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Sunday, October 4, 2009

eterna muerte del faraón


En su tallada cámara se despide del mundo
el faraón adolescente.
Este fue el primer antecedente
de viajar en ascensor, hacia arriba.

En el oscuro interior de la pirámide
el más allá tiene forma de banco en piedra
y sólo él lo sabe.
Entonces parece aliviado el faraón
al apagarse la vela.

Y ya nadie puede ver cómo sonríe
acomodando la divina estopa nueva
que sustituye todo su organismo
distribuido en ánforas de oro
y gatos vaciados
en posición de esfinge.

Kilómetros de piedra lo separan del día
y de los mejores deseos de su pueblo
que observa con veneración
el saludo de manos con Osiris
única forma del chacal manifestarle aprecio.

Entre el presente y el libro
de los muertos hay unión
(así como entre el chacal y el día)
y rechazo simultáneos:
ambos cambian de lugar
en una línea temporal
provista de dos puntas de flecha
talladas en piedra por el sueño.

La historia de su dinastía es bifurcación
y son tenaces dos cabezas de serpiente una
huyendo de la otra, sin reconocerse
sin reconocer deformación alguna
como una criatura cortada al medio por una guillotina
de lenguaje y espejo.

En la última luz leyó el joven faraón
un poema jeroglífico donde todos los dibujos
tenían idéntica raíz: el cuerpo del faraón.
Entonces la historia de su dinastía
y su comprensión morían con él.
El poema no hablaba de misterios
ni se ramificaba en opciones
sino que era una claridad
el calor del sol
la aurora.

Sacrificados todos sus esclavos
enterrados vivos, quemados, barridos
en cenizas por el viento del tiempo
los analfabetos no necesitaron leer para comprender
el incalculable valor de su tarea:
la construcción de una tumba y morir
como los grandes hombres
como hormigas.

El reflejo del sol
sobre las inclinadas paredes
atravesaba el mar rojo y el negro
y el blanco y el muerto
porque el vértice de la pirámide partía en cuatro
al único rayo cenital del mediodía
distribuyéndolo (sin pérdida, sin egoísmo)
por todas las sombras de las dunas
iluminando la noche para hacerla oscura
mientras otros esclavos seguían trayendo papiro
donde empezaban a escribir a ciegas
la historia del faraón
que iba a volver a morir
dentro de mil quinientos años
al coincidir escarabajos con estrellas.

(En la cresta de la duna
el escarabajo pone un huevo
en forma de sarcófago).

--

foto arriba: detalle de AlfAlfA en mural en Eduardo Acevedo y Maldonado

fotos abajo: mural completo

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Friday, August 21, 2009

Poder, corrupción y mentiras



En la edad del consentimiento
lo bancamos todo
en este pueblo
número 586

Tu cara silente
ultraviolenta del éxtasis

Y yo solo

Solo

Los amores vigilantes
tan lejos del beso
a esta hora de la noche

Ah, el paraíso era así
promesas rotas

Y mi estilo de vida es así
bizarro triángulo del día

Todo cuenta
hasta lo más pequeño
en estado de confusa nación

los ladrones nos quieren
ladrones como nosotros.

El triángulo bizarro
y la fe sin nombre
en un lugar solitario
sin procesión ni dolor.

En la playa de la soledad de esta noche de crimen.

Ladrones como nosotros.

¡Arrepiéntete mundo!
Lo arruinaste todo
en un solo día
a todos, en todos lados.

Los tiempos cambian
como una avalancha.

Thursday, April 16, 2009

pieza repetida de una máquina rota


Cuando te vi subir dije “éste es argentino” por la ropa nueva. Pegué en el palo. Y te explico: aunque tengan guita, los uruguayos se visten mal para pasar desapercibidos. No es modestia. Si te ven caminando con campera de gamuza, fuiste, es un clásico. Pero vos... vos...
Dicen que hay mucho laburo por allá ¿no? mucho uruguayo laburando allá. Ojo, no te lo pregunto porque me quiera ir. De acá no me mueve nadie. Principalmente porque acá hay libertad. Yo acá hago lo que quiero cuando quiero. Si quiero, salgo a laburar. Y si no quiero, no salgo y no pasa nada. Nada. A veces, cuando veo todos esos autos, yo me pregunto: ¿adónde mierda van?

Mirá bien, esto se llama alfajor. Hay de nieve y chocolate. Yo como diez alfajores de chocolate por día. Alfajor y Coca light. Entonces lo abro así ¿ves? y tiro el papel por la ventana. ¡No pasa nada! Nadie me dice nada, ni siquiera me miran, todo el mundo hace lo mismo. Lamentablemente esta libertad se está perdiendo. Te cuento el siguiente caso.

Hace cinco años y cinco meses voy por Camino Carrasco con un pasaje al aeropuerto. Voy muy calzado porque este pasajero no llega a tiempo, un cliente importante. En determinado momento, la levanté a una vieja en el aire que todavía no sé de dónde mierda salió!
Cuando bajo me pongo a buscar. La cabeza había quedado como a treinta metros del cuerpo. Homicidio, me dieron, ¿podés creer? ¿Qué culpa tengo de que no haya veredas en Camino Carrasco? Además, ponele que la vieja, por esas casualidades, hubiera volado y se hubiera metido de punta en el parabrisas y me parte la cabeza a mí, que me mata a mí y ella queda viva, un poco quebrada pero viva. ¿A ella le iban a dar homicidio? Por favor.

¡¡¡¡Cotorrudaaaaaa!!!!
Las minas que manejan son todas yeguas. Y todos los tipos que ponen el señalero para doblar son putos. Es un clásico. Por ejemplo, a éste lo paso por la derecha y ahora esperamos la luz. Si me mira porque lo pasé mal, es puto.
¿Ves? No mira.
¡¡¡¡Tigreeeee!!!!
Manejar es como el fóbal, es como salir a la cancha. Hay que estar acá arriba para saber lo que es esto. Por eso ando siempre con el caño... No te asustés... tiene el seguro puesto. Pero a mí no me tocan ni los mosquitos. Y ojo que no tiro al aire. Hasta ahora no tuve que usarlo, salvo con la perra.

En casa vivo con mis viejos, quedan solos todo el día. Compré dos cimarrones y les puse un alambrado eléctrico (a los perros no, a mis viejos). La semana pasada la perra le tiró un tarascón a mi vieja cuando la quiso sacar al balcón. Entonces tuve que sacrificarla. Yo no compro perros para llevarlos a cagar a la plaza.
La perra ni cuenta se dio, pero el otro sí, porque vio todo, estaba mirando al lado, eran muy compañeros. Y lo que son los bichos ¿no? porque desde ese momento el perro ladra todo el día. Le ladra hasta a la nena de al lado, se la quiere comer. Pero a mi casa no entra ni una hormiga.

Y sí, mis viejos están muy viejos. Mientras estén juntos van a vivir en casa, porque se acompañan entre ellos. Pero cuando uno se muera, al otro lo pongo en la casa de salud, derecho viejo. Van a estar mucho mejor atendidos. Ojo, yo me encargo mucho de ellos. Y no lo digo sólo yo.
El pae siempre me dice: “Vos sos el escudo de tu familia” y tiene razón. Fijate esta barriga. ¿Ves estas cicatrices? Son heridas que me hacen mis enemigos. Esta colorada es la última, tendrá un mes. Hay mucho enemigo en la patronal que le tira mala onda a mis viejos. Son cortes que me aparecen de noche, trabajos con dagas a distancia. Y yo los paro a todos acá, en la zapán, porque soy El Escudo de la familia.
Para ser buen escudo, como yo, tenés que hacer trabajos de protección. Yo hago mis ofrendas y recibo a mi orixá. Pero esto no te lo puedo contar porque es secreto. Entonces hay mucha inseguridad porque no son sólo planchitas. Hay trabajos, cosas que involucran a gente importante, gente que sale en la tele.

¿En serio vos no salís en la tele? Sos igualito a uno que no me acuerdo el nombre, el que se apretaba a la pendeja divina esta, que tampoco me acuerdo el nombre. Sos vos, qué hijo de puta.
51 fichas... 94 pesos. Si tenés cambio te agradezco.

Te voy a hacer una confesión. Mi sueño es vivir en Gran Hermano. Te rascás el higo el día entero, te levantás a todas las minas y le mandás saludos a tus viejos. No tenés vecinos que te jodan, no tenés que salir a la calle, no tenés que ver a nadie y todavía te pagan. ¿Qué más se le puede pedir a la vida?


--






foto 1: calle Esperanza, entre Utopía y Pascacio Báez, barrio Porvenir.



foto 2: vista aérea del barrio (información geográfica de la imm)



Monday, November 17, 2008

Veinte minutos de terapia




—¿No lo acompañan al check in?
—No. Tengo que agarrar un carro porque se me caen las cosas, se me abre el bolso donde tengo todos los lentes. Sigo trayendo cosas que dejé en lo de mi hermana, todavía me queda una biblioteca entera y me compré LA LÁMPARA. Y la caja de LA LÁMPARA es como el envase de un misil, así que había un problema allí. Le mandé pintar mi nombre, todo bien. Pero iban a querer abrirla en el control. Previendo que iban a querer mirar adentro, llevaba una cinta pato y me había comprado una tijera. Después de que los tipos miraran, pensé, le pasaba la cinta, sellaba todo y les dejaba la tijera de regalo como diciendo “se la pueden meter en el ojete”. Hago el check in, todo bien, cierro la caja, le paso la cinta y cuando voy a sacar la tijera del bolsillo... ¡era una lapicera! ¡Me había olvidado de la tijera! Traté de cortar la cinta con los dientes, tirado en el piso, transpirando, la cinta pato es indestructible. Le pregunto por segunda vez a la tipa “¿No tenés nada para cortar?”. Me miró mal. Se ve que le partí el corazón a una mujer atrás mío, porque de repente aparece una mano con una lima de uñas de madera. Limé, corté como pude, quedaron unas moñas, tá, marchó LA LÁMPARA. Después tenía que evitar que me pasaran una película polaroid carísima por los rayos X. Les digo esto, me dicen que no, protesto, llaman a un tipo, viene y me dice: es muy simple, esto TIENE que pasar por los rayos, si querés llevarlo contigo lo abrimos o pasa por los rayos. Al final los pasé. No me dejaban llevar dos bolsas de mano, tuve que rogar, repetir por quinta vez que era fotógrafo y que el material que traía era carísimo. Y si la compañía se hacía responsable de lo que pudiera pasar. Con todas las vueltas me olvidé de pedir pasillo. Me tocó la ventanilla después de DOS asientos. No andaba ni la tele ni la música. El avión entró en una turbulencia desde que salió hasta que llegó a Buenos Aires. Doce horas de turbulencia.
—¡Doce horas…!
—Cuando llego a Uruguay me hacen pasar dos veces por los rayos! Bueno, llego y mi vieja no estaba. Así que me tomo un taxi. Y cuando voy a entrar a mi casa me encuentro con la puerta del apartamento abierta. Ladrones, pensé. Me recagué, no sabía si entrar o no. Al final entré. Me parecía que todo estaba como lo había dejado, no me podía acordar mucho. ¡Cuando me fui me olvidé de cerrar la puerta! El apartamento estuvo un mes y medio abierto y nadie se dio cuenta. Busco las llaves y no las encuentro. Busco y nada.
—¿Cómo abrió abajo?
—El portero. Me encuentro con dos cartas. En una me decían que tenía que presentarme en un juzgado por el choque del auto que tuve hace un año.
—¿Usted chocó?
—Me chocaron cuando estaba estacionado. Si no me presento esta semana, no sé. La otra carta era para decirme que no había ganado un premio, que lo había ganado un tipo que yo conozco y que me daban una mención y que me felicitaban. La puta que los parió.
—Se siente mal...
—Ya se me pasó. Estoy ahí sin saber mucho qué hacer, un poco como atontado. Me extrañaba que mi vieja no estuviera, pero con mi vieja nunca se sabe. Quería irme pero no encontraba las llaves, quería llamar a unos amigos, a mi novia…
—¿Ustedes no habían dejado?
—Sí, estando allá sí, pero como había vuelto… Al final me fumé un porro para ordenarme un poco la cabeza, tranquilizarme...
—¿Volvió a fumar?
—Me tranquiliza, me pone bien para ordenar las cosas. Empiezo a ordenar, suena el teléfono: era mi vieja. Estaba en un velorio. Empieza a insistir para que vaya para la casa de ellos, que era domingo, que mi viejo se iba a poner muy contento y que ordenara después. Yo no entendía por qué insistía tanto, y entonces me doy cuenta de que era el cumpleaños de mi viejo.
—Qué negación...
—Mi vieja es así.
—La suya
—¡Ah! Siempre me olvido de los cumpleaños. Los anoto en la agenda, pero me olvido de mirar la agenda. Mi vieja estaba como loca, porque se había muerto tía Poupée. “Se nos fue. Se nos fue”. “Pero mamá —le digo— tenía casi cien años”. “Por eso —me dijo— no llegó a los cien que era el sueño de todos”. Hasta pensaban hacerle una fiesta entre todos los sobrinos. La vieja ni se enteró. Una vida medio al pedo. La única que hablaba con ella era mi vieja.
—¿Cómo estaba?
—Ciega y sorda
—Su madre...
—Ah, la chocaron y le rompieron una luz de adelante. Estaba muy contrariada por lo que mi padre iba a decir. Pero seguía con lo de tía Poupée y cómo no había llegado a los cien. Y entró en un loop de tragedia familiar al que es muy propensa. En cada cumpleaños de mi viejo hace lo mismo, empieza a hablar de la familia y hay que darle bola. De ahí pasó a la situación del país, pero no como criticando. Porque jamás vio un noticiero ni leyó un diario. Le digo: “¡Pará de hablarme en inglés!”
—¿Le hablaba en inglés?
—Cuando está mal se pone a hablar en inglés. Y siguió hablando en inglés, que hay que vender la mitad del campo, que la situación es terrible, que yo no sé qué vamos a hacer. La pone muy mal la venta del campo, porque el campo para ella es todo, porque es ufóloga.
—¿Ufóloga?
—Ufóloga. Se juntan con un grupo de ufólogos una vez por mes para ir al campo de noche y mirar para arriba. Después se reúnen en una casa y meditan y entran en contacto telepático con seres del más allá.
—¿Extraterrestres?
—Si usted le dice a ella “extraterrestres” le puede retirar el saludo para siempre. Para ella son seres del “más allá”. Se juntan todos y cuando entran en contacto, aparentemente estos seres les dicen dónde hay puertas a otras dimensiones por las que pueden pasar y hablar con personas muertas. Entonces van buscando estas puertas de estancia en estancia. Nunca encuentran nada y mi vieja siempre dice que están más cerca. A veces se reúnen a meditar en la casa de mis viejos cuando mi viejo está de viaje, porque no los puede ni ver mi viejo, sobre todo a una, Graciela, una petisa medio líder. Mi vieja me contaba que viniendo del campo de noche había visto un ovni muy cerca flotando como a ras del suelo. Me lo decía con lágrimas en los ojos, pobre, que fue como un foco de algo que andaba de perfil, paralelo a ella, siguiéndola. Ella paró y apagó el auto. La luz se quedó ahí quieta y ella bajó. No hacía ningún ruido. Entonces intentó hacer contacto telepático. Dice que la luz como que la enfrentó y la iluminó y que sintió como un viento caliente y que entonces la luz se partió en dos y se fue una parte para cada lado y que ella se quedó ahí, sola y a oscuras. Dice que pudo hablar con ellos y que le dijeron que la puerta al más allá estaba cerrada por el momento y que yo andaba bien, que el que andaba mal era Fernando, cosa bastante obvia para todos. Bueno, cuando llegamos a casa estaba la empleada que había hecho la... la...
—¿La cena?
—Eso, la cena. Pero en casa esa palabra está prohibida por mi padre. Dice que es de pobre. Tampoco se dice rojo. Se dice colorado. ¿Usted sabía eso?
—La verdad que no.
—Bueno, la mujer estaba desesperada por irse. Mi viejo estaba con un vaso de whisky en la mano y miraba por la ventana al jardín y estaba todo apagado. Fernando drogándose por ahí. Y mi vieja que volvía a hablar de tía Poupée y de tía Poupée. Domingo de noche, triste, horrible. Comimos todos en silencio. Sólo interrumpía la vieja comentando sobre la tía. De repente mi viejo se calienta y empieza a gritar que estaba harto de escuchar de la familia de ella y que era el cumpleaños de él y que le había regalado otra corbata, que siempre le regalaba una corbata y lloraba de furia. Fue hasta la cocina y reventó el vaso de whisky contra la pileta, volaron los hielos, me asusté un poco. Después se fue a acostar y mi vieja se quedó un rato temblando, se tomó dos lexotán y se quedó ahí, medio ida, sentada en un sillón. Y después se durmió, con los ojos un poco abiertos, y yo me quedé sin saber qué hacer. Siempre es igual. ¿Para qué me llamó, digo yo?
—Bueno, era el cumpleaños de su padre. Quizás si usted se hubiera acordado, si hubiera ido directamente... ¿Usted qué hizo después?
—Me quedé un rato mirando por la ventana. Después prendí la tele otro rato y después, cuando vi que mi vieja seguía ahí, agarré la cámara que siempre llevo y le saqué fotos.
—¿A su madre?
—Sí
—¿No se sintió mal?
—No. La luz le daba de una manera rara. Y como además tenía los ojos medio abiertos... ella siempre duerme así. Me llevó un tiempo pero le hice un retrato. “Lexotán” se va a llamar.
—¿Qué va a decir cuando lo vea?
—No lo va a ver. Ella nunca vio una foto mía. Sabe que saco fotos pero para ella una foto mía y una foto carné son lo mismo. Después la llevé en brazos hasta el chesterfield y la dejé durmiendo.
—¡Ah!
—Cuando escuché que mi hermano entraba por la puerta de adelante, salí por atrás. No tenía ganas de verlo. Es como mi viejo, toma y se pone agresivo.
—Es una enfermedad de la familia...
—Al principio parece que no, porque está duro de pala y entonces parece lúcido. Pero al rato empieza como a retrucar todo lo que uno le dice y se empieza a sentir agredido. “Por qué me decís eso?” “¿Qué me querés decir?”. Estuvo preso por pegarle a las novias.
—¿Las novias?
—Si, siempre le pegaba a las novias. No entiendo como si ya lo conocían lo buscaban igual. Muy loco, muy loco Fernando. Una vez salió para una fiesta en el Carrasco Polo, se tomó un ácido y a las dos semanas apareció en San Diego, California. Él dice que no se acuerda cómo llegó. Lo último que recuerda es que estaba en Lieja y Santa Mónica y que empezaba a llover. Hubo que pedir colaboración internacional. Lo esposaron, lo incomunicaron y lo mandaron en un avión. Pero mi vieja confundió el día de llegada y el tipo tuvo que pasar otra noche en Jefatura, Migraciones, no sé.
—¿Qué hacía su hermano en San Diego?
—Según un testimonio parece que caminaba en pelotas por una autopista. Estaba todo lleno de arena y tenía una bandera argentina en la mano, así que suponemos que estuvo viendo las Olimpíadas de Los Angeles. Después de eso le quedó un tic nervioso que hace difícil la comunicación, porque él lo advierte y se pone más nervioso y más tic le da.
—¿No sigue tratándose?
—Se trata cuando ya no aguanta. Después de que lo echaron de la clínica...
—¡Qué cosa!
—Lo hicieron trabajar en una quinta y se descompensó más. De las fiestas del Carrasco Polo a plantar zapallos...
—A mucha gente le hace mucho bien la actividad en la granja, la vida al aire libre, sentirse útil...
—Salgo por la puerta de atrás y la perra, pobrecita, se me tira encima. Me pongo a jugar con ella. Es buena, no muerde ni a los ladrones. Mi hermano aparece, cómo andás, yo qué sé, sin mucho entusiasmo. Estaba gordo, hinchado. Olía mal, como de alcohol pero peor, como si hubiera estado encerrado por días. Le digo: “no viniste al cumpleaños”.
—Usted tampoco se acordaba.
—Yo no estaba en el país. ¡Recién llegaba! Él vive ahí, en la misma casa, no tiene nada que hacer, no trabaja, no estudia.
—¿Nunca hizo nada?
—Nunca terminó el liceo, no tiene voluntad. Pero bueno, se tomó muy mal que le dijera eso. “Con papá estamos peleados”, me dice, porque mi viejo no le prestaba más el auto. Él sólo quiere andar en el auto de mi viejo. El de mi vieja no lo usa porque dice que es de mujer, de puto. Y a mi hermano le gusta mucho picar en la rambla, meterse en los jardines, derrapar. Cuando no lo devuelve abollado hay que mandarlo a lavar.
—¿Es menor que usted?
—Dos años. El cuarto es el mismo que tenía a los 15 años. Lo mantiene igual. Es raro, porque a pesar de esa falta de voluntad que tiene, siempre tiene el cuarto ordenado, compra sus posters, limpia su colección de latas de cerveza... Bueno, el tic lo estaba matando. Me dijo que tenía que hablar conmigo. Subimos al cuarto y se puso a tomar pala, es increíble lo que toma. Y empezó a contarme. Que había tenido una relación “tormentosa” con una tipa mucho mayor que él. La mujer le había dado vuelta la cabeza como una media. La mujer era Graciela, la medium, la del grupo de ufólogos.
—No le puedo creer.
—Todo pasó a espaldas de mi madre. Una tarde en que estaba reunido el grupo de meditación, la enana hace como que va al baño. Pero entonces no, sube la escalera, entra en el cuarto de mi hermano, tranca la puerta y, literalmente, lo monta.
—¡No le puedo creer!
—Sí. A partir de ahí se empiezan a ver todos los días. Ella le hace la cabeza así nomás, muy fácilmente. Primero le dice que tiene poderes especiales, que es capaz de hablar con los muertos, de ver el futuro de la gente mirando el aura. Le dice que tirar las cartas y todo eso para ella es etapa superada. Le dice incluso que puede salir del cuerpo y que podía saber las vidas anteriores de las personas con un poco de concentración. A mi hermano le dijo que había sido un príncipe egipcio que había muerto por salvar a su amante de la crueldad de su marido, un rey poderoso y maligno. Después le dijo que ella misma había sido una reina egipcia y que estaba segura en un 98% de que se habían conocido en aquel momento. Ahora volvían a encontrarse en Montevideo y eso no resultaba increíble, porque el destino era así y estaban condenados a vivir juntos para siempre. Mi hermano se enamoró de ella y empezó a hacerle regalos carísimos, sacos, carteras, medias, todo guita que le afanaba a mi viejo. Un día le regaló Ilusiones de Richard Bach, que es lo único que leyó en su vida, con una dedicatoria: “Para mi princesa de Luxor”. Mantuvieron el noviazgo en secreto. Ella era como veinte años mayor y venía de una familia pobre. Por otro lado no había terminado de separarse del marido, un tipo que hacía mucha guita con una panadería y que de vez en cuando, decía, la cascaba. Le contaba muchos detalles de los castigos y le hacía juntar bronca a mi hermano. Y mi hermano lo fue odiando al panadero. Un día ella lo llamó por teléfono llorando y le dijo que le había pedido el divorcio y que el tipo se había enfurecido tanto que la cosió a cintazos, que estaba toda marcada en las piernas y en la espalda y que lo mejor era que no se vieran por unos días. Todo mentira. Pero mi hermano entró. Y decidió matarlo.
—¿Cómo?
—Ella le dijo que no podía vivir más así, que si él no se moría, ella se iba a matar. Y mi hermano, como es medio bobo...
—Pero...
—Él decide matarlo y se lo comunica a ella. Ella le dice que puede ver el futuro y que sabe que todo va a estar bien y que van a ser muy felices en una casa que adivinaba en San Rafael. Le dice que el marido va a estar solo en la casa esa misma noche y le da la llave de un ventanal. Mientras tanto mi hermano busca el revólver de mi viejo. Busca y busca pero no lo encuentra. Se le va la noche en eso y tiene que esperar una semana más. A la semana siguiente agarra un cuchillo de cortar carne y un pedazo de cuadril de la heladera y sale para la casa, en Malvín Norte, una casa con fondo. Cuando llega, salta el perro del vecino y mi hermano le tira el pedazo de carne y el perro se va moviendo la cola. Eso fue idea de ella también. Mi hermano se acerca al ventanal. Quiere ver al tipo desde afuera antes de entrar para estar seguro de que está y se queda esperando, recostado contra un árbol. Pero el tipo no aparece. Está la tele prendida, una pizza en la mesa, pero el tipo no aparece. Entonces ve que hay luz en una habitación de arriba. Y se trepa al árbol. Y entonces lo ve al panadero en el cuarto, en calzones, sentado en un costado de la cama. Y ve que el tipo está como mirando un punto en la pared. En un momento, el tipo levanta la mano y entre los dedos tiene el libro que mi hermano le había regalado a ella. El tipo deja caer el libro, se dobla hacia adelante y hunde la cabeza entre las manos, pobre, y ahí se queda veinte minutos, media hora. Mi hermano helado. Entonces se da cuenta de todo, pasmado como es. Se da cuenta de que el tipo es inofensivo completamente, que Graciela lo había usado a él para matar al marido y eventualmente casarse con él y acercarse al dinero de mi viejo. Se siente un asesino, un sicópata, y empieza a bajar de nuevo intentando no hacer ruido. Justo cuando está bajando observa que el hombre baja a su vez por la escalera de la casa. Queda paralizado, aferrado al tronco como una ardilla. Entonces lo ve al tipo entrar al living, acercarse al ventanal y mirar para afuera. Mi hermano cree que lo vio a él y está a punto de dejarse caer y decirle, sí, me entrego, perdonemé, los dos fuimos engañados... Pero el tipo no lo estaba mirando a él. No estaba mirando a nada. Y ve que se pone un revólver en la cabeza y dispara.
—¡No!
—Termina de bajar del árbol. Y yo no sé, pero creo que mi hermano tuvo un último destello de lucidez, porque abrió el ventanal (que estaba sin llave). No miró el cuerpo, subió hasta el cuarto y se llevó las famosas Ilusiones. Después limpió la llave, la puso del lado de adentro y se fue sin cerrar. Después se encontró con Graciela en Mendizábal y le dijo que había pasado todo como ella quería, que no hubo necesidad de matarlo porque el tipo se había pegado un tiro. Y que no quería verla más.
—Si me permite voy a abrir la ventana.
—En ese momento la mujer se transforma completamente. En medio del bar empieza a reírse con carcajadas diabólicas, se agarra a la mesa y empieza a temblar. Le salía una voz de hombre. “Nos vamos al infierno, nos vamos al infierno”, le decía, y eructaba. La tipa había planeado todo. Le iba a decir a la policía que mi hermano había matado al marido con el revólver de mi viejo. Le había afanado el revólver a mi viejo y se lo había puesto en lugar del suyo. Después salió del bar, completamente enajenada. Mi hermano la siguió un rato intentando calmarla pero cuando llegan a Avenida Italia ella empieza a gritar como si la estuvieran matando y ahí mi hermano se va corriendo para la casa. Y llega cuando yo estoy jugando con la perra.
—Pero digo yo, ¿no se dio cuenta el marido que le habían cambiado el arma?
—Se ve que no. O capaz que sí y no le importó. O capaz que le dieron más ganas de matarse todavía. La mente humana es un misterio. Creo que ella hizo todo lo posible para culparlo a mi hermano. Hacer el mayor daño posible. Y resultó. Al final encontraron huellas de las botas en la sangre del piso. Todo apuntaba a él. A todo esto eran las cinco y media de la madrugada y seguíamos hablando. En eso vemos por la ventana que estaciona un patrullero frente a casa. Mi hermano tira la merca al water. Cuando estaba pensando en salir por atrás, los tipos ya estaban tocando el timbre. Eran tres. Entonces le digo, “Fernando, vos no le hiciste nada a nadie. Que hayas querido matar a alguien no quiere decir que lo hayas intentado ni que lo hayas hecho”. En el caso de él era un poco confuso, yo entiendo, pero no lo habría hecho. Me abrazó y se puso a llorar. Después él mismo le abrió la puerta a los milicos. Se levantaron mis viejos, los vecinos. Todos en la calle aparecieron en menos de un minuto, chusmeando. “¿Qué pasó? ¿Qué pasó?”, gritaba la marciana de mi vieja. Los milicos le dijeron que Fernando estaba acusado de homicidio en primer grado. Mi viejo se volvió para adentro, los vecinos se fueron para la casa y mi vieja se quedó ahí llorando tirada en el porche. Y esas cosas curiosas ¿no? De repente viene la perra, mueve la cola, la huele a mi vieja y se va para atrás y sigue moviendo la cola, como si no pasara nada, como si todo fuera una película.
—¿Es una perra normal?
—No, es epiléptica.




Monday, October 27, 2008

Como en el cielo


—Este tipo dice que no se necesita de grandes experiencias en la vida para escribir bien. También está en contra de las drogas en la creación, porque dice que te bloquean. Que todo estupefaciente es bloqueo creativo. Que no fluís. Punto.
—Nada que ver. Es una idea completamente moral sobre el arte, es vomitivo.
—Pero si no fuera moral, ¿qué sería entonces? El arte...
—No sigas. Otra vez no.
—¿La pudrí?
—Sí.
---
—Bueno, te puedo contar algo que me pasó. Hace unos días, cuando venía del laundry.
—Preferentemente voy los jueves. Así tengo ropa limpia para el fin de semana: desde l viernes hasta el picnic del domingo. A Estela y a mí nos gustan mucho los picnics. A mí me gusta jugar al freesbee. ¿Jugás al freesbee?
—No.
—Bueno, yo venía subiendo la escalera del laundry. Cuando voy saliendo, con la cabeza a la altura de la vereda pasa un negro y me da vuelta la cara de una patada, de punta, de botas el tipo. Completamente involuntario, pero me dio vuelta la cara, me hizo un corte afuera y también adentro de la boca, jodido. ¿Habrá un Rite Aid por acá?
—Creo que a dos cuadras.
—El tipo no sabía qué hacer. Y se ve que era buena gente, porque estaba realmente mal, pálido. Se sentía tan mal que me hizo pensar que el imbécil había sido yo, por haberle puesto la cara a la altura de los pies, imaginate. Me decía “sorry man, sorry much, man”. Todo bien, le dije. ¿Qué le iba a decir?
—¿Entonces?
—Entonces nada. Eso.
—Pensé que ibas a seguir.
—Bueno, sí. Antes me había pasado algo parecido. Porque es curioso como se repiten algunas cosas, como un patrón ¿no? Los mayas por ejemplo...
---
—Bueno. Estaba nadando en una piscina de cincuenta metros. Esto era en 1993 y esa piscina ya no existe hoy, era la única de ese tamaño. Yo venía en crawl tranquilo, en la pileta 35. No 35 de crawl. Porque empiezo con 10 pecho, después 10 crawl, despues 10 espalda, despues 10 crawl de nuevo y al final 10 pecho de nuevo. Estaba en un gran momento, casi de relajación, de inercia propiamente. Y de repente me choco, muy pero muy fuerte, más fuerte que contra una pared. Un tipo venía pasando a otro y nos dimos de frente, con las cabezas. Es cierto, el vapor no dejaba ver, apenas un metro más adelante, dos quizás. Es increíble nadar bajo esa niebla... ¿Nunca fuiste a una piscina así? ¿Toda tapada de niebla?
—...
—Bueno, le dije que el error había sido de él. Y el tipo se sentía mal y no sabía qué hacer. Y el otro, el amigo de él, lo puteaba mal. Todos intentando flotar. El tipo reconocía su error, me decía: perdoname, perdoname por favor. Parecía buena gente y seguramente lo era. ¿Qué más le podía decir? No podía putearlo, ni se me ocurría. Pero entonces resulta que dos buenos tipos me partieron la cabeza dos veces y yo no hice nada, porque me parecieron buena gente.
—¿Te parecieron? ¿Entonces no eran?
—Creo que sí. Lo que quiero decir es esto: es increíble que dos buenas personas, o una, le pueda cagar la vida a otra y sea inocente. ¿No te parece horrible, no te parece que está mal?
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—Perdoname, pero ¿qué estamos escuchando?
—Teenage Fan Club.
—Mal nombre, ¿no? Suenan mejor que el nombre que tienen.
—El nombre no es nada. Fines de los 80. Siguen sacando discos. Glasgow creo. ¿Conocés Glasgow?
—Glasgow no. Pero conozco Liverpool. Deben ser parecidas. Y Blackpool.
—Bueno, todo el mundo debería conocer Blackpool.
—Conocerla sí. Pero volver...
---
—Ayer me di cuenta de que hacía años no escuchaba un saxo. No me gustó nada el saxo. Hacía años que no escuchaba un puto saxo. Ojo, una bandita bastante cool, lindo el arreglito. Pero un saxo barítono, no way.
—Bueno, es obviamente un prejuicio tuyo.
—No, no es un prejuicio mío, es así. Un saxo es horrible en el 95% de los casos.
—Bueno, está bien. Parecería que el saxo, es cierto, ha pasado un poco de moda. Creo que la última vez que escuché un saxo como al que te referís fue en Dire Straits. El solo de saxo, el instrumento en alto, ese carraspeo final, qué horror. Tenés toda la razón. ¿No te parece que todos los saxofonistas tienen tiradores, que siempre llevan tiradores? Align Right
—Y un sombrero, algunos tienen un sombrero verde.
—Creo que estás hablando del saxofonista de Peter Gabriel. Ojo, Gabriel no jode tanto con el saxo.
—¿Un sombrero verde como de tirolés?
—Si me lo decís así, me cuesta imaginarlo, porque sólo puedo ver un tirolés. Le veo las bermudas altas, la medias altas también. ¿Cómo llegás a tirolés?
—Supongo que se nace. Podés llegar a ver muchos saxofonistas así. Debe haber cientos de tiroleses tocando el saxo.
—Cientos no, miles. Creo haber visto uno en la dolche vele... ¿Nunca viste televisión alemana?
—No mucho. Policiales sí. Pero eso que decís, no sé, lo veo más emparentado con la RAI, si me permitís, esas minas, esas coreografías.
—¿Qué me preguntaste recién?
—¿No te parece mal que alguien le cague la vida a otro y sea inocente?
---
—Depende de lo que querés decir con “inocente”. Además en tu caso. El tuyo es un caso particular.
—Todos los casos son particulares.
—Te partieron la cara. Pero vos no estás seguro de que ellos hayan sido realmente inocentes. ¿No te vieron, ni por un momento? ¿No previeron nunca la situación?
—No. Creo que la magnitud de los dos accidentes los convierte, de acuerdo con tu sugerencia, en homicidas.
—Sí.
—En el primer caso creo que la culpa no fue toda del tipo. Puse la cara a la altura de los pies suyos, que es algo inusual.
—Todas las veredas de la ciudad tienen escaleras con basement. Todo el tiempo está subiendo y bajando gente. Yo diría que la culpa la tuvo el City Hall. No debería estar habilitada una escalera que permite que pongas la cara a la altura de los pies de nadie. Si le hacés un juicio, seguramente lo ganes. ¿No pensaste en eso? Tendrías que haber simulado una caída espectacular y no dejar que te moviera nadie de ahí, hasta que llegara una ambulancia. Si llega la ambulancia y vos seguís en el piso tenés muchas más chances de ganar el juicio, te sobran testigos.
—El más inocente de los dos es el negro. No pudo haberme visto. En el caso del otro, el tipo fue torpe y se hizo tanto daño él como yo.
—Ser torpe no lo exhime de responsabilidad.
—Calculó mal y se tiró a pasar al amigo. Pensó que me iba a ver desde más lejos.
—En algún punto no le importó si venía alguien.
—Le importó, pero calculó mal.
—No le importó lo suficiente. Es culpable.
—Sí, es culpable.
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—Ahora entiendo cuando comparaste la televisión alemana con la RAI. Hay más minas en la RAI.
—Bueno, sí, la televisión alemana es parecida a la RAI. Pero... ¿Viste el canal 47?
—Por suerte no, pero lo conozco.
—Hay un programa los domingos de noche que pasan desde Venezuela donde la gente va a cantar. A decir verdad, en los programas alemanes el público no sale a cantar mucho, pero es el mismo ambiente, la misma onda, entre profesional y aburrida, sobre todo muy barata. Una mezcla de formalidad extrema y culos al aire. Muy formal y muchos culos.
—¿Domingos a qué hora?
—Escuchá. El tipo habla de drogas. De drogas y creación.
—Te dije que no quería hablar de eso.
—Tenés que escuchar. Tenés que escuchar, por favor.
—“Del que se involucra con las drogas para realizar obra de arte se pueden afirmar dos cosas: que es adicto y que no es artista. Esto nos emparenta, lamentablemente, con la derivación angustiosa con que nos aburren los malos poetas. Incluso la poesía, que se sirve de la libre asociación, debe significar, en algún punto, un esfuerzo racional. Lo que estamos presenciando actualmente, es obvio, es la tendencia que consiste en creer que los pensamientos más abyectos suponen, por sí mismos, una verdad artística...”
—Basta.
—“...que los fracasos amorosos son motivos que no admiten crítica, que la estupidez emocional es garantía de sensibilidad fina. Estamos hartos de repetir, y no nos vamos a cansar de ello, que la elucubración estilística es una enfermedad, que es altamente contagiosa y que contra ella debe velar el crítico, salvaguarda del gusto racional y pilar fundamental de toda disciplina de arte, cualquiera que ella sea, desde la música sinfónica hasta el camafeísmo”.
—¿Terminaste?
—No, sigo después.
—No necesitaba que leyeras eso. Si hubiera querido, lo habría leído yo. Ya sabía que estaba ahí. Lo estaba leyendo antes de que vos llegaras y opté por no leerlo. Es muy importante saber lo que uno NO quiere leer.
—Qué raro...
— En otro momento lo habría leído, pero ahora...
—...
—Bueno, estoy escribeindo una novela
—¿Entonces?
—No quiero que nada me influya, necesito fluir libremente. Necesito escuchar historias a lo sumo, pero no quiero reflexionar sobre nada y menos sobre cómo escribir. Eso podría influir en mi creación de manera nefasta. Me condiciona. Además, para escribir dos palabras juntas, necesito fumar... Pero ya te digo, no quiero hablar de eso. Hay pensamientos que me condicionan la imaginación y éste es uno de ellos.
---
—¿No te parece mal que alguien le cague la vida a alguien y sea inocente?
—No entiendo por qué te interesa tanto eso. No importa. Te partiste la cabeza dos veces, ya está, no pasó nada.
—Pero su hubiera pasado algo más grave...
—¿Decís una lesión importante, que hubieras sufrido lesiones con secuelas...?
—Más que eso. Olvidate de la pisicina, olvidate del negro, olvidate de todo lo que te conté.
—¿Te pasó algo, Derby?
—Bueno, esto sucedió unos años atrás. Poco antes de venirme, precisamente. Yo venía de una despedida que me hacían. Volvía a mi casa. ¿Te acordás del Pinar?
—Perfectamente. ¿Quién vive ahora?
—Unos amigos de unos amigos.
—Seguí.
—Serían las once de la noche. En realidad no había dormido en toda la noche anterior y había seguido de largo toda la tarde hasta la noche siguiente, serían las once. Ni me acuerdo donde estuve. Entonces venía muy despacio. Todo el camino desde la carretera hasta mi casa estaba tapado de pozos. Iba muy en pedo. Pero te juro que iba exactamente a veinte kilómetros, iba clavando la mirada en el cuentakilómetros, no quería pasarme de esa velocidad. Y di vuelta una esquina. Y la maté, a veinte kilómetros por hora la maté, no sé cómo habrá caído, a lo mejor sobre una piedra...
—¿Murió?
—Sí, fue sin querer. No tuve la culpa. Era imposible verla de noche...
—¿La conocías?
—Linda tipa. Me la crucé en la playa alguna vez.
—¿No hiciste nada?
—No, qué iba a hacer. Ya estaba muerta. No respiraba. No tenía pulso. Llamar una ambulancia era al pedo, a un patrullero ni se me ocurrió.
—¿No hiciste nada?
—La agarré de abajo de los brazos, la arrastré hasta el costado y la puse abajo de un árbol. Era como arrastrar un ciervo. La puse lo mejor que pude, arreglé un poco el pasto alrdedor. Y después me fui.
—¿No hiciste nada más?
—Bueno, ya te digo, ella ya estaba muerta.
—Igual. Tendrías que haber hecho algo.
—¿Qué iba a hacer? Ya estaba muerta.
—Buscar a la familia, buscar la casa...
—Ya estaba muerta.
— ...
—Además, estaba muy en pedo.
---
—Cuando me desperté al otro día, fui a buscarla y ya no estaba.
—¿No salió en ningún diario, en la tele?
—No sé, al otro día me tomaba el avión para acá. Nunca más supe nada, pero nunca me puedo olvidar. Pienso mucho en esto, a veces no duermo, tengo sueños, tengo remordimientos. Pienso que tenía que haber reaccionado de otra forma. Pero hice todo como algo natural, sólo la llevé hasta ahí. Estaba muy borracho.
--Entonces capaz que no pasó nada... capaz que se levantó y se fue.
--Perdoname que te pregunte, pero... puedo usar tu historia para mi novela?
—Preferiría que no.
—¿Por qué no? Cambio los nombres, los lugares, no te preocupes. Además mi novela transcurre en los ochenta. Nadie se daría cuenta.
—Te pediría que no.
—¿Por qué no?
—Porque sería aprovecharse de la muerte de una persona. La atropellé yo.
—Atropellan a todo el mundo todo el tiempo, lamentablemente. Además capaz que no pasó nada.
—Bueno, pero te enteraste porque me pasó a mí. Es algo que yo trato de recordar poco. Es algo que me pesa mucho.
—Bueno, mi literatura es algo que considero muy seriamente también. Es más. Realmente me duele lo que te pasó.
—No. Además, siempre hay alguien que relaciona esto con aquello y alguien se va a dar cuenta. Me van a hacer la denuncia, van a llamar a la Interpol, voy a ir en cana por omisión de asistencia.
—Bueno, no te olvides de que también soy periodista. Puedo invocar el anonimato de mi fuente. Puedo decir que en realidad usé un testimonio para una investigación en el pasado y que después no lo incluí.
—No.

Friday, October 17, 2008

Así en la tierra


There's another clear moral to this tale,
now that I think about it:
When you're dead, you're dead.
And yet another moral occurs to me now:
Make love when you can.
It´s good for you.
--

Eran las 2 AM, que es cuando más me gusta volar, cuando vuelvo a casa. A esa hora selecciono extrasensorialmente mis sonidos favoritos: las operadoras de los radiotaxis, los programas esotéricos de la radio, todas las tandas, los chistes de Landriscina, Corona y Capablanca, hasta los gritos ridículos de los evangelistas. Como en un paisaje interminable y profundo, oigo los timbres en las casas de huéspedes, los relojes de cocina, las canillas goteando.

Yo volaba escuchando todo esto hasta que me perdí en el éter, física y mentalmente, y estuve un rato así, como inconsciente. Entonces hice lo que hacía siempre. Doblé y volé hacia arriba repentinamente, con el puño en alto para cortar la humedad del aire, hasta que la mano empezó a congelarse y yo empezaba a respirar al doble de la velocidad por la falta de oxígeno. Entonces miré hacia abajo para orientarme.

Tomé como referencia el agujero negro gigante que es el Mercado Agrícola y sus inmediaciones, donde tantas veces tuve que intervenir directamente ante la solicitud de las fuerzas del orden, otras tantas para limitar sus excesos. Mi trabajo es difícil: soy superhéroe pero no puedo con todo.

Me fui dejando caer hacia Villa Muñoz, como siempre me gustaba hacerlo: en una curva amplia y progresivamente cerrada, hasta rematar en un giro violento que me dejó suspendido y vertical, a dos centímetros del piso, sobre el balconcito ochavado del apartamento de María Morena. Estuve unos segundos flotando y luego me posé sin un solo ruido —apenas el tremolar de la capa— sobre las baldosas del monolítico.

La luz del cuarto estaba prendida. Golpée el vidrio, pero nada.

A lo mejor estaba en el baño.

Pasé por arriba de la azotea hasta el pozo de aire y me acerqué a la banderola, de donde llegaba un vaho con olor a champú y al desodorante que usaba ella, se había bañado recién. Pero el baño estaba a oscuras, María Morena no estaba en la casa.
Desde el fondo del pozo de aire subía un aire frío con olor a tuco y caño, como a guiso recalentado, que consideré una señal funesta.

Seguramente estaba en el cyber de General Flores. Pero ya no podía usar mi percepción extrasensorial porque estaba agotado. Revolotée de una, hasta el cruce con Bulevar y quedé un rato suspendido, a unos treinta metros de altura, justo en el medio del cruce.

Estuve rígido ahí, como una estaca, como un símbolo, y luego me acerqué a una esquina bajando entre dos plátanos y agarrando la capa con las manos para no enredarme con las ramas.
El cyber hervía de gente y antes de entrar metí la capa por adentro del pantalón para no quedar pegado. Adentro olía mal.

Al fondo, iluminada de rojo por el monitor, chateaba María Morena.

Como si estuviera esperando a que yo entrara, no se inmutó al verme y siguió tecleando. No avancé, porque tampoco había lugar al lado de ella. Ella sabía que yo estaba ahí, no había nada que decir.
Compré un par de alfajores negros en la caja y empecé a comer uno mientras esperaba. Fue una mala idea, porque tenía la boca seca.

Al rato se levantó incómoda. Empujó a dos pibes que miraban porno, pasó al lado mío sin saludar, salió a la calle y se quedó parada con los brazos cruzados dándome la espalda. Pagué los diez minutos de chat y salí.

La tomé en brazos y volamos hasta el balcón. En todo el camino no me habló una palabra, miraba para otro lado. Estaba irritada y molesta y yo sabía porqué: hacía dos semanas que esperaba una respuesta mía a su ultimátum: la justicia social o ella. Y yo había elegido por ella, yo venía a decírselo. Pero era tarde.

En el cuarto saqué el otro alfajor y se lo di.
Ella lo agarró y lo tiró arriba de la cómoda y se volvió a cruzar de brazos. Quise envolverla en la capa, tirarnos envueltos en la cama como hacíamos siempre, pero se resistió. Yo insistí y me pegó unos bifes.
La agarré de los brazos, pero después di unos pasos atrás, porque estaba lastimándola. Usaba mis superpoderes sin darme cuenta.

Entonces me lo dijo, que no daba para más, que efectivamente ya no me quería, que habría querido quererme, pero que no podía. Me dijo más: que a esa altura le resultaba un superhéroe infumable.
Le dije que no le creía.

Entonces me clavó el cuchillo: me dijo que había conocido a otra persona.
Hice mal en reírme, pero fue de los nervios. Le pregunté quién era.

“Averigualo vos —me dijo— si sos tan telépata”, y se dio vuelta.
Fue la última vez que le vi la cara.

Me puse los dedos en las sienes y empecé a mirar en su mente. Entonces pude ver, surgiendo de la exhuberante selva mental de María Morena, al banana de Super Xangó.

Tuve una mezcla de furia y tristeza, de desesperación y resignación, que al final terminó con un malestar estomacal.
Le vomité todo el distribuidor, después quedé recostado contra una pared, luego fui deslizándome lentamente hasta quedar sentado en el piso.
Mientras caía, me iba viendo en el espejo del comedor: las manos agarradas a la cabeza, mi gran "a" plateada, arrugada sobre el pecho, la capa que iba quedando pegada contra una mancha de humedad en la pared.

Con mis últimas fuerzas me levanté, floté unos segundos delante de ella sin poder mirarla y salí al aire de la noche, en vuelo rasante, esquivando unas antenas de teléfonos móviles.

Friday, July 11, 2008

Perdido en la ciudad perdida

Recuerdo las tres veces en que percibí Montevideo desde afuera. Yo no venía del interior del país, sino del exterior. Y no recuerdo el orden exacto en que tuve estas percepciones, tan claras, quizá porque la memoria se encarga aquí de desordenar todos los recuerdos, alucinada por un pasado que se recuesta en la rambla todas las mañanas a esperar un barco llegar en un futuro inconcebible.
Quienes viven aquí dicen que la ciudad atraviesa un período de ruindad física y melancólica. Pero sospecho que viene guardando esta ruindad y melancolía desde su fundación por unos canarios urgidos ante la llegada tarde de sus paisanos españoles (que llegaban después de los portugueses) al mismo Paraná Guazú, ese río grande como mar donde se lamían, y aún se lamen, las lenguas marrones, verdes, plateadas y violetas del agua crepuscular del mundo.

La primera vez que vi la ciudad desde afuera, quizá en un taxi, iba hacia el Sur por esa calle fresca y tupida de Pocitos que es Gabriel Pereira. Y en una de las tantas transversales que le salen oblicuas (porque la oblicua es Pereira) lo vi todo de pronto: la coronación alta y espumosa de los plátanos, una fila más alta y lejana de tipas oscuras, unas palmeras anunciando playas y una calle del ancho exacto de una calle.
Unos cachos de sol caían entre el follaje y entraban en zaguanes haciéndose arcoiris en los biseles y constelando los escalones de mármol que todavía suben en mi recuerdo permitiéndome, por un instante, hacerme cargo de todos los recuerdos de mi infancia y de todos los recuerdos de la infancia de mi viejo y de todos los recuerdos de mi abuelo y así, hasta la fundación del Sur espiritual.
Pero esta introspección, súbita y fugaz, era provocada por la sensación, paradójicamente táctil, de no haber nacido allí: todo era paisaje y emoción, contemplación liberada por todo lo que permite una vida extranjera para darnos a cambio una sonrisa ingenua, la renovación del amor quizá, el eco de lo que dijimos hace tanto tiempo que ya no reconocemos la voz nuestra. Y pensé que sería una linda ciudad donde vivir.
Luego entendí que Montevideo era una ciudad imaginada en los tiempos en que se imaginaban ciudades perfectas en futuros perfectos por unos habitantes que no comprendieron que la utopía sólo puede existir en el presente. Por lo menos así lo había dicho Moro.
Un dato importante de esta visión primera: fue en verano, la mejor estación para visitar la ciudad, pese a los que insisten en decir que la melancolía es invernal, como si la gloria no tuviera atardeceres, como si el olvido no fuera dorado. Si algo identifica a Montevideo en su mejor momento, y el mío junto a ella, es la gran tarde de su estío, cuando el cielo estalla en sangre y esmeralda y la gente va subiendo mansa con la cerveza de a litro en una mano y la silla playera en la otra chancleteando a casa.
Y va llegando con la brisa del mar, mientras salen los vecinos a sentarse en la vereda en playeras iguales y se saludan entre ellos de una vereda a la otra en una propagación que abarca la ciudad. Y se quejan y se ignoran y se ríen y hacen asados en la calle y calientan lonjas y sacrifican un gallo negro y otro blanco al caer la noche y prenden velas.
Y más al norte, unos flacos del Prado (o Belvedere o Sayago) van llenando la mochila de pinturas para trepar como arañas y grafitear los infinitos techos de pizarra de la estación central de trenes, abandonada y sola como una antigua nave espacial hecha chatarra.

La segunda vez que vi Montevideo desde afuera venía en el avión que llegaba de Aeroparque. La fui atravesando toda hasta bajar en Carrasco después de unas turbulencias feroces, los gritos de unos pasajeros, la azafata que cayó contra un respaldo mientras caminaba, aerosol en alto, pulverizando los males del mundo exterior.
Luego la quietud, el Sur silente, las puntas de los eucaliptus y los jardines aún más oscuros por debajo. Más lejos, las cúpulas gemelas, gigantes y mohosas del Hotel Carrasco, la playa ancha y el mar sepia de un balneario aristocrático conservado en ámbar prehistórico.
En el bondi al Centro me recuperaba de los baches del puente aéreo y el alma me volvió al cuerpo con el sol de frente. Los juncales de Camino Carrasco se fueron armando alrededor mío con las guitarras de Zitarrosa que acompañaban a una canción de Zitarrosa cantada por Zitarrosa y el chofer parecía que escuchaba la radio mientras agarraba el volante con los brazos abiertos, ni triste ni feliz: serio.
Yo pensaba en los misterios atmosféricos y en su determinación sobre el carácter y la imaginación de los pueblos y entonces vi, allá adelante, a la ciudad como viviendo por abajo de un campo de fuerza, inmune por completo a las fuerzas del mal y del bien.
Pensé en Ducasse, en ese nativo sin rostro, haciendo estallar las rocas de esta costa en espuma y niebla cada noche, haciéndolas volar en gaviotas y murciélagos, haciéndolas vibrar en luces malas y bordonas de guitarras negras.

La tercera vez que vi Montevideo desde afuera también llegaba desde Buenos Aires. Pero esta vez volví por el río.
Puedo venir desde cualquier lugar del mundo (Brooklyn, Estocolmo, Macchu Pichu o Bagé) que no existe impresión comparable a la primera visión de Montevideo llegando desde Buenos Aires. Porque veo su quietud, su desgano repentino, su orgullo cínico y cómico, su renuncia a esa utopía reproducida en todas esas fotos antiguas que adornan sus McDonalds, su renuncia a ser la prodigiosa, la empleada del mes.
Llegaba en el ferry puerto-a-puerto porque venía de un tiempo largo sin verla, tenía algo de guita y ganas de ver gente. Pero sobre todo porque quería confirmar lo que un amigo me había dicho: “ver la ciudad emergiendo del agua es alucinante”.
Era también un atardecer transparente iluminado de lleno por el sol de la tarde y entonces vi, con regular velocidad, lo que había anunciado la profecía de mi amigo, porque la vi nacer marrón de un mar marrón, como hecha de su barro, como solidificación imperfecta de una fantasía.
La vi pesada y flotante, desvanecida y persistente como un decorado indestructible, como esculpida en roca, como elegida y olvidada por el delirio de alguien. Como la obra de un fanatismo alquímico o masón o de cualquier otra secta, atea ante todo. Porque yo no estaba ante la Jerusalen celeste ni ante la Babel pecaminosa, sino ante Montevideo.
Y a medida que el sol bajaba, la ciudad crecía y se iban oscureciendo las calles y las ventanas y los techos, porque viniendo desde Buenos Aires lo primero que se ve es Ciudad Vieja, que es la plaza financiera y administrativa, y el barrio muere con el día porque la gente la abandona y nadie enciende una lámpara.

Hay ciudades que se cuentan y se vanaglorian escribiendo sus propios libros. Pero éste no es el caso de la ciudad de la gran novela inacabada (quizá nunca empezada), del interminable manual de historia, todo hecho de llamadas a pie, de la antología de todos los poetas suicidas del mundo, de la última carta de los suicidas que no fueron poetas.
Será porque nadie ha hecho de esta ciudad su universo con sus dioses que, sólo aquí, toda la filosofía de la humanidad vuela viva adentro de una bolsa vacía flotando en las alturas rumbo a la cresta blanca de la Antártida. Pero Montevideo sería incluso más que eso si conociéramos algo del indiferente espíritu que la anima, si supiéramos, al menos, qué quiere decir su nombre indescifrable y perfecto.
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Dedicado a irina, el y al warren, robertö, sokon matsumura, fer, sissi, sigmur, agustín acevedo kanopa y zeta.