En las últimas semanas,
Isabel la peruana se volvió difícil y yo no sentía nada, o casi nada, por ella.
En realidad se había vuelto difícil por eso mismo. No sé por qué estuve
saliendo después, no sé en qué estuve pensando, no sé por qué no decido las
cosas en el momento.
Por no escucharla gritar en
el celular le dije que sí, que nos veíamos en el sushi place a la salida de
Rahway. Yo odio el sushi y todos los rolls, y el pescado crudo y la salsa de
soja y el picante ese, que hace estornudar. Odio todos esos clientes de camisas
apretadas. Odio sus conversaciones a media voz y sus medias luces. Ella quería
juntarnos ahí seguramente para que yo no me desubicara, porque si hubiera sido
en un parking sabía que le daba vuelta la cara.
Igual, apenas me senté le
arruiné todo. Le dije que era una pituca y le expliqué lo que era, que en
realidad quería ser pituca, porque las pitucas de verdad no vivían en la concha
de la madre como ella, sino en Lima y cuando querían viajaban. Que se hacía la
liberada pero que era una traumada (hacía tiempo que no usaba esa palabra, a lo
mejor ya no se usaba). Se lo decía todo junto para terminar de una vez, antes
de que el mozo viniera a levantar el pedido, no quería estar ahí y no me iba a
sacar la gorra.
Ella se sintió insultada y
empezó a levantarse para irse. Fue entonces que le pedí perdón, falsamente, y
empecé a sacarme la campera, pero ella ya había empujado la puerta y salía a la
calle hecha una tromba mientras los japoneses del mostrador cortaban pescado
rojo.
La alcancé
en la vereda antes de llegar al auto. La agarré de un brazo y le di un beso
desagradable, más bien lo intenté. Entonces nos fuimos a las manos y después,
para desaparecer de la vista de todos, nos fuimos manoteando entre mis intentos
de besarla y los cachetazos de ella, hacia el alley, donde estaba el auto de
ella. Yo me ponía adelante para que ella no pudiera avanzar.
Nos pegamos de nuevo contra
la puerta del auto, yo intenté besarla de nuevo. En ese momento se abrió la
puerta del sushi y salió el japonés. Como seguramente iba a llamar a la
policía, me separé y empecé a caminar lentamente hacia el otro lado, hacia mi
auto, adelantando mentalmente mis próximos pasos. Me cerré la campera, me
ajusté la gorra y saqué los cigarros simulando tranquilidad.
Cuando el japonés cerró la
puerta, seguí caminando sin prender el cigarro, no corrí a mi auto, y sin mirar
atrás escuché que el auto de Isabel arrancaba haciendo sonar las ruedas hacia
la salida 13, obviamente provocándome. Yo no hice sonar las ruedas, pero a la
cuadra pasé el límite de velocidad.
Isabel sabía que estaba
siguiéndola, iba por el primer carril y pasando por la derecha.
No tuve que insultarla así, aunque
en realidad tampoco fue tanto insulto, ni siquiera sabía lo que quería decir
“pituca”. Pero tampoco podíamos quedarnos así, teníamos que terminar bien, por
lo menos como amigos.
Volvió a salir en la 17 para
la casa de ella, lo cual era buena señal, porque vive sola. En realidad vive
con unas amigas, pero se van por el fin de semana para no sé dónde. La alcancé
entrando al porche.
Aunque nos habíamos gritado
todo el tiempo, ahora, entre vecinos, ella no quería gritar, y yo nunca grito.
Entonces empezó a hablarme, susurrando con una frialdad ridícula, aferrándose a
una calma minúscula como de un clavo ardiendo, reprimiendo su furia en el
silencio sepulcral de la noche del suburbio. Pero yo quería hacerla explotar.
Quedé fuera del porche y
ella adentro, ella unos escalones arriba, dándome la espalda, paralizada de ira.
Subí los tres escalones de una y le agarre una muñeca y ella la sacó
violentamente. Luego abrió las dos manos, como advirtiéndome, y las dejó así,
quietas, duras como hojas de palmera. Sin darse vuelta, en un susurro agudo y
desesperado, me dijo: “¡Por favor, vete ya!”.
Pero no me importaba nada de
lo que decía, no me importaba el lloriqueo, ese lloriqueo de siempre. Y cuanto
menos me importaba su desesperación, más me gustaba la situación, porque sabía
que iba a pasar algo más, algo grande, algo fuera de control.
Se dio vuelta y me miró con
esos ojos grandes y azules, porque era peruana pero parecía gringa. Entonces me
fue a decir algo, pero se contuvo. Sólo levantó las dos manos, que seguían
abiertas como palmeras, amenazantes, y se quedó muda mirándome con los ojos
vidriosos.
Me distraje mirando el
porche. Había un sofá viejo y una mecedora al lado con la esterilla rota.
Contra la baranda, en la otra punta, unas muñecas me llamaron la atención,
porque Isabel nunca me había dicho que en la casa vivieran niñas. También había
unas botellas vacías de Corona. Le pregunté quién las había tomado. Se dio
cuenta de que no le prestaba atención.
“No es asunto... tuyo”, me
dijo con el mismo susurro, con el mismo lloriqueo, con las mismas manos abiertas.
No le pregunté quién había
tomado las cervezas. Yo no sospechaba de ella, que estuviera viendo a otro
tipo, sólo tuve curiosidad porque era un lindo porche, de casa de pueblo vieja,
y nos imaginaba a los dos tomando cerveza en el sofá mirando la calle en esa
noche.
“¿No querés tomar unas
cervezas, acá en el porche, conmigo?”, le pregunté. Pero dio vuelta los ojos y
se metió en la casa. Yo me fui atrás.
Cuando subí la escalera,
apretada y empinada, vi una pierna de Isabel que desapareció por un costado del
primer piso. Luego sonaron las llaves cayendo en una mesa y maulló un gato.
Después sólo escuché el
crujido de los pies suyos en el piso de madera que se metían en el apartamento
y a medida que se perdían iba escuchando el golpe de los míos subiendo la
escalera.
Al entrar al apartamento
sentí en la cara el aire quieto y encerrado.
Más se alejaba Isabel de mí
y más me gustaba. Me gustaba cómo se iba metiendo en la casa, como huía para
adentro de ella misma. En ningún momento me decía que me fuera.
Fue al baño y la seguí. Me
miró extrañada, como si pensara que me fuera a quedar esperándola en el living
como un pelotudo acariciando al gato.
Salió sin haber hecho nada y
al pasar rozándome la agarré de un brazo y le di otro beso, obscenamente. Ella
me pegó fuerte en la cara y ahí sí, yo le di vuelta la cara a ella.
No fue con el puño
exactamente, fue un cachetazo con la mano abierta y dura, que la empujó dos,
tres pasos atrás. Le pegué de nuevo con el revés y la tiré en el sofá, el gato
saltó a la mesa.
Cayó de espaldas, asustada.
Era la primera vez que dejaba de simular desde que salimos del puto sushi.
Tenía el labio de arriba levantado, porque empezaba a gozar.
Me pegaba a toda velocidad,
me arañaba la cara y el pecho y me sacó sangre. Yo me iba abriendo la bragueta.
Y me la clavé ahí, mientras
le sopapeaba la cara para un lado y para el otro, la mano dura como una madera.
Ella ni siquiera gritaba, apenas decía bajito: “no, no...”.
Mientras me la clavaba veía
la tele a lo lejos, en el cuarto de ella, que estaba prendida y sin volumen: El
Gordo y La Flaca tomaban champagne en una piscina de espuma.
6 comments:
Amores de despojo.
Una atmósfera sórdida, paranoide,
Ud nos hace cómplices Astllr.
Buen pulso, cinematográfico.
Ah, Ornella la ternura que falta. Me dieron ganas de bailar lento.
gracias, sotro, todavía falta el collar 2, donde lo paranoide se vuelve psicotoide.
creo que el tema de la vanoni es de roberto carlos.
¿Es Ud. el guionista secreto de Cronenberg? con persecución automovilística y todo.
Esa violencia que estalla, que es la marca las relaciones finalmente.
Y además se aventura a las tierras trasandinas.
Si sigue, debería venderle el guión a FOX o WARNER,
no, es que miro demasiado fox y warner
la aventura trasandina vendría a ser tras-trasandina
Muy bueno, astllr. Y felicitaciones por la salida de Ur.
fer
gracias mil, fer
luego mando invitación
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