Cuando las gemelas nacieron cayó sobre ellas el rayo verde del atardecer. La comunión de sus almas fue tan intensa que se fundieron en un abrazo siamesarizándose.
Al principio crecieron al amparo de las lámparas de cariño ultravioleta, pero luego debieron ganarse a la vida exhibiendo su monstruosidad en las numerosas ferias de novedades genéticas. Su tiendita siempre estaba un poco al margen de los stands principales donde, año atrás año, volvían encontrarse con los mismos ejemplares: la mujer dentada batiendo mandíbulas en ritmos tropicales, Bala la gaviota asesina y el Niño Nazi, célebre por sus experimentos en la cirugía plástica.
Las siamesas crecieron en este despiadado ambiente curtiendo su alma buena con la enseñanza que dan los sufrimientos sobre sufrimientos. Un día decidieron renunciar a su stand y ganarse la vida por otros medios, pero era imposible no caminar dos pasos sin tener detrás una caravana de muchachos tirándoles cascotes.
La extraña conformación de sus anatomías les exigía permanecer cara a cara. Con los años fueron grandes dialogadoras y sus mentes funcionaban simbióticamente. Y aunque no puede decirse que era comunicación telepática (pues no estaban a una distancia suficiente una de la otra para comprobarlo) casi no necesitaban hablar para comprender la intimidad de sus pensamientos, la tristeza común que las invadía cada vez que tropezaba una con la otra, las negociaciones para intentar agarrar una lo que la otra negaba. Las luchas, típicas entre niñas de su edad, eran escasas porque era imposible practicar llaves, la efectiva “quebradura”, la “paralítica” o el simple “piquete de ojos”.
Pero se pasaron la vida inventando juegos. Había uno que consistía en adivinar lo que había a espaldas de la otra, juego que fueron perfeccionando: una vez que adivinaban, por ejemplo, que había una vaca, contaba medio punto si la vaca era doble y no simple. En cuestiones de números, especies y proporciones desarrollaron también una habilidad que les permitía calcular las distancias promedio entre hormigas caminado en fila, el tiempo máximo entre dos estrellas fugaces y otros impredecibles acontecimientos de orden atmosférico.
Todavía recuerdo el primer día en que las vi. Estaba sentado en una de las reposeras de la nave cuando subieron trabajosamente por el borde del plato. Tuvieron un diálogo bastante subido de tono con el capitán acerca de las condiciones de viaje a Catedral. Ahora creo que nunca les importó demasiado el viaje, sólo querían asegurarse de que en la nave iban a estar a salvo de las bromas de mal gusto.
Afortunadamente el capitán, viejo lobo de los aires, recordaba el lugar de la pirámide milagrosa que las separó definitivamente en gemelas. Pero debió haberlas preparado para el trauma de la separación, como será relatado más adelante.