo él), la mirada agotada
como si hubiera perdido una pelea consigo mismo después de mucho tiempo. ¿Y qué
decir de las uñas negras de José María Lamata Feliz? No quiso pedir nada.
A lo largo de su vida, empezó a decirme,
con una voz cansina, diría lejana, escribió poesía, cuentos innumerables y tres
novelas aparentemente completas. Pero nada había publicado. Sentía que lo suyo
no tenía ningún valor para nadie, que hasta el momento no había hecho otra cosa
que imitar “la figura del mundo”, me dijo, con un hilo de voz y mirando para
abajo. Había quemado algunas cosas, archivado otras y se había dedicado, de un
tiempo a esta parte, a una escritura confesional donde hacía hincapié, según
puedo recordar, en la integración de los mecanismos perceptivos en el momento
de la escritura. Todo fue derivando hacia un monólogo idiota acerca de las
motivaciones que llevan al escritor a escribir, a los mecanismos de la
imaginación y a la necesidad de vivir una vida “poética”.
Creo que quería decirme que era un
escritor vocacional, sólo porque había tenido una vida complicada. Había
empezado escribiendo cartas de amor a amores imposibles y la primera novia que
tuvo —fíjense qué revelación— lo abandonó para irse con un tío suyo (de ella).
Antes había tenido un exilio español, por lo que supuse que provenía de una
familia vinculada a la izquierda, algo que obvió mencionar. Seguramente ya
conocía mi publicitado fastidio hacia la izquierda intelectual por pretensiosa,
hipócrita y oportunista.
Finalmente, me confesó su obsesión por los trenes.
En su exilio español, comenzó Lamata
Feliz a alimentar esta inclinación imbécil. Dedicaba horas enteras a la
observación de las máquinas desde lo alto de un promontorio estableciendo
horarios y frecuencias. Como esto me pareció haberlo escuchado en otra parte,
comencé a aplicar ese maravilloso instrumento que es la duda sistemática: “¿Por
qué no averiguaba los horarios en la estación misma?”, le pregunté. Se me
acercó por encima de la mesa y pude sentir el aliento a heladera sucia mientras
me decía, textualmente: “Cada tren tiene su propio tiempo”.
Podía percibir en José María Lamata
Feliz el aire siniestro que destella en el fondo de los ojos del sicópata, algo
que se agita desesperadamente desde muy lejos clamando por cinco segundos de
atención. En ese trance desarrolló una teoría acerca de los pasajeros del tren
como parásitos del tren y después elaboró la hipótesis de un tren como parásito
de los pasajeros. Abriendo más los ojos me preguntó: “Porque... ¿quién es
parásito de quién?” Y siguió hablando de los gusanos y de cómo la naturaleza
había creado a los intestinos (y a los seres humanos “exteriormente”) con el
sólo propósito de proporcionar un hogar confortable al gusano.
A su vez, los trenes vivían como
gusanos adentro suyo. Los sentía respirar y contraerse, sufrir y llorar. Cuando
los trenes lloraban, él lloraba, porque nosotros, me decía con lágrimas, somos
trenes. “¿Y por qué no somos aviones?”, le pregunté intentando desestabilizarlo,
al borde del fastidio. Pero la locura tiene su propia inteligencia: “Porque los
trenes no podemos volar”. Y más confesional, en un susurro: “No sé si usted ha
notado —me dice con los ojos vidriosos— que cuando uno se rasca cualquier parte
del cuerpo, escucha adentro suyo el mismo sonido que hacen las vías cuando el
tren se acerca”. Yo iba por mi segundo capuchino.
Al volver a Montevideo, Lamata Feliz
se pasaba días enteros en la estación central. A veces se instalaba en Estación
Yatay, otras en Sayago. Pero todo se vino abajo cuando fue desmantelado el
sistema ferroviario nacional. La delicada psiquis de José María sufrió los
efectos devastadores de esta medida y no tuvo más remedio que emigrar a un país
con densas redes ferroviarias como los Estados Unidos de Norteamérica,
realmente no sé cómo pudo emigrar un individuo al borde del retraso a un país
tan serio en lo que refiere a la exigencia laboral y profesional. Y ahora, había
vuelto de la gran nación dos meses atrás. Antes de volver al gran país del
Norte, estaba procurando mi influencia para lograr una publicación. Me dejó la
carpeta y se fue.
Me quedé ahí sentado, un poco absorto
mirando los plátanos de la calle.
Un mes después supe lo que algunos ya
saben, la extraña muerte de José María Lamata Feliz en las vías de un tren
subterráneo en la agitada estación de un barrio negro de Brooklyn. Y aunque no
trascendió por pedido de su familia, un periodista de la sección policial me
contó que habría podido estar involucrado, no tan accidentalmente, con la mafia
rusa pues efectivamente se supo de una vinculación amorosa con una joven croata
del ambiente prostibulario.
En la carpeta estaban sus textos
ferroviarios, nueve en total, de los que sólo transcribiré fragmentos del
octavo como prueba suficiente de su mediocridad. Iré transcribiendo estos
fragmentos y comentándolos oportunamente con breves y precisas anotaciones que
me gustaría leyeran con atención, pues allí fundamento mi advertencia y mi
alarma frente a este tipo de literatura y frente a la posible premiación de
José María Lamata Feliz en el concurso que nos reunirá para deliberar la semana
que viene.
Según me he enterado, su madre ha
hecho llegar esas páginas (serán fotocopias, porque los originales los tengo
yo) a las oficinas municipales el mismo día en que vencía la fecha de entrega.
Creo que deberían tener un poquito más de cuidado con las personas contratadas
para recibir los trabajos, pues el dato me fue proporcionado sin mucho esfuerzo
por la señorita Mariela, indiscreción que me imagino sabrán sancionar como
corresponde.
Comienza Lamata Feliz:
En la lúcida grafía de la noche, mienten las
cercanas horas, las pasadas, las que vienen. Las luces pares atraviesan el aire
con sus haces como tubos y una barrera se levanta adentro de un recodo
cerebral: los lagos son así porque fueron así vistos y descritos a la luz del
día. ¿Pero quién osa decir haberse sumergido en sus aguas podridas, quién
dejarse invadir por sus algas como un astronauta perseguido por las policías
naturales? No creo que nada, en el viaje atroz que significa el contacto entre
metales, aun en el hondo rechinar de los eones, deba volver la vista a pasadas
ilusiones pues, poniendo el caso, yo mismo me constituí demediado por querer
establecer una frontera entre mis lamentos del porvenir y los fallidos actos de
mi vocación, todo un cúmulo de errores allí donde me encontrara, enterrado
entre mis dudas como un árbol milenario casi fósil.
Obsérvese
la desorientación completa del individuo frente al mundo conocido, sus intentos
lamentables por ubicarse frente a él y reconciliarse por medio de la escritura.
El autor carece de un mundo interior con el que pueda dialogar. Se ha dejado
invadir esquizofrénicamente por el mundo exterior y no es capaz de dialogar
consigo mismo (no olvidemos que se cree tren). Luego intenta hacernos viajar
con él en esa aparente noche sin rumbo conocido. Véase también en este arranque
un carácter invocatorio, toda esa hojarasca inicial con que nos aburren los
malos escritores para ver si encuentran, como cazando mariposas, alguna palabra
para lanzar al vacío, mental en este caso. Repetición triste de infinitivos:
“decir haberse”, “querer establecer” y “dejarse invadir”. Sigue Lamata Feliz:
Fuga un enjambre de luz entre salvajes cruces. Los
cables reflejan su lúbrica humedad, su habitual y acerada violencia
estroboscópica. Entre la niebla de mis escasos conocimientos atmosféricos no
puedo construir una especie de manifiesto, un dogma que equipare los datos que
voy viendo al ras de una utopía: “Harley Davidson para todos”. Si esto fuera
establecido así por advertencia de un lector que hoy no deja de exigir, aunque
fuera entre las líneas, podría levantarme, caminar hasta el fondo del vagón,
despertar al tipo que duerme acostado sobre todo el asiento y preguntarle por qué
el maquinista no está donde debe, como si él y sólo él supiera del fiero
mecanismo de los sistemas ferroviarios en su relación con todo este hábito
animal, los ciclos de los sueños, un advenimiento o la estación, como el
invierno, que corre al lado mío.
El autor tiene sus veleidades
científicas también. Resulta cómica su descripción de los efectos lumínicos a
nivel de las partículas. Se ve la dubitación permanente en subordinaciones que
sólo interrumpen el fluir de la escritura y atentan contra la buena voluntad del
lector. Intenta paliar la interrupción y zurce con el fácil recurso del
gerundio. Acto seguido, como que insinúa los lineamientos de un mundo utópico
personal con la reivindicación ridícula de que todos debemos pasear en una moto
cara. Obsérvese también cómo escribe “entre las líneas” en lugar de “entre
líneas” con el solo objeto de recrear musicalmente una melodía personal sin
considerar ni un segundo el sentido cabal de la expresión. ¿Es un gran problema
que el tren se detenga sin que nadie sepa por qué? Son conflictos que no mueven
a nadie, que no determinan ninguna identificación con el lector. Habría sido
deseable un contexto de normas morales que se viera amenazado, al menos una
introducción donde desplegar cierto discurso autoritario que a continuación
destruyera a fuerza de algún tipo de convicción. Pero no.
Somos una especie extinta que sólo sabe viajar.
Esto es pura violencia. El agua sobre el vidrio es agua sobre un cielo negro y
las linternas unos operarios en problemas. Allí el espíritu que invade las
ciudades sin nombrarlas, como alfombra que detiene el tren, así y porque sí. ¿Y
qué podría yo reconocer ahora como movimiento si es que nada veo? Sólo puedo
sospecharlo en tanto distingo fulguraciones ascendiendo en espirales altísimas
que se pierden entre capas atmosféricas, resultado de reflejos sobre el vidrio
y mi imaginación universal que acude, una y otra vez, sobre una misma
consonante perspectiva aliterándola, retumbando en mí como el olor que llega
romo, por debajo de la puerta, sin poder saber de qué proviene: a ciegas por
los senderos de la noche, diciéndonos que aún seguimos detenidos por motivos
que sólo un técnico de vías podría descifrar, con ese mapa ajado enfrente, un
aparato de radio y un sánguche de pan negro que lo ampara de una acidez
estomacal.
Trillado motivo el de viajar sin moverse.
A esta altura, creo que intenta una narración al estilo de eso que llaman
“avance oblicuo”, es decir, ese caminar de costado como los cangrejos. Aunque
al menos logró contarnos algo: allí se ven unos operarios moviendo unas luces,
parece que empieza a llover y hasta se puede ver a uno de ellos comiendo un
sandwich realista. La “imaginación universal” es un hito del lugar común. Lamata Feliz se esfuerza por encontrar, sino
sinestesias, algo parecido pero a mitad de camino (“consonante perspectiva”,
“olor romo”). Continúan las referencias científicas en las descripciones
atmosféricas que hacen del autor un mediocre reportero del tiempo.
¿Quién soy yo para decir que nada me une con la
línea de la costa, con la ruta 18 o con la salida 12 donde dicen (y espero
nunca verlos) existen centros comerciales en el medio de las más desiertas
extensiones donde todo está a mitad de precio y los visitantes llevan 23 pares
de tarjetas? Algunos se prometen visitas y vuelven a encontrarse después de no
mucho tiempo para volver a comer, como parias, la comida con la mano operando
controles a distancia y seleccionando constelaciones y temperaturas entre
ruleros incandescentes que destruyen sus habilidades fonológicas más sutiles:
hablar bajo, articular sonidos en ángulos rectos y malgastar un eructo que les
recuerde, acaso por casualidad, cualquier resonancia con mundos paralelos.
La falsa modestia se ha convertido en
el verdadero leit motiv de este pasaje y quizá de toda la
obra de Lamata Feliz. Cuántos numeritos de pronto, evidente crítica al
consumismo y al sistema capitalista. Aparece toda la saña encerrada de José
María Lamata Feliz escupiendo maldiciones e improperios típicos de un resentido.
¡Véase cómo no se resiste a percibir los encantos lumínicos de la meca tecnológica
donde le tocó vivir! Quiere confundirnos, escamotearnos una verdad, una
revelación que parece que va a anunciar a cada momento. Todo queda convertido
en una solapada crítica social. Esta alimentación permanente de las
expectativas, esa forma de llevarnos hacia adelante con la promesa de una
resolución es el resultado de cierta destreza retórica, de cierta pericia
gramatical que nos persuade para seguir leyendo, pero que nos deja en ascuas y
esto no debe ser estimulado.
En este punto, quiero volver a
manifestar mi honda preocupación ante la posibilidad de que el señor José María
Lamata Feliz sea premiado en el concurso de jóvenes narradores. Considero que
carece por completo de aptitudes literarias y que sus pocas habilidades se ven
gravemente alteradas por conflictos que ni el jurado ni yo somos capaces de
solucionar. Lo que es peor, la tendencia de este sujeto por elaborar esta
suerte de paraliteratura es una contribución más a la confusión que veo con
pavor está dominando todos los espacios de la cultura.
Sepa el señor Dardo Pirotto que me
constan, como a muchos, las aventurillas que ha tenido en los últimos tres años
(el mismo tiempo que ha ocupado el cargo de asesor cultural) con la señorita
Mariela, aventuras que no harán mucha gracia a su señora esposa. Sepa el señor
Mario Adhemar Vázquez que me constan, también, sus habituales peregrinaciones
por Bulevar Artigas y, últimamente, por la rambla a altas horas de la noche,
las cuales tampoco será bien recibidas por su señora madre. Y sepa la
intachable señora Marta C. Angulo de Coito que no hay mal que dure cien años.
Sin más, me despido de ustedes
confiando en su comprensión y sentido común.
Les saluda cordialmente,
Gustavo
C. Campbell
8 comments:
Es como algo de Monterroso pero largo.
Por otro lado, ese es el auto que teníamos cuando yo era pequeño. Qué reencuentro inesperado...
Este personaje (el que habla) tiene una sutil mezcla de crueldad y cobardía, que lo hace un sobreviviente despreciable de la ciudad.
Muy logrados ambos personajes Astllr.
Jnt
no haga como Monterroso, z, extiéndase, qué le ve de Monterroso?
esos personajes existen, yo los escuché hablando por teléfono.
Monterroso es como esa cosa de escritor profesional, ¿me entiende?
Esa cosa un poco aburrida, pero graciosa, en un sentido no humorístico; como ingeniosa pero en cuanto a la prosa, como algo lindito, pero que aburre un poco si se extiende.
Opino, ya lo he hecho antes, quizás aquí mismo, que el escritor no debería ser profesional. Por deformación salen unas prosas que huelen (a veces hasta en las historias que cuentan) a pizarrón y a cátedras aburridas, a tardes lánguidas. Hubo por ahí (yo no sé muy bien porque no soy un estudioso) una camada de escritores empleados públicos y salían cosas como benedetti o rulfo o muchos otros y ahora salen libros de conferencistas, porofesores, o becados.
Capaz que la mejor época fue cuando los escritores eran periodistas (aunque claro, los escritores aventureros tienen algo único).
Por ejemplo, le digo en su obra. Adiós Diomedes tiene una cosa viva y visceral que puede gustar o no, pero la tiene. Los cuentos de tripas ya son como algo más prolijito, más cuidadito, todo correcto, polite, en un sentido del ambiente literario. Y Ur es una obra estilista, una exacerbación de la herramienta literaria, sorprendente, impactante. Pero uno se acuerda más de cosas de Diomedes que de los otros libros, aún en tanto y en cuanto, como bien dice el guapo, no sea el que más le haya gustado.
No sé cómo explicarlo; no soy bueno para estas cosas, pero le intenté.
Por ejemplo, usted lee a Borges y a Faulkner y ve que hay algo distinto, algo de una gran fuerza, que está allí abajo en uno y que en el otro parece como un castillo de naipes, muy lindo sí. O Hemingway y Cortázar. O si compara a Rinconete y Cortadillo o Mortadelo y Filemón, que es otra pareja dicotómica que me sale sin saber quienes son... no sé. No me haga caso.
Pasa que yo esto lo escribí mucho antes de Diomedes...
y quizá fuera eso, que al ser un trabajo temprano, buscaba que todo cayera en su lugar. personalmente la veo corta, insuficiente en algún punto, algo que queda por decir, en fin.
por otra parte, yo creo que un autor SIEMPRE carga con el peso de su primera obra, por buena o por mala. además pensaba que esa novela nunca le había interesado mucho, me sorprendió. ¿Será que ud. habrá cambiado como lector?
Vio que no emboco una!
Pero bueno, el auto es el que tenía cuando era niño.
(Tiene razón, Diomedes es el libro favorito de sokon, no mío. Pero encuentro que tiene algo que es esencial para un libro memorable. Tiene el ingrediente secreto, me entiende. Se siente que lo escribió un ser humano, no me entiendo bien)
El celeste del guardabarros es el original. Después le pusimos el turquesa, pero nunca quedó bien del todo. El capó rojo supongo que es un reproche, un llamado de atención, después de tantos años...
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