Roma, 23 de diciembre de 1903
Mi querido señor Kappus:
Usted no debe quedar sin mi saludo en vísperas de Navidad, cuando en medio de la fiesta lleva su soledad más difícilmente que nunca. Pero si advierte que ésta es grande, alégrese; pues ¿qué sería (pregúntese usted) una soledad que no tuviese grandeza? Hay sólo una soledad, y es grande, y no es fácil de llevar; y a casi todos les sobrevienen horas que trocarían gustosos por alguna comunicación --aún vulgar y anodina--, por la apariencia de un mínimo acuerdo con el primer llegado, con el más indigno... Pero tal vez sean éstas, precisamente, las horas en que crece la soledad; pues su creicimiento es doloroso como el crecimiento de los niños, y triste como el comienzo de las primaveras. Ello no debe confundirlo. Pues lo que hace falta es sólo esto: soledad, gran soledad interior. Ir-hacia-sí, y durante horas no encontrar a nadie; he ahí lo que hay que lograr. Estar en soledad como lo estaba uno de niño cuando las personas mayores iban y venían enredadas en cosas que si aparecían importantes y grandes era porque nada se comprendía de su hacer.
Y un día cuando se advierte que sus ocupaciones son míseras, yertas sus profesiones, y que ya no estan vinculadas con la vida, ¿por qué no continuar igual que un niño, mirándolas como algo extraño, desde el fondo del mundo propio, desde el ámbito de la soledad propia, que es también trabajo y jerarquía y oficio? ¿Por qué empeñarse en trocar hurañía y desprecio la sabia incomprensión de un niño, puesto que no comprender es estar solo, y que hurañía y desprecio significan participación en aquello que uno quiere apartarse por estos medios?
Piense, querido señor, en el mundo que usted lleva dentro, y denomine este pensar como quiera, ya sea recuerdo de la infancia propia o anhelo de lo futuro; pero esté atento a lo que en usted se eleva, y sitúelo sobre todo lo que observa en torno suyo. Su acontecer íntimo es digno de todo su amor; en él debe usted trabajar de algún modo y no perder demasiado tiempo ni demasiado ánimo en aclarar su posición respecto de los demás. Porque ¿quién le dice que usted tenga alguna? Su profesión es dura, lo sé, y está en plena contradicción con usted mismo; y preveía su queja y sabía que vendría. Ahora que ha venido, no puedo mitigarla; sólo puedo aconsejarle que considere si todas las profesiones no son así, si no están llenas de exigencias, llenas de hostilidad hacia el individuo, saturadas del odio de aquellos que se han adaptado mudos y hoscos al deber insípido. La jerarquía en que ahora tiene usted que vivir no se encuentra más pesadamente cargada de convencionalismos, prejuicios y errores que las otras jerarquías, y si bien hay algunas que presentan apariencias de mayor libertad, no hay, con todo, ninguna amplia en sí y cómoda que se halle en relación con las grandes cosas en que consiste la vida real. Únicamente el individuo que está solo es --como una cosa-- sometido a las leyes profundas, y cuando sale al despuntar la mañana, o mira afuera a la noche, llena del acontecer, y cuando siente lo que sucede allí, entonces cae de él como de un muerto toda jerarquía, no obstante encontrarse en medio de lo que es puramente vida. Lo que usted, querido señor Kappus, tiene que experimentar ahora como oficial, análogamente lo habría sentido en cualquiera de las profesiones existentes. Aun --cierto-- si hubiese procurado, fuera de todo destino, una relación sencilla e independiente con la sociedad, no le habría sido ahorrado ese opresivo sentimiento. En todas partes es así; pero ello no es motivo para estar inquieto o triste; si no hay afinidad entre los hombres y usted, trate de estar cerca de las cosas; ellas no lo abandonarán. Todavía quedan las noches, y los vientos que van a través de los árboles y sobre muchas tierras; todavía en las cosas y en los animales todos es acaecimiento, de los que usted puede participar; y los niños son siempre lo que usted fue de niño --así tristes y felices--; y si piensa en su infancia, revivirá entonces en medio de ellos, en medio de los niños solitarios; y los adultos nada son, y su dignidad nada vale.
Y si le inquieta e importuna pensar en la infancia, y en lo sencillo y lo plácido que con ella se relaciona, porque no puede ya creer en Dios, que en toda ella está presente, pregúntese, querido señor Kappus, si realmente ha perdido a Dios. ¿No será más bien, que nunca lo ha poseído? Porque ¿cuándo puede haberlo poseído? ¿Cree usted que un niño puede tener a Aquel que los hombres mismos llevan penosamente, y cuyo peso agobia a los ancianos? ¿Cree usted que quien en verdad lo tenga puede perderlo como una piedrecilla, o no piensa usted, como yo, que quien lo tuviera podría ser perdido sólo por Él? Pero si usted reconoce que Él no estuvo en su infancia, ni antes; si vislumbra que Cristo fue alucinado por su anhelo y Mahoma engañado por su orgullo; y si siente, con terror, en esta hora en que hablamos de Él, que Dios no existe ¿qué derecho tiene entonces a echarlo de menos, a Él, que nunca existió, como a alguien que ha pasado, y a buscarlo como si estuviera perdido?
¿Por qué no piensa que Él es el venidero, el que desde la eternidad está por llegar; que es lo futuro, el fruto último de un árbol cuyas hojas somos? ¿Qué le impide proyectar Su nacimiento a los tiempos que serán y vivir su vida propia como un día doloroso y hermoso en la historia de una sublime preñez? ¿Usted no ve, pues, cómo todo lo que sucede es siempre un comienzo; y no podría ser ello Su comienzo, ya que comenzar, en sí, es siempre tan hermoso? Si Él es el más perfecto ¿no debe preexistir algo inferior para que él pueda escogerse entre la plenitud y la profusión? ¿No debe ser el Último, para abarcarlo todo en sí; y qué sentido tendríamos nosotros si Aquel a quien anhelamos ya hubiese existido?
Así como las abejas acumulan miel, buscamos lo más dulce de todo y lo construimos. Hasta con lo menudo, con lo insignificante (siempre que sea por amor) . Lo comenzamos; con el trabajo, con el reposo después; con silencio o con ligera alegría solitaria; con todo lo que hacemos solos, sin participantes ni adeptos, comenzamos a Aquel que no llegaremos a ver, así como nuestros antepasados tampoco alcanzan a vernos. Y no obstante, ellos, los pasados hace mucho tiempo, están en nosotros como fundación, como carga sobre nuestro destino, como sangre que bulle y como gesto que asciende de las profundidades del tiempo ¿Hay algo que pueda sustraerle a usted la esperanza de ser así algún día en Él --el más Lejano, el Supremo?
Festeje Navidad, querido señor Kappus, en el piadosos sentimiento de que quizá Él necesite de usted esta angustia ante la vida, para comenzar. Estos días de transición acaso sean precisamente el tiempo en que todo, en usted, trabaja en Él, como ya ha trabajado en él, jadeante, en la infancia. Sea usted paciente y ecuánime, y piense que lo menos que podemos es no hacerle su advenimiento más difícil de lo que la tierra se lo hace a la primavera, cuando ésta quiere venir.
Y esté contento y confiado.
Su
Rainer María Rilke