Friday, January 25, 2013
Tuesday, January 22, 2013
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Saturday, January 19, 2013
sabihondos y suicidas
—Hace
unos días estuve con nuestro común amigo. ¿No lo ha visto Usted últimamente?
—No.
—Está muy cambiado. No sé si para bien o para mal,
sólo que está muy cambiado. Como le diría, ni más gordo ni más flaco, quizás un
poco más cansado. Pero con una luz nueva en sus ojos. ¿Recuerda aquel hastío
melancólico en el que vivía? ¿Recuerda aquella noche en que recitó a Mallarmé?
—Qué raro, quedó tan turbado.
—Quedamos.
—Casi ido.
—Es un poco histérico. Bueno, eso le daba aquel cursi éxito con las damas.
Esto no puede negarse. Es como un sibarita de la prostitución. Se jacta de
que en cinco años jamás pagó un solo peso. Las enamoraba a todas.
—Algún rumor me ha llegado.
—En algún momento se le atribuyó El Mal. Pero lo de la sífilis fue un rumor equivocado.
—¿A qué se refiere?
—No era sifílis, era un mal menor... Cuestión que lo he visto. Como le decía, cambió
notoriamente, cierto brillo fanático, cierta risa maníaca. Había ganado un
humor nuevo, frenético, diría espástico. Sin embargo, no estaba intranquilo.
Como si hubiera descubierto un mundo que, incluso en su frenesí, lo pacificaba.
Le dije que hacía tiempo habíamosle perdido el rastro, que extrañábamos sus
lecturas parado en el mostrador, que recordábamos aquel Verlaine que acentuaba
las esdrújulas justo cuando pitaban las cafeteras, aquel Rimbaud en contrapunto
con el ruido de los platos contra el mostrador.
—Era bueno leyendo. Lástima nunca escribió nada.
—Eso no se lo dije.
—Bueno, no tiene nada de malo. Era un excelente
lector. No conozco a nadie igual. Cómo se ha perdido esa costumbre. ¿No le
dijo por qué no venía más?
—Como le decía, el tiene sus razones. Y el rumor infundado
de la sífilis terminó por convencerlo. No se sentía dolido, me dijo, sólo que
había dejado de venir al café porque no le interesaba. Me dijo que el café se
lo hacía en la casa. Que tenía una cafetera italiana.
—No me diga que contrató a una querida.
—No macanee. Una máquina.
—Manguel siempre fue un excéntrico.
—Verá, mi amigo. Por lo que entendí, esta tendencia a
la cafetera propia proviene, comprendo ahora, más de su pasión por las máquinas
que de cualquier berretín de privacidad. En la entrevista
que mantuvimos camino al correo me dijo que ha venido investigando en los
terrenos de la antimateria, me habló de las partículas que salen de todos los
cuerpos, incluido el nuestro. Llegó a decirme que, en realidad, nada era sólido,
discreto completamente, sino que había un permanente suspensión de partículas,
como un halo gasesoso que indefine los contornos.
—Déjeme pensar, ¿dónde habré leído eso?
—Bueno, entonces creo que este cambio que yo
observé en su comportamiento se debe a la iniciación en el conocimiento de una
física misteriosa.
—Se habrá vuelto espiritista.
—Bueno, no, aunque sin duda estamos hablando de
conocimientos contiguos. Pero me refiero a que en él encontré una nueva pasión
por los misterios de la ciencia. Mire qué interesante, dice que la ciencia
requiere más que nunca de la imaginación de los escritores, que la ciencia se
ha de interesar por las humanidades como nunca antes.
—Incomprensible.
—Yo no entendí tampoco. Pero hemos quedado en
vernos, organizar una cena.
—Otro cenáculo...
—Verá, por ahora no. Con el café de esa italiana me
alcanza.
—No suena mal, me avisa y vamos juntos.
—Dígame, ¿ese libelo de ahí es suyo?
—No, pensé que era suyo.
—Lo habrá dejado alguien
—Se llama Destrucción...
—Otra publicación anarquista.
—No la conocía.
—Qué quiere, hay más opúsculos que pelos en un
cepillo
—Atención, viene de Montevideo.
—En voz alta, por favor.
Saturday, January 12, 2013
alerta naranja
Bajaba por Yí con las primeras ráfagas frías en la cara. Las bolsas de
basura avanzaban a ras de la tierra como naves espaciales de un planeta amorfo,
después subían en la esquina con Canelones en un remolino que nunca terminaba
de formarse tapando intermitentemente la luz de yodo sobre el cruce.
Sobre la nueva calle abierta, allá en Gonzalo Ramírez
donde estaba el Corralón, los relámpagos mudos y continuos hacían levitar a
Santa Rosa recortada contra el cielo lacerado de violeta.
Al principio no me llamó la atención, pero luego fue
la confirmación de una incomodidad: una figura esperaba en la puerta de casa.
Con el tiempo pude acostumbrarme a la concentración de
pastabaseros de todas las edades y sexos merodeando la boca macabra de la esquina
con Maldonado, derramándose todas las tardes en los escalones de mármol, en los
cordones de granito y contra los troncos de los plátanos testigos. Pero esta
figura era más oscura, más negra y más erguida, con algo de recorte de foto.
Entre los ramalazos de luz intentaba verle la mirada, pero
fue en un ramalazo de sombra que distinguí el brillo de los ojos. De lejos ya me
estaba mirando.
El perro-rata del balcón de al lado no sacó la cabeza
deforme entre las rejas, tampoco el perro-pájaro del primer piso de enfrente,
que ladra cada vez que llega una visita parado en dos patas y asomando el
cogote.
Tampoco estaba la tribu pastabasera. Seguramente había
corrido a esconderse debajo de las marquesinas de 18, roídas por el
tiranosaurio de la desidia y las radiaciones ultravioletas.
A lo que me acercaba, seguíamos mirándonos. Y yo seguía
mirando porque pensaba, en un hilo de esperanza, que era alguien conocido que
no ubicaba. Pero progresivamente, y rápidamente, me iba poniendo nervioso,
quién mierda sería.
Ya a diez metros sentí la penetración de sus ojos,
negros como pozos, finos e infinitos. Los descubrí algo rasgados cuando estuve más
cerca. Por suerte no me resultaron amenazantes sino como calmos, cansados, diría
exhaustos. Pero había algo más. Había una chispa viva, un júbilo, como si
sonrieran lejanamente pese a la seriedad del resto de la cara, esta sí,
impávida.
Estiró la mano para saludarme, algo torpemente, y con
la otra se agarró una cosa parecida a una boina negra que le quedaba grande, como
para ocultarse.
Al descubrirse le vi un pelo negro y ondeado de
curioso brillo y unos bigotes largos que me resultaron familiares porque eran
parecidos a los míos. Me preguntó, entonces, con una voz ligeramente aguda, sin
afectación alguna, si yo era XX.
Sí, le dije, y le pedí disculpas por no recordar el
nombre suyo, porque a esa altura la cara también me resultaba familiar, pero los
nombres y las fechas no los recuerdo nunca.
No se preocupe, me dijo. Yo sólo necesito tener unas
palabras sobre un trabajo que usted hizo.
Me corrió un escalofrío por la nuca.
Un trabajo de qué, le dije cortante. Porque yo trabajo
en muchas cosas. Pero estaba seguro de que era por un trabajo de edición, y ahí
los errores siempre se notan después, son como aves de rapiña que esperan meses
planeando.
Y efectivamente, me dice:
Un trabajo de lectura que usted hizo sobre una prosa
del poeta Julio Herrera y Hobbes.
El escalofrío siguió espaldas abajo. Se refería a un
trabajo de cotejo que había hecho un tiempo atrás, entre los originales y la transcripción.
Me había llevado un año más o menos, un trabajo plagado de dificultades, de
escalofríos y transpiraciones. De todas maneras, busqué la tangente.
Mire, le digo, esa selección de textos no la hice yo,
y el prólogo tampoco. Lo más indicado sería que hablara con...
No no, me dice, yo no quiero hablar con XIX. ¿Usted no
fue el que hizo el... la... el...?
Entonces se interrumpió y empezó a buscar algo adentro
del saco que tenía puesto, hasta que encontró y sacó el libro, de tapas color verde
yerba mate. Abrió la página del colofón y leyó en voz alta sin mirarme:
...el “cuidado de la edición”?
Sí, efectivamente.
Él levantó la vista, en una distracción teatral, y
siguió sin mirarme: miraba contra las luces de yodo las primeras gotas gordas
que caían dejando en la vereda unos círculos grandes y negros.
Pude haberle preguntado quién era él. Pero era una
pregunta tan simple, tan directa, que podía romper una conexión que empezaba a intuir
como demasiado sensible, como extremadamente delicada. Si él consideraba que no
tenía que presentarse, había algo en él que tampoco me permitía dudar de su
necesidad de llegar hasta mí.
Por un lado estaba tranquilo porque adentro de casa estaba
Simba, que es cimarrona. Pero, por otro lado, Simba iba a ser el problema de
siempre, se le tira a las visitas como para comérselas vivas.
Abrí la puerta y no lo hice pasar, primero entré yo para
buscar la luz de adentro (la del zaguán siempre está rota) y atajar a la perra,
pero mientras subía la escalera y abría la cancel el tipo ya había entrado y Simba
no ladró nunca. Aún más, sentí junto a mí su jadeo alegre, como cuando vengo
solo.
Pase, pase, le digo al tipo, que ya me había
adelantado y estaba entrando al escritorio.
Le pedí que se sentara en el bergère que tiene la pata
sana, porque el otro nunca quedó bien, se balancea, hace ruido al golpear la
pata en falsa escuadra.
Pero el tipo no escuchó o no hizo caso y se sentó en
el roto, que está contra el balcón a la calle. Y mientras se sienta toca, al
pasar, la cortina, no sé si para confirmar que el postigo estaba cerrado o para
ver la textura de la tela. Y más rápido, fracciones antes de quedar sentado, no
sé cómo hizo, pero tiró la cola del sobretodo para atrás, como un concertista
de piano, cruzó las piernas y se quedó ahí quieto, atusándose lentamente los
bigotes entre que yo me sacaba la campera y prendía otras luces y le decía a
Simba en un idioma incomprensible que ahora le iba a llenar el plato.
Después me senté atrás de mi escritorio, grande y pesado
como el mundo.
Cada tanto el hombre miraba para el costado, para el
fondo, los patios sucesivos, intermitentemente iluminados por los relámpagos
que atravesaban las claraboyas y traían el temporal y toda el agua de la atmósfera
caía entera y Simba se sentaba y se paraba y se volvía a sentar, estupefacta,
mirándome como una estatua que gemía.
Con el primer gran trueno encima nuestro, como una
obertura de Wagner, el hombre se inclinó un poco hacia delante (el bergère ni
se movió) y muy despacio dejó sobre el escritorio el libro verde. Y mirando eso
empezó a hablar con una voz algo modificada, algo automática, más aguda y
neutra, como hablando en público.
Estimado XX, me dice. He leído,
con muchísima atención su trabajo y le pido que considere mis observaciones
apenas como eso, observaciones. Su esfuerzo ha sido hercúleo, aunque el
resultado no lo sé. Entiendo perfectamente: hizo Usted lo que estuvo a su
alcance, en vista de lo cual puedo decir que su trabajo ha sido relativamente
exitoso...
Intenté aclarar, casi
retóricamente:
Le decía que el trabajo no es mío. Yo no hice...
El tipo tampoco se detuvo ahora, siguió hablando por
debajo como si yo no hubiera hablado y mirando la opalina alta y ambarina, apoyada
la cara ligeramente en dos dedos, la muñeca algo quebrada, el codo apoyado en
el alto posabrazos. Estaba como en trance.
...y a veces, ciertamente,
mitigamos un elogio por simple mezquindad en este agujero de ingratitud en el
que vivimos porque, por más que intento extirpar el adverbio, éste sobrevive, estimado
XX: sí, dije “relativamente”, es decir que subsiste a pesar de mi criterio,
como habrá comprobado en la lectura, de mi exquisito gusto enfrentado a esta
fonología de espanto.
Hizo un silencio largo, la cabeza inmóvil, la boca en
la misma posición, la mano ahora paralizada. Luego siguió.
Pero dejemos al habla que se manifieste hablando, que
se manifieste como el resto de los seres vivos.
Mire, le digo tratando de no tartamudear. Eran dos
volúmenes transcriptos de originales borrados y manchados, escaneados de
diarios ajados, desleídos y carcomidos...
Él como si nada. Me puse más nervioso y agregué:
Por no hablar de los textos manuscritos...
Siguió adelante.
Le decía, leyendo repetidas veces, que no es necesario
adivinar que Usted ha leído cada línea, cada coma, cada espacio entre palabras.
Lo que quiero decirle es que, habiendo hecho algo más que leer, ha hecho,
también, algo menos. Ha estado usted a ambos lados de la lectura y ha percibido
el nervio estampado en el papel.
Entonces le pregunté: ¿se refiere al momento en que la
pluma escribe o cuando el plomo imprime?
Pero siguió como si yo no hubiera preguntado nada.
Y sí, es muy seguro que haya errado, digamos, circunstancialmente,
mi querido amigo. No obstante, compruebo, se detuvo en cada instante de la
duda, pude ver que representaron para Usted, más de unas diez o doce veces, dolorosas
agujas padecidas con el estoicismo de un verdadero fakir de la escritura.
Lo que me deja pasmado, le confieso, es que Usted haya
dejado todo el asunto tal como fue escrito, porque no estamos hablando de
errores del autor, ciertamente, porque no los hay en ningún caso. Decidió Usted,
con la sabiduría de un búho, no tocar nada, no establecer criterios ni afirmar
sistemas sintácticos que no reflejaran la frondosidad de esos árboles de lenguas
que cultivo.
Usted no descubrió a nadie, XX, es obvio, y no se
aflija por esto. Deje los laureles de la exhumación, abandone las cocardas de
la gloria al paciente investigador, porque quien mucho investiga siempre
encuentra algo. Pero le pido, por favor, que se regocije en lo hondo de la
tarea que Usted ha llevado adelante. Yendo al grano, quiero decirle que...
Pero en ese momento sonó un trueno largo. Y el tipo
siguió hablando. Y yo no escuchaba, porque el trueno se encadenó con otro y después
con otro y con otro.
Sumado al enigma de su presencia, se agregaba ahora el
enigma de la atmósfera y la sucesión interminable de truenos que duró el tiempo
exacto del speech del poeta, con el agregado alucinante de una sucesión de
estroboscópicos relámpagos que iban dejándolo congelado en expresiones asombradas,
cómicas, patéticas, dubitativas, hasta terminar en una sonrisa satisfecha y
enorme dándome a entender que me había transmitido una Verdad Suprema que nunca
pude oír. Quiero creer que era una revelación más para él que para mí.
Entonces se paró de golpe desde el bergere, no tanto
como un resorte sino como una tabla que se hunde de una punta y se eleva del
otro, como un vampiro al salir del ataúd.
Sin perder la sonrisa avanzó en tranco decidido hacia la
puerta ignorándome ya, y retirándose con la satisfacción de un deber cumplido.
Simba aulló al ver que me levantaba detrás y lo seguía hasta la cancel como
para salir de nuevo.
No sé cómo bajé los escalones con esa oscuridad,
porque no me dio tiempo a prender nada. Pero al abrir la puerta, la luz de la
calle cortó de naranja a todos los escalones del zaguán mientras la sombra del
tipo se plegó como un acordeón y después desapareció de pronto porque, sin
darse vuelta siquiera, cruzó la calle en diagonal, bajando como hacia el
cementerio, con paso ágil y elegante sin que la lluvia lo tocara.
Saturday, January 5, 2013
FolkStreams » The Land Where the Blues Began
El orígen del blues por el musicólogo estadounidense Alan Lomax, una maravilla de documental
FolkStreams » The Land Where the Blues Began
FolkStreams » The Land Where the Blues Began
Wednesday, January 2, 2013
Lo que no quiero ser en mi próxima vida (no offense)
Alcahuete
Analista de sistemas
Animador
Atención al cliente
Bancario
Beato
Botón
Botones
Botones
Caballo de hurgador
Cajera de
supermercado
Chihuahua
Chofer de ómnibus
Cornudo
Cotorrita australiana
Crítico musical
Cuidacoches
Cuidacoches
Daniel Vilar
Dealer
Dentista
Detective
Diputado
Diputado
Director técnico
El perro del
hortelano
Elefante marino
Empleada doméstica
Equilibrista
Escribano
Esquimal
Evangelista
Geriatra
Ginecólogo
Gordo
Guarda de ómnibus
Huérfano
Huérfano
Hurgador
Intensivista
La parda flora
La parda flora
Lenguado
Masajista
Masón
Mecánico dental
Medusa
Milico
Mimo
Mormón
Motoquero
Musulmán
Nostálgico
Nostálgico
Paloma
Parapsicólogo
Patovica
Payaso
Peluquero
Perro coreano
Pigmeo
Podólogo
Portero
Rana
Rocker
Sanguijuela
Sanitario
Sepulturero
Subgerente
Taxista
Telefonista
Tenia equinococo
Termita reina
Umbandista
Umbandista
Urólogo
Valé
Vaca
Verdugo
Yanomami
Zombie
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