Sunday, April 15, 2012

DESTRUCCIÓN (2)

OBITUARIO Y CONSTATACIÓN DEL DESIERTO

Montevideo, 15 de abril de 1901

Luego de prolongada ausencia de los cafés montevideanos, Destrucción vuelve a cargar su implacable maza sobre el vidrio sucio de la hipocresía toda de Doctores y Funcionarios que hoy aspiran, como se aspira el mismo aire, a las palmas victoriosas, al aplauso exagerado desde los balcones del Solís, a la conversación paternal con los lustrabotas de Plaza Independencia; que disimula el odio a todos quienes no pertenecen a su clase consabidamente inepta, torpe y haragana. Destrucción vuelve al ruedo en momentos en que la aldea muge la “desaparición física”, según se viene leyendo, de Don José Enrique Redondo, “nuestra más grande luminaria”, agregan los obedientes voluntarios, y con razón.
Redondo, Redondo y Redondo... Adonde vamos escuchamos su nombre con oportunidad: en el Ateneo, en las aulas, en las reuniones forenses, en los corredores de LA BIBLIOTECA que DE PRONTO, se ha convertido en sepulcro egipcio, porque con sólo pronunciar la erre infernal el obediente baja los ojos en reverencia al Maestro como si el difunto todavía estuviera en alguna pieza contigua concentrado quién sabe en qué maravilla y dejando a los recién llegados que no merecieron conocerlo todo el mal humor imaginable, todo el empacamiento que el ser humano es capaz de concebir adentro de los abotonados chalecos de estos empingorotados ujieres.
Y nada más opuesto a Redondo que el “rodar”, nada más lejano a Redondo que la mismísima rueda. Lamentablemente esto no significó que no avanzara Redondo en alguna dirección (que no es lo mismo que avanzar en un “sentido”) como un gran cubo de granito, como un bloque de aristas partidas de tanto darle y darle. Y he aquí el primer gran atributo, señores, su escasa velocidad. Diríase que el pensamiento, la “línea” de Redondo se movió apenas por la inercia que heredaba de sus mayores que nunca tuvieron conocimiento de su hijo adoptivo, por lo tanto sin proponer nada realmente novedoso, ni siquiera el manido continentalismo sabemos que le pertenece. Simplemente él había captado como por una telepatía asaz rudimentaria una Idea de otros —de un Martínez Hoyos digamos, pensemos en un Pérez Concha— ejemplos que han construido una alegoría americanista en el primer caso más confundida que confusa y sin duda raquítica en el segundo, pero al menos inspirados ambos en la misma realidad subtropical, más honestos y cercanos al Mundo que los corredores de la Biblioteca Pública por donde se paseó mucho más de la cuenta el insigne Don José Enrique Redondo. Y pensemos que cuando ensoñaba un paraíso de libertades griegas, de disciplinas espirituales, de emociones euclidianas, el hombre era incapaz de tomarse un tranvía ¡porque no se animaba a bajarse del vehículo en movimiento!
Entonces esto es un obituario y una constatación del desierto. Porque admitamos que fue y será el único en su humanoide especie literaria. Porque el pobre Redondo procuró a lo largo de su vida no ser molestado en su interés por Algo. Al menos el largo bostezo que constituye su terca obra y carrera no ha sido, debemos reconocer, mero alarde de protagonismo y reconozcamos que su capacidad de aislamiento enfermizo y persecutorio de este mundo fue también el logro de un empecinamiento suprahumano en ese sentido, es decir de su labor bibliotecaria policíaca, de su rastrillo incansable por las manoseadas fichas de sus archivos, del robo de ejemplares censurados para esconderlos en su brumosa biblioteca privada.
Dicen las malas lenguas que leía en secreto a los decadentes y que lloraba como un perro herido los caminos que no se atrevió a caminar porque nunca fue capaz de descubrirlos. Entonces reconozcamos una honestidad, ofrezcámosle el beneficio de la duda, pensemos incluso que algo del mundanal camoatí donde vivimos fue calando en su cerebro fofo, huraño y fatigado y perdonémosle, dejemos por un momento que las rachas de viento de sus Renanes y sus mal digeridos Rouchefoualdes traigan consigo un hálito de angustiada lucidez aunque fuera para reconocer la dimensión de su fracaso. En fin, distingamos, después de la disipación del humo, unas formas negras que se mueven reptando con lentitud entre las tunas cuando cae el sol, con cierto ocasional temblor, y detectemos a sus acólitos, a sus infatigables imitadores, a sus rasputines sin barba que se retorcieron en elogios durante los paseos matinales del Maestro entre las columnas dóricas de su pensamiento que no confesaba, ay, su predilección por los vapores de los baños donde soñaba con filosofar.
El problema de Redondo no fue tanto él mismo sino todos los redondinos, así como el mal de Wagner no fue él sino todos sus abonados al gallinero, como si se tratara de una nueva religión, de una filosofía moral del arte, de un dogma que propugnaba anatemas en todas direcciones. Fue en su velorio en la calle San José donde pude encontrar a varias de las estampitas repetidas de sus incondicionales alcahuetes, cagatintas y correveidiles cajetillas que han sabido construir su pobre nombre en base a la reverencia esclava. Entonces me pregunto, ¿cómo es esto posible?, ¿qué extraño mecanismo del pensamiento colectivo habilita esta aberración filosófica que va tallando en un bloque de jabón el perfil del personaje que no resistiría ni las lluvias ni el lavado? Sobre esto hablaremos, a lo mejor, en nuestro próximo opúsculo.
Pero no nos cansaremos de decir que Don José Enrique Redondo, oriental, sin amores conocidos, sin educación notoria, dotado de una capacidad para enhebrar una palabra tras otra como en un collar de fideos, no fue sino el único ejemplar de una especie que deja para la posteridad y para nuestro horror algo así como un alimento seco, como una ración para aves a nuestra famélica aldea intelectual. Con la desaparición de Don José Enrique Redondo y su soporífera obra no quedan en la ciudad ni rivales ni herederos y todo nuestro espíritu de grandeza que alguna vez aspiramos a obtener desde la retaguardia bosteada de un malón perdido en su propia polvareda, será aplastado definitivamente por los zapatos nuevos y lustrados que aprendieron a esquivar las calles de macadam, porque los brutos, guiados por sus eternas prevenciones, también han adquirido sus mañas, sus caprichos y sus lujos desopilantes.
    Será hasta la próxima.


3 comments:

z said...

empingorotados! chau!

*** said...

"dotado de una capacidad para enhebrar una palabra tras otra como en un collar de fideos"
Santo cielo!!!

Rodó digerido por su propia parafernalia.

¿Porque hay tanto personaje así?, ensalzado por las propias carencias de personajes con pensamiento luminoso acá.
Una consistente producción de humo, ensalzada por un chauvinismo provinciano (con olor a viejo, a encerrado), babeando un orgullo aislante, carente de objeto al que asirse y que parece hay que descubrir y venerar como un atributo patriótico.
Aún esto que escribo parece producido por un resentimiento idiota que se aferra a, justamente, ese humo que no puede tomar cuerpo y se incorpora naturalmente a esa cosa pastosa, gris e indolente que flota especialmente sobre la Plaza Independencia.

*** said...

escribí ensalzar en dos oraciones seguidas. debería internarme.
debe ser el cambio climático