Monday, September 30, 2013

No llores por mí, argenchina

Desperté boca arriba en el cuarto oscuro y húmedo, la luz gris atravesaba las cortinas quietas. Podía adivinar las ramas de las acacias cercanas al porche moviéndose con el viento siempre igual.
Encima de mí, yacía La Creatura (LaC) lamiéndome el pecho, cansinamente, mientras yo le acariciaba, complaciente, su cabeza crespa. Había intentado penetrarla, pero no había podido, y no era la primera vez. Pero a LaC no parecía importarle. Yo sólo sentía su humedad, el gesto cansino, en cámara lenta, de la lengua que iba de arriba abajo como pintando una pared a veces, otras concentrándose en remolinos sobre zonas dispersas de mi geografía.
Dejaba que LaC me poseyera de esa forma, me sodomizara así, con ese hastío de mi parte, porque no tenía otra cosa que hacer.

Afuera el viento arreciaba y cuando las paredes empezaron a vibrar me salí de abajo de ella, me levanté y abrí la puerta al porche, todo en un solo movimiento. Y al salir, casi me caigo desde la cubierta al agua, que recién reconocía (primer vértigo).
Por la otra puerta LaC ya había salido. No me estaba mirando a mí sino a la proa, avanzando ya, y no me oía gritarle, decirle que éramos los personajes de una animación japonesa, que estaba soñando despierto, que no estaba durmiendo en la casa de nadie ni en el cuarto con ventanas al porche, como el de mis abuelos, sino en su lancha-patrulla.
Cuando avanzó hacia la proa, la vi entonces, toda iluminada bajo el cielo blanco, que le iba variando los colores y las sombras indescriptiblemente. Iba oteando los barcos clandestinos, contemplando brevemente las bolsas que flotaban al costado, confirmando de reojo los lobos muertos y las medusas al ras de la superficie, como todo lo demás.
Con el frío en el pecho humedecido, fui caminando hacia la popa manteniendo el equilibrio. Me senté para quedarme lejos de ella y ver tranquilo a Villa Estúpida hundirse a lo lejos, de a poco, como hacía siempre. Pero no sospechaba que la fortuna me esperaba obcecadamente, justo allí, al otro día.

La dije a LaC que me iba a juntar con los amigos en el desfile de carnaval, que iba a durar unos días. Hoy recuerdo esos días todos juntos como una cadena, como un racimo, como un collar brillante y pesado, como un día solo, aquel día. Y aunque no mentía, no iba a encontrar a mis amigos, porque no iba a buscarlos.
Salí y agarré por Soriano, y como a la altura de Jaguarao, veo a un bondi brasilero con brasileros adentro que le están dando la bienvenida con vítores y flashes a Rosa Luna, que va subiendo al bondi porque en ese momento se está muriendo, o está pasando a la inmortalidad, o es el fantasma de Rosa Luna, daba igual. Pero desde ese momento, ella marcaba la esquina como un mojón barrial, nacional, regional, por donde pasábamos todos como frente a una vidriera donde ella estaba vestida de vedette con plumas celestes y plateadas y con esa bandeja debajo de las tetas ofreciéndolas a todos, a la región, y se doblaba un poco hacia adelante, junto a una mesa de café donde un viejo la miraba y ella lo apuñalaba. Él la miraba mientras ella lo apuñalaba una, dos, tres veces y todo el tiempo.

Al final de la calle veo un resplandor increíble, gigante, como de luces del estadio, como de luz de día, como de un rodaje, porque hay un tablado en la Intendencia y yo voy bajando unos terraplenes llenos de gente sentada y parada, gente alegre, todos rodeados del aire cálido del mejor verano, todo de un colorido que salía de una alegría que yo pensaba muerta. Y avanzo solo entre una comparsa que lleva unas pancartas blancas y trapos blancos y yo sigo avanzando sin querer juntarme definitivamente con nadie, o apenas, o intermitentemente, y abrazo a alguien y sigo, embanderado y semidesnudo. Y sin pudor, o sin necesidad de perderlo, voy levemente embriagado por unas fantasías que venían siendo el escenario emocional de lo por venir, la zarzuela con final feliz que se avecinaba.

Porque entonces alguien me agarra del brazo, blandamente, y me doy vuelta de la misma forma en que me venía dando vuelta en toda esa bajada para abrazar desconocidos. Pero me encuentro con tu cara, familiar y sobrenatural, dulce y tranquila, tibia aún sin tocarte, que me sonreía y me decía sin hablar, sólo con tus ojos almendrados de argenchina, que querías estar conmigo, en ese momento y siempre, sólo porque era el que andaba desvariando embanderado y desnudo entre cabezudos de dragones.
Pero cuando voy a hablarte, cuando estoy reprimiendo el deseo de preguntarte el nombre para darme dique, siento que, del otro brazo, alguien me agarra a su vez, bruscamente, y veo de costado lo que ya temía: LaC me miraba, con los ojos duros, con una amiga de la infancia, de la infancia de ella. Y haciéndose la boluda me dice: “¿Viste lo de Rosa Luna? Salado”. Y yo le dije que sí, pero que se fuera, que me dejara solo.
Y LaC se fue con la amiga y se perdió entre la multitud blanca que las envolvió, como si la leche se tragara dos moscas.

Entonces volví sobre la argenchina y me quedé mirándola un rato, tan suave, con esas córneas, con esos iris como telas de araña superpuestas, con todos sus capilares latiendo por detrás del cristal de la piel, bellísima, y me reprimo de abrazarla para darme dique y, ahora sí, le pregunto el nombre. Pero espero un rato sin poder oírla, porque en ese momento está bajando una escola y empezamos a bailar sin dejar de mirarnos a los ojos y latir juntos y veo que no había llegado sola de Argenchina sino que estaba acompañada de una presencia que distingo un poco más atrás, difusa, discreta y benéfica.
La argenchina estaba extasiada de estar ahí conmigo, y yo también. Le doy la mano y siento la suya, mediana y tierna, y nos metemos entre la gente hasta llegar a una pizzería con las mesas de madera pintadas de blanco que miran al corso y nos sentamos y pedimos una pizza a caballo para cada uno y después nos levantamos de nuevo hasta la cumbiola mientras la presencia se queda cuidando la mesa nuestra.
En el camino, vuelvo a preguntarle el nombre y, ahora sí, la escucho: Sofía Analía Lucía Estefanía, pero le dicen SALE. Yo le quiero decir mi nombre, pero no me sale, me da vergüenza y me dan ganas de llorar.
Entonces SALE apoya las manos contra el vidrio de la cumbiola y fue leyendo los nombres de las bandas, de las bandas que no podía escuchar en Argenchina:

Vietcong Total
Bye Bye Saigón
Tsunamitas
China madre

“De Japón, nada, che”, le digo. “Claro —me dice—, ustedes se creen re cool pero no entienden. La posta está en Indochina, sabelo”, y eligió el disco de Vietcong Total que me dejó de cara, tanto la cumbia como ella bailando. El tema se llamaba “Cuerpo y alma” y el estribillo decía: “El cuerpo es un templo / por eso hay lugares” / que nunca vas a tocar / ni vos ni nadies”.

Y el alma me volvía al cuerpo, porque era un alma más grande que yo que había crecido fuera de mí, perdida durante tanto tiempo, y de pronto se materializaba por todo el espacio de la pizzería y del carnaval afuera y me entraba por la piel por ósmosis, porque adentro mío no había nada y afuera estaba todo.
Estuvimos bailando hasta que vimos pasar las pizzas para la mesa y entonces nos fuimos a sentar con la presencia, que en ese momento estaba en otra cosa, conectándose con otras presencias a quienes encontraba por primera vez detectando saberes nuevos, estableciendo conexiones a niveles profundos.

SALE me dijo que había llegado justo unos minutos antes de encontrarnos. Había llegado en un lanchón clandestino y seguramente se fuera en el mismo lanchón, eso dependía de la cantidad de argenchinos que se volvieran después del desfile de carnaval. Yo encantado de que no se volviera nunca.
Pero ella quería ver más de acá, además de mí. Ella llegaba a Villa Estúpida para una experiencia exótica, total, compleja, indescriptible. Así que le dije de llevarla para las rocas y ver Villa Estúpida desde allí. Y nos fuimos los tres en una marcha en la que íbamos perdiendo gravedad progresivamente y los pasos se iban haciendo cada vez más altos y más largos y al final parecíamos impalas.
Al llegar a Canelones, por poco nos damos de frente contra un camión que venía calzado (segundo vértigo), lleno de murguistas cantando contra el barrio negro.
Seguimos bajando en nuestro camino marcado por las luces mortecinas que salían de los balcones abiertos como grandes mandíbulas, grotescas y derruidas, mientras veía atrás de nosotros el pelo dorado de SALE desgranándose como un mikado que dibujaba la estela de nuestro trayecto sin tocar nunca el piso ni los árboles ni los cables, como un dragón volando. La estela dorada iba rematada por la oscuridad semiesférica de la presencia que parecía divertirse con nosotros.

En la costa, la oscuridad se volvió profunda y metafísica. A lo lejos, se veían las luces de los barcos quietos sobre el agua quieta y luego otras luces más bajas que iban y venían. Eran las luces de las patrullas —alguna sería la de LaC, que estaría esperándome nerviosa, poseída de un terror que tenía la forma de mi silueta vacía.
SALE quedó fascinada por el silencio súbito después del fragor de la bajada, del segundo vértigo frente al camión y de los saltos casi ingrávidos y hundió sus pies descalzos en la arena blanda y fría mirando desde abajo los pedazos enormes de la calle, pulidos por el mar en grandes bloques que se confundían con las rocas del basalto que nos sostiene flotando sobre esta gran esfera de magma.
En algún lugar percibí cierta desazón en ella o la imaginé o me anticipé ansiosamente y la abracé. Y cuando estuvo así, entre mis brazos, pequeña y prolija como un pájaro, la besé en la cara, pero reprimí el deseo de tocar su boca con la mía, avergonzado sin saber por qué, como si no la mereciera, y la invité a visitar mi lugar favorito.

El edificio está cerca del agua y es el más alto que sobrevive así, abandonado hace siglos antes de ser terminado. Hay que llegar entre unos juncales más altos que una persona y por unos caminos serpenteados que conozco de memoria y que la luna, menguada y recién salida, iluminaba haciéndole brillar las puntas lustrosas, las curvas de los tallos que se movían con la brisa y que me recordaban la cercana pleamar.
Miré brevemente hacia atrás imaginando que escapaba de algo. Y esta imaginación fue recibida por la presencia benéfica que nos acompañaba, porque el juncal se movió de pronto, todo a un tiempo, como si lo estuvieran peinando y me apaciguó.
Recién ahora puedo saber que, en aquel momento, ya no pensaba en LaC sino que sólo había sentido el reflejo de un lejano miedo, porque ya sabía que LaC iba a fracasar, más bien que ya había fracasado en su intento por retenerme, porque todo se iba constelando para protegerme desde todos los rincones del cosmos y de lo más profundo de mí.

Mientras subíamos la escalera del edificio — buscando el ritmo mecánico para llegar arriba sin quedar exhaustos— iba viendo el agujero del mar de un lado y el resplandor abarcador de Villa Estúpida del otro, porque no había paredes y porque mirábamos alternativamente a un lado y al otro al doblar en los descansos y en cada uno de los pisos, algunos de ellos con matas de pajas bravas en los bordes donde unos penachos cabeceaban quietos al abismo.
Es probable que el edificio mostrara señales de haber sido habitado, es probable que hubiera, aquí y allá, restos, deshechos, detritus, quizá esqueletos, pero yo no los veía y nunca busqué verlos porque mi exploración cotidiana al edificio sólo tenía como objeto contemplar desde arriba a Villa Estúpida lamentarse en su propia agonía. Y esta vez quería verla en esa única noche de alegría, en el sueño de su cumbia cansada, en su luz excepcional. Y sabía que aquello iba a ser un recuerdo que SALE se iba a llevar como un gran error, porque se iba a ir pensando que Villa Estúpida era así todas las noches y así seguramente se lo iba a contar a sus amigas argenchinas.

Cuando llegamos a la azotea, el cielo no estaba allí, porque arriba de nosotros no había nada, salvo la presencia a un costado, que flotaba cerca del borde del edificio hacia el mar, en otra de sus introspecciones, mientras SALE, deslumbrada, hipnotizada de ver a Villa Estúpida a sus pies, se acercó demasiado rápidamente al borde que daba a la ciudad y luego se dio vuelta con los talones al ras del vacío como hacen los clavadistas (tercer vértigo) y entonces me miró con lágrimas en los ojos. Luego se acercó a mí tapando su cara imponente con sus manos traslúcidas sollozando de alegría y me abrazó y empezamos a mirar todo alrededor girando lentamente como un solo faro.

Al sur estaba el mar quieto como un espejo, como un charco inmenso reflejando la luna empañada por detrás de unas nubes cuarteadas de tajos violetas como laceraciones que, a su vez, iluminaban las crestas alboradas de las tierras polares recortadas sobre el horizonte. Y aunque SALE no lo veía, yo le contaba que, muy apenas, bajo la superficie del agua, resoplaban las ballenas respirando un momento antes de bajar a cantarle a los mardefondos las canciones de la última temporada, canciones que hablaban, en melodías interminables, sobre sus callos blancos y simétricos que coronan sus quijadas francas donde viven colonias de balanos, mejillones y algas tentaculares que recorren el mundo azarosa y obstinadamente.
Al Este no había nada.
Al Norte, Villa Estúpida guardaba con celo su noche de fiesta, toda oscura con el centro de luz como un trofeo inmerecido, como un botín, como un robo, y luego unas lucecitas iban languideciendo hacia la periferia como los residuos de una onda expansiva que terminaba demasiado pronto, apagando todas las buenas intenciones, toda la alegría y la paz de espíritu. Y aunque no se veía desde ahí, le conté a SALE que, donde empezaba la oscuridad, había animales en dos pies que vivían adentro de los árboles huecos, y niños zombies y bestias macrocéfalas con ojos de insecto y ratas grandes como perros. Luego empezaba una espectral pradera, toda salpicada de rocío y de pequeñas fogatas de especies nuevas y reducidas y la pradera seguía y seguía hasta perderse debajo de los nubarrones pesados que salían de la selva brumosa y negra.
Al Oeste, la bahía estaba cerrada al mar por el resto gigante de OSMABA, que aplastaba el cerro de un lado y la península del otro y dejando, de un lado, un lago ahogado y tapado de humedales y mosquitos gigantes tan bien fotografiados por los turistas del horror.
Fue mirando la península aplastada por OSMABA que SALE me preguntó dónde vivía yo. Le señalé justamente adonde estábamos mirando.
“Mirá —le digo—, ¿ves esa pared gigante y oscura?” Era la base de OSMABA, que estaba a la sombra de la luna. No podía no verla, pero esperé a que respondiera sólo porque quería escucharle la voz.
“Msé”, me dijo.
“Bueno, en línea recta hacia acá, ¿ves el templo, ves ese triángulo negro? Esas franjas son las columnas del templo”.
“¿Y?”.
“Bueno, yo vivo en ese edificio, el que está en el medio. Si ves bien, son tres pisos”.
Descontaba que no iba a ver nada, pero entonces me preguntó:
“¿Aquél? ¿El trash-decó?”, y señaló con su brazo transparente el edificio de mi casa.
“Msé”, le digo.
“¡Qué divino!”
Entonces le hice recorrer la vista más allá del cerro, donde empezaba un campo verde que seguía, todo igual, hasta llegar a la cordillera, que se levantaba como una ola blanca y paralizada esperando el próximo cataclismo.

Como seguimos girando en el lugar, llegamos de nuevo a mirar al Sur. Entonces nuestros pies se quedaron fijos en la abandonada planchada mientras nuestros cuerpos siguieron girando, girando y girando y se fundieron en un solo abrazo helicoidal, en el contacto más íntimo que pueda concebirse. (La presencia se había retirado discretamente a alguno de los pisos de abajo).
De mi parte, puedo decir que fue como habitar una ostra, toda llena de perlas.

Recuperados de la consumación que iniciaba la eternidad de nuestra unión, empezamos a bajar los pisos mientras yo le describía algunos capítulos de mi vida haciendo amplias elipsis que la presencia lograba completar con su acertada imaginación y que le transmitía a SALE con bastante fidelidad a los hechos reales, es decir, si toda la información que yo tenía era 10, yo le decía a SALE sólo 1, pero la presencia lograba hacerle llegar 5, y al final SALE tuvo una idea aproximada de mi ridícula vida, de mi semicautivero, de la fragilidad absurda de LaC, de mi decisión de abandonar mi esclavitud y de huir de Villa Estúpida y desaparecer momentáneamente hasta encontrarme a salvo para poder cruzar oportunamente a Argenchina.
De momento, no podría tomarme el barco con SALE, porque seguramente iban a ser interceptados por la patrulla de LaC, que les iba a pedir una coima para dejarlos pasar, y era probable que ella misma me encontrara, con su horrible linterna.

La acompañé hasta el muelle de hormigón. Ya habían llegado algunos argenchinos en pedo cantando sambas y alguno que otro vomitaba contra una antigua palmera.
Ayudé al dueño del barco a subir a los más borrachos, que fueron maniatados por SALE y el hombre, y enmudecidos luego con una cinta pato en la boca. Era por la seguridad de ellos, porque procuraban no ser interceptados por las patrullas si avanzaban con las luces apagadas y en silencio, porque generalmente los argenchinos volvían cantando a los gritos en el bote, a veces alguno quería volver a Villa Estúpida como si hubiera olvidado algo y otra vez hasta se habían ido a las manos con el dueño del barco.
Se ve que uno de los argenchinos maniatados  era un amigo de SALE porque, en un momento, ella le despegó la cinta de la boca y le preguntó si quería un faso. El tipo le dijo que sí y ella le prendió uno y le hizo dar pitadas mientras le sostenía el cigarro. Cada tanto ella también pitaba.
La escena me hizo llenar los ojos de lágrimas porque me di cuenta de que yo quería estar ahí, en el lugar del argenchino maniatado, porque él se iba a ir con ella y yo no.
Ella se dio cuenta de lo que me pasaba y también se puso a llorar. No lloraba por ella, no lloraba porque fuera a extrañarme ni porque viviera eventualmente sometida o sodomizada por nadie sino que estaba llorando por mi incertidumbre, por lo que me podía pasar a mí, porque lloraba por mí. Y se puso a llorar más fuerte que yo. Entonces yo no podía llorar por mí porque ella ya lo estaba haciendo y entonces más ganas me daban de llorar.
SALE no le sacaba el cigarro de la boca al argenchino y el tipo empezó a toser.
Y el barco despegó del muelle y nos quedamos así, viéndonos los dos en lágrimas como la última imagen de ambos desapareciendo en la oscuridad, mientras las luces de las patrullas iban de un lado para el otro entre la costa y el horizonte.

1 comment:

*** said...

Pah! Que viaje! Por acá nomás, pero una fabulación imponente e inefable.
Que lo parió, que tino