"Las bodas" , ballet de Igor Stravinsky compuesto en 1923,
ya se había descolgado con la "consagración de la primavera" (1913),
pero esto me parece bellísimo...
No
sólo la razón y el sistema (cartesiano) han liberado al arte de lo que tiene o
tuvo de su aristos, también lo convierten en asunto de común conocimiento y
satisfacción colectiva, en el caso en que estemos hablando de una mínima
competencia. Así como las gentes comunes han accedido a lo que estuvo por
siempre reservado a una aristocracia cultivada, hoy gozamos de una
democratización indisimulable de bienes incalculables que las
grandes masas, exponencialmente grandes, han visto como ascenso de su conocimiento general y de eso que
algunos llaman “calidad de vida”. Por esta misma razón, la responsabilidad del
artista es infinitamente mayor. Su arte se ha visto repartido y compartido aquí
y allá y por lo tanto debe tener la modestia y el coraje, que tantas veces
escasean, como para hacer de su obra un asunto de interés público, es decir
entregar y facilitar su acceso sin que sienta menoscabo alguno en la tan loable tarea.
Por estas razones afirmo que el crítico debe velar por la organización racional
y debe aniquilar todo asomo de experimentación formal pues, como es sabido,
sólo debemos experimentar en la sociedad misma y en las formas alternativas del
vivir, de lo cual el arte es sólo una manifestación refleja, una conciliación,
una resolución plástica de un problema insoluble, que se puede llegar a vivir,
ay, intolerable. Esto, sin embargo, no es el centro de mi argumento sino sólo
un preámbulo que está dando, digerido para ustedes, el corazón en llagas de mi
posición revolucionaria. Aunque el arte existe, el arte es actualmente un
fenómeno indistinguible, inesencial e intermitente, por lo cual se le deben
adivinar comportamientos de repetición y continuidad que ya no dependen de la
mano que le da de comer sino de la mirada del perro que aguarda. El desvelo
interminable del poeta que prepara el mate en la tarde gris, con suerte
avizorando una idea brumosa sobre la quieta bahía, representa todavía menos en
los términos innegociables presentados por el mudo lector que va a ver lo único
que quiere ver, pues lo que está buscando será la respuesta eventual al problema imposible de la
última pelea con la suegra, de cómo esconder a una nueva amante, de cómo lograr
un magro aumento de sueldo y, en fin, de cómo fracasar, acaso, en este caso. En
otras palabras, el arte no significa nada enfrentado a la actividad de la
demanda en los términos planteados por la desesperación de la oferta. No hay
aquí un extremo más pobre que otro, pues sabemos también que los artistas, también, tenemos que comer. ¿Qué es hoy una buena oferta que no considera una
estrategia de venta, un golpe de publicidad, un regurgitar incesante de jugos
digestivos? Como preguntó el profesor Bartolache ayer mismo en el Polo Bamba en
un sonado cuestionario a la marchanta: ¿existe una propensión a la difuminación
de la voluntad creadora en un rocío de ínfimas opciones, de diminutas encrucijadas, de
inquietas concentraciones de recuerdos y corroídos deseos? Lo mejor sería no
aventurar respuesta alguna, no por temor a la interpretación, sino por tener la
delicadeza, una vez avizorada momentáneamente una certeza, de seguir la marcha
en busca de horizontes, morales dirán algunos, que nos reconcilien con la
humanidad en el sentido más individual, mejor dicho más individualista,
posible: nos mira un perro, nos mira una mosca, nos mira el deshumanizado
mendigo con la cuenca negra de su mano. Dirán otros: hay tanto arte allí.
Entonces yo pregunto, siguiendo con el profesor Bartolache: ¿haber roto al arte
como molde perfecto de la vida, de Dios, de la naturaleza, no habrá hecho más
que empobrecer la vida? Cuando digo empobrecer me refiero a insistir con asuntos trillados
como la linealidad versus la circularidad del tiempo, por poner sólo un caso.
El empobrecimiento no resulta más que de la comparación y Bartolache condenó palmariamente la comparación, la acusó de haber sido el Gran Error, el cual ¿coincide? con el
nacimiento de lo que se llama comunmente “vida inteligente”, es decir, conciencia
de sí mismo, compasión u homicidio. Bien y mal, sabemos de sobra, son la base
de la comparación, y en el medio toda la justificación del atropello y de la mala
educación. Como dijo el maravilloso amigo Vicente Rodríguez Casado desde la otra
mesa y de quién hablaré en otra oportunidad: “Es horrible pero es así”.
Dos ciudades
dos inteligencias
a aprender:
San Francisco y su "Urbanismo Táctico" para una ciudad mas vivible, disfrutable, no se pierdan los Troleys (tirados a la basura por nuestra concepción de progreso) y los tranvías (idem 50 años antes).
Medellín y la inteligencia en el Transporte
Hay oportunidades, hay de donde aprender.
El tema es encontrarle la vuelta táctica.
Después de los hermosos días que vivimos juntos en abducción, te fuiste en tu brillante nave metálica y circular.
Como detener esta pena...
Tus seis tentáculos suaves, tus tres bocas ansiosas, tus innumerables tajos, oquedades del placer y ese ojo interminable y púrpura.
Vuelve...
Vuelve con tu vientre gomoso, húmedo y cálido, con tu murmullo, gemir babeante y los polvos que te trasmutaban finalmente a una gelatina verdosa en la cama ingrávida.
Vuelve con esas lenguas, que metidas en mis oídos, me llevaban al Eden y me hacían temblar por horas con las piernas en el aire. Ven... Vamos en tu nave a la oscuridad estelar, mientras me envuelves en las innumerables tetas suaves, de areolas y pezones turgentes que emergen de tu cuerpo magenta brillante, sin cesar y me adsorben a profundidades líquidas de tu éxtasis. Oh, vuelve...
Luego de prolongada ausencia de los cafés montevideanos, Destrucción vuelve a cargar su implacable
maza sobre el vidrio sucio de la hipocresía toda de Doctores y Funcionarios que
hoy aspiran, como se aspira el mismo aire, a las palmas victoriosas, al aplauso
exagerado desde los balcones del Solís, a la conversación paternal con los
lustrabotas de Plaza Independencia; que disimula el odio a todos quienes no
pertenecen a su clase consabidamente inepta, torpe y haragana. Destrucción vuelve al ruedo en momentos
en que la aldea muge la “desaparición física”, según se viene leyendo, de Don José
Enrique Redondo, “nuestra más grande luminaria”, agregan los obedientes
voluntarios, y con razón.
Redondo, Redondo y Redondo...
Adonde vamos escuchamos su nombre con oportunidad: en el Ateneo, en las aulas, en
las reuniones forenses, en los corredores de LA BIBLIOTECA que DE PRONTO, se ha
convertido en sepulcro egipcio, porque con sólo pronunciar la erre infernal el
obediente baja los ojos en reverencia al Maestro como si el difunto todavía
estuviera en alguna pieza contigua concentrado quién sabe en qué maravilla y
dejando a los recién llegados que no merecieron conocerlo todo el mal humor
imaginable, todo el empacamiento que el ser humano es capaz de concebir adentro
de los abotonados chalecos de estos empingorotados ujieres.
Y nada más opuesto a Redondo
que el “rodar”, nada más lejano a Redondo que la mismísima rueda.
Lamentablemente esto no significó que no avanzara Redondo en alguna dirección
(que no es lo mismo que avanzar en un “sentido”) como un gran cubo de granito,
como un bloque de aristas partidas de tanto darle y darle. Y he aquí el primer gran
atributo, señores, su escasa velocidad. Diríase que el pensamiento, la “línea”
de Redondo se movió apenas por la inercia que heredaba de sus mayores que nunca
tuvieron conocimiento de su hijo adoptivo, por lo tanto sin proponer nada
realmente novedoso, ni siquiera el manido continentalismo sabemos que le
pertenece. Simplemente él había captado como por una telepatía asaz rudimentaria
una Idea de otros —de un Martínez Hoyos digamos, pensemos en un Pérez Concha—
ejemplos que han construido una alegoría americanista en el primer caso más
confundida que confusa y sin duda raquítica en el segundo, pero al menos
inspirados ambos en la misma realidad subtropical, más honestos y cercanos al
Mundo que los corredores de la Biblioteca Pública por donde se paseó mucho más
de la cuenta el insigne Don José Enrique Redondo. Y pensemos que cuando ensoñaba
un paraíso de libertades griegas, de disciplinas espirituales, de emociones
euclidianas, el hombre era incapaz de tomarse un tranvía ¡porque no se animaba
a bajarse del vehículo en movimiento!
Entonces esto es un obituario y
una constatación del desierto. Porque admitamos que fue y será el único en su
humanoide especie literaria. Porque el pobre Redondo procuró a lo largo de su
vida no ser molestado en su interés por Algo. Al menos el largo bostezo que
constituye su terca obra y carrera no ha sido, debemos reconocer, mero alarde
de protagonismo y reconozcamos que su capacidad de aislamiento enfermizo y
persecutorio de este mundo fue también el logro de un empecinamiento
suprahumano en ese sentido, es decir de su labor bibliotecaria policíaca, de su
rastrillo incansable por las manoseadas fichas de sus archivos, del robo de ejemplares
censurados para esconderlos en su brumosa biblioteca privada.
Dicen las malas lenguas que
leía en secreto a los decadentes y que lloraba como un perro herido los caminos
que no se atrevió a caminar porque nunca fue capaz de descubrirlos. Entonces
reconozcamos una honestidad, ofrezcámosle el beneficio de la duda, pensemos
incluso que algo del mundanal camoatí donde vivimos fue calando en su cerebro fofo,
huraño y fatigado y perdonémosle, dejemos por un momento que las rachas de
viento de sus Renanes y sus mal digeridos Rouchefoualdes traigan consigo un
hálito de angustiada lucidez aunque fuera para reconocer la dimensión de su
fracaso. En fin, distingamos, después de la disipación del humo, unas formas
negras que se mueven reptando con lentitud entre las tunas cuando cae el sol,
con cierto ocasional temblor, y detectemos a sus acólitos, a sus infatigables
imitadores, a sus rasputines sin barba que se retorcieron en elogios durante los
paseos matinales del Maestro entre las columnas dóricas de su pensamiento que
no confesaba, ay, su predilección por los vapores de los baños donde soñaba con
filosofar.
El problema de Redondo no fue
tanto él mismo sino todos los redondinos, así como el mal de Wagner no fue él
sino todos sus abonados al gallinero, como si se tratara de una nueva religión,
de una filosofía moral del arte, de un dogma que propugnaba anatemas en todas
direcciones. Fue en su velorio en la calle San José donde pude encontrar a
varias de las estampitas repetidas de sus incondicionales alcahuetes,
cagatintas y correveidiles cajetillas que han sabido construir su pobre nombre
en base a la reverencia esclava. Entonces me pregunto, ¿cómo es esto posible?,
¿qué extraño mecanismo del pensamiento colectivo habilita esta aberración
filosófica que va tallando en un bloque de jabón el perfil del personaje que no
resistiría ni las lluvias ni el lavado? Sobre esto hablaremos, a lo mejor, en
nuestro próximo opúsculo.
Pero no nos cansaremos de decir
que Don José Enrique Redondo, oriental, sin amores conocidos, sin educación
notoria, dotado de una capacidad para enhebrar una palabra tras otra como en un
collar de fideos, no fue sino el único ejemplar de una especie que deja para la
posteridad y para nuestro horror algo así como un alimento seco, como una
ración para aves a nuestra famélica aldea intelectual. Con la desaparición de
Don José Enrique Redondo y su soporífera obra no quedan en la ciudad ni rivales
ni herederos y todo nuestro espíritu de grandeza que alguna vez aspiramos a obtener
desde la retaguardia bosteada de un malón perdido en su propia polvareda, será
aplastado definitivamente por los zapatos nuevos y lustrados que aprendieron a
esquivar las calles de macadam, porque los brutos, guiados por sus eternas
prevenciones, también han adquirido sus mañas, sus caprichos y sus lujos
desopilantes.
Soy linotipista y tanto tecleo vigorosamente como cargo cien
cajones de plomo al día. Al calor de estas máquinas, debajo de esta visera, en
la fundición de la sabiduría, mis máquinas de hierro han iniciado la revolución
implacable, la de la de la de la palabra y la acción, ese encuentro fortuito, ese
chisporreteo de luz en el túnel del tiempo, fogonazo donde sólo divisamos que,
en fin, no tiene fin. Movimiento, liberación, calor, hornos y hierro fundido
incandescente. Grúas, puentes giratorios, cruzando de a saltos los bañados
dispersos de esta húmeda comarca.
Explicaba el doctor Manguel en
el muy triste Ateneo la otra noche (esto no lo vi, me lo contaron)
textualmente: “hemos de triunfar sobre
la naturaleza”. Me dicen que bajaba la cabeza, contrito, y que con una mano se
atusaba las libias con los dedos. El doctor Manguel no entiende, ni va a
entender, que la pelea con la naturaleza ya está perdida. Y no olvidemos, por
favor: la ciudad termina en el arrabal, adonde vamos con una joven amiga en
cada brazo a decorarlo de tango en las noches en pedo, cuando allí luchan por
comerse los unos a otros y lanzar carcajadas sin dientes y sin amor y sin nada.
Sólo porque el mundo es redondo.
Se me preguntará: ¿hacia dónde
me dirijo? Estimados lectores, una reflexión previa a modo de obertura: la
disociación horrible que padecemos actualmente por el mero hecho de compararlo
todo, de la acción y la reacción, es el viejo asunto de trabajadores manuales
versus intelectuales. Pensemos en esto algún momento y, sin ánimo de poner a
Nietzsche como ejemplo, recordemos su empecinado escarbar en la moral a la
manera de los ríos perforando la roca viva. Y este escarbar, es cierto, se
presentó dirigido al descubrimiento de un humanismo extremo o superhumanismo
(aquí COMENZARIA nuestra banda sonora), pero…
Se me preguntará entonces por
mis influencias literarias, por mis numerosas colaboraciones en opúsculos, por mi participación nada
celebrada en cenáculos, mis días de café y mis discursos arriba de la mesa. Es
entonces que, harto de andar para aquí y para allá colaborando en volantes y
libelos, presento Destrucción, mi propio opúsculo anárquico individualista, por lo cual se entiende que seré el
director, editor, redactor, impresor y distribuidor.
Destrucción comienza a publicar artículos sobre la cultura,
el arte y la naturaleza sin perder su agenda de actualidad, es decir sin perder
la crítica destructiva sobre obras de teatro, exposiciones de pintura y
escultura que ocurren en nuestra ciudad e incluso, como novedad exclusiva,
artículos de información sobre la vida y las reflexiones de los artistas, en
pocas palabras, con amenidad y claridad. La amenidad no resta a una buena
educación sino que, por el contrario, suma. Au revoir!